jueves, 1 de febrero de 2018

Karl Marx Tesis sobre Feuerbach. Federico Engels Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana: y otros escritos sobre Feuerbach





Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana: y otros escritos sobre Feuerbach


Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana: y otros escritos sobre Feuerbach












C. Marx & F. Engels  Feuerbach Oposición entre las concepciones materialista e idealista (Primer Capítulo de La Ideología Alemana)
Escrito: En alemán, por Marx y Engels en Bruselas entre noviembre de 1845 y agosto de 1846.



La ideología alemana




K. Marx & F. Engels  LA IDEOLOGIA ALEMANA
Redacción: Los artículos reunidos en esta recopilación los escribieron Marx y Engels entre 1845 y 1846.


La ideología alemana



Carlos Marx “La Ideología Alemana” (completa)




Karl Marx  Tesis sobre Feuerbach

Escrito en alemán por Karl Marx en la primavera de 1845. Fue publicado por primera vez por Friedrich Engels en 1888 como apéndice a la edición aparte de su Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana.


[I] El defecto fundamental de todo el materialismo anterior -incluido el de Feuerbach- es que sólo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal. Feuerbach quiere objetos sensoriales, realmente distintos de los objetos conceptuales; pero tampoco él concibe la propia actividad humana como una actividad objetiva. Por eso, en La esencia del cristianismo sólo considera la actitud teórica como la auténticamente humana, mientras que concibe y fija la práctica sólo en su forma suciamente judaica de manifestarse. Por tanto, no comprende la importancia de la actuación "revolucionaria", "práctico-crítica".


[II] El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico.


[III] La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por ej., en Robert Owen).

La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria.

[IV] Feuerbach arranca de la autoenajenación religiosa, del desdoblamiento del mundo en un mundo religioso, imaginario, y otro real. Su cometido consiste en disolver el mundo religioso, reduciéndolo a su base terrenal. No advierte que, después de realizada esta labor, queda por hacer lo principal. En efecto, el que la base terrenal se separe de sí misma y se plasme en las nubes como reino independiente, sólo puede explicarse por el propio desgarramiento y la contradicción de esta base terrenal consigo misma. Por tanto, lo primero que hay que hacer es comprender ésta en su contradicción y luego revolucionarla prácticamente eliminando la contradicción. Por consiguiente, después de descubrir, v. gr., en la familia terrenal el secreto de la sagrada familia, hay que criticar teóricamente y revolucionar prácticamente aquélla.

[V] Feuerbach, no contento con el pensamiento abstracto, apela a la contemplación sensorial; pero no concibe la sensoriedad como una actividad sensorial humana práctica.

[VI] Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales. Feuerbach, que no se ocupa de la crítica de esta esencia real, se ve, por tanto, obligado:
A hacer abstracción de la trayectoria histórica, enfocando para sí el sentimiento religioso (Gemüt) y presuponiendo un individuo humano abstracto, aislado.


En él, la esencia humana sólo puede concebirse como "género", como una generalidad interna, muda, que se limita a unir naturalmente los muchos individuos.

[VII] Feuerbach no ve, por tanto, que el "sentimiento religioso" es también un producto social y que el individuo abstracto que él analiza pertenece, en realidad, a una determinada forma de sociedad.


[VIII] La vida social es, en esencia, práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esa práctica.

[IX] A lo que más llega el materialismo contemplativo, es decir, el materialismo que no concibe la sensoriedad como actividad práctica, es a contemplar a los distintos individuos dentro de la "sociedad civil".

[X] El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad "civil; el del nuevo materialismo, la sociedad humana o la humanidad socializada.

[XI] Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.








Federico Engels Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana


ÍNDICE
Escrito: En 1886.
Primera Edición: En 1886, en los cuadernos 4 y 5 de la revista Neue Zeit.
Digitalización: 
Biblioteca Virtual Espartaco, 2000.
Esta Edición: Marxists Internet Archive, Noviembre de 2000



NOTA PRELIMINAR PARA LA EDICION DE 1888

En el prólogo a su obra "Contribución a la crítica de la Economía política" (Berlín, 1859), cuenta Carlos Marx cómo en 1845, encontrándonos ambos en Bruselas, acordamos «contrastar conjuntamente nuestro punto de vista» —a saber: la concepción materialista de la historia, fruto sobre todo de los estudios de Marx— «en oposición al punto de vista ideológico de la filosofía alemana; en realidad, a liquidar con nuestra conciencia filosófica anterior. El propósito fue realizado bajo la forma de una crítica de la filosofía posthegeliana. El manuscrito —dos gruesos volúmenes en octavo— llevaba ya la mar de tiempo en Westfalia, en el sitio en que había de editarse, cuando nos enteramos de que nuevas circunstancias imprevistas impedían su publicación. En vista de ello, entregamos el manuscrito a la crítica roedora de los ratones, muy de buen grado, pues nuestro objeto principal: esclarecer nuestras propias ideas, estaba ya conseguido».


Desde entonces han pasado más de cuarenta años, y Marx murió sin que a ninguno de los dos se nos presentase ocasión de volver sobre el tema. Acerca de nuestra actitud ante Hegel, nos hemos pronunciado alguna que otra vez, pero nunca de un modo completo y detallado. De Feuerbach, aunque en ciertos aspectos representa un eslabón intermedio entre la filosofía hegeliana y nuestra concepción, no habíamos vuelto a ocuparnos nunca.


Entretanto, la concepción marxista del mundo ha encontrado adeptos mucho más allá de las fronteras de Alemania y de Europa y en todos los idiomas cultos del mundo. Por otra parte, la filosofía clásica alemana experimenta en el extranjero, sobre todo en Inglaterra y en los países escandinavos, una especie de renacimiento, y hasta en Alemania parecen estar ya hartos de la bazofia ecléctica que sirven en aquellas Universidades, con el nombre de filosofía.

En estas circunstancias, parecíame cada vez más necesario exponer, de un modo conciso y sistemático, nuestra actitud ante la filosofía hegeliana, mostrar cómo nos había servido de punto de partida y cómo nos separamos de ella. Parecíame también que era saldar una deuda de honor, reconocer plenamente la influencia que Feuerbach, más que ningún otro filósofo posthegeliano, ejerciera sobre nosotros durante nuestro período de embate y lucha. Por eso, cuando la redacción de "Neue Zeit" me pidió que hiciese la crítica del libro de Starcke sobre Feuerbach, aproveché de buen grado la ocasión. Mi trabajo se publicó en dicha revista (cuadernos 4 y 5 de 1886) y ve la luz aquí, en tirada aparte y revisado.

Antes de mandar estas líneas a la imprenta, he vuelto a buscar y a repasar el viejo manuscrito de 1845-46 . La parte dedicada a Feuerbach no está terminada. La parte acabada se reduce a una exposición de la concepción materialista de la historia, que sólo demuestra cuán incompletos eran todavía por aquel entonces, nuestros conocimientos de historia económica. En el manuscrito no figura la crítica de la doctrina feuerbachiana; no servía, pues, para el objeto deseado. En cambio, he encontrado en un viejo cuaderno de Marx las once tesis sobre Feuerbach que se insertan en el apéndice. Trátase de notas tomadas para desarrollarlas más tarde, notas escritas a vuelapluma y no destinadas en modo alguno a la publicación, pero de un valor inapreciable, por ser el primer documento en que se contiene el germen genial de la nueva concepción del mundo.

Londres, 21 de febrero de 1888

                                 Capítulo I

Este libro[1] nos retrotrae a un período que, separado de nosotros en el tiempo por una generación, es a pesar de ello tan extraño para los alemanes de hoy, como si desde entonces hubiera pasado un siglo entero. Y sin embargo, este período fue el de la preparación de Alemania para la revolución de 1848; y cuanto ha sucedido de entonces acá en nuestro país, no es más que una continuación de 1848, la ejecución del testamento de la revolución.


Lo mismo que en Francia en el siglo XVIII, en la Alemania del siglo XIX la revolución filosófica fue el preludio del derrumbamiento político. Pero ¡cuán distintas la una de la otra! Los franceses, en lucha franca con toda la ciencia oficial, con la Iglesia, e incluso no pocas veces con el Estado; sus obras, impresas al otro lado de la frontera, en Holanda o en Inglaterra, y además, los autores, con harta frecuencia, dando con sus huesos en la Bastilla. En cambio los alemanes, profesores en cuyas manos ponía el Estado la educación de la juventud; sus obras, libros de texto consagrados; y el sistema que coronaba todo el proceso de desarrollo, el sistema de Hegel, ¡elevado incluso, en cierto grado, al rango de filosofía oficial del Estado monárquico prusiano! ¿Era posible que detrás de estos profesores, detrás de sus palabras pedantescamente oscuras, detrás de sus tiradas largas y aburridas, se escondiese la revolución? Pues, ¿no eran precisamente los hombres a quienes entonces se consideraba como los representantes de la revolución, los liberales, los enemigos más encarnizados de esta filosofía que embrollaba las cabezas? Sin embargo, lo que no alcanzaron a ver ni el gobierno ni los liberales, lo vio ya en 1833, por lo menos un hombre; cierto es que este hombre se llamaba Enrique Heine [2].

Pongamos un ejemplo. No ha habido tesis filosófica sobre la que más haya pesado la gratitud de gobiernos miopes y la cólera de liberales, no menos cortos de vista, como sobre la famosa tesis de Hegel:

«Todo lo real es racional, y todo lo racional es real» [3].




¿No era esto, palpablemente, la canonización de todo lo existente, la bendición filosófica dada al despotismo, al Estado policíaco, a la justicia de gabinete, a la censura? Así lo creía, en efecto, Federico Guillermo III; así lo creían sus súbditos. Pero, para Hegel, no todo lo que existe, ni mucho menos, es real por el solo hecho de existir. En su doctrina, el atributo de la realidad sólo corresponde a lo que, además de existir, es necesario.

«La realidad, al desplegarse, se revela como necesidad»;

por eso Hegel no reconoce, ni mucho menos, como real, por el solo hecho de dictarse, una medida cualquiera de gobierno: él mismo pone el ejemplo «de cierto sistema tributario». Pero todo lo necesario se acredita también, en última instancia, como racional. Por tanto, aplicada al Estado prusiano de aquel entonces, la tesis hegeliana sólo puede interpretarse así: este Estado es racional, ajustado a la razón, en la medida en que es necesario; si, no obstante eso, nos parece malo, y, a pesar de serlo, sigue existiendo, esta maldad del gobierno tiene su justificación y su explicación en la maldad de sus súbditos. Los prusianos de aquella época tenían el gobierno que se merecían.


Ahora bien; según Hegel, la realidad no es, ni mucho menos, un atributo inherente a una situación social o política dada en todas las circunstancias y en todos los tiempos. Al contrario. La república romana era real, pero el imperio romano que la desplazó lo era también. En 1789, la monarquía francesa se había hecho tan irreal, es decir, tan despojada de toda necesidad, tan irracional, que hubo de ser barrida por la gran Revolución, de la que Hegel hablaba siempre con el mayor entusiasmo. Como vemos, aquí lo irreal era la monarquía y lo real la revolución. Y así, en el curso del desarrollo, todo lo que un día fue real se torna irreal, pierde su necesidad, su razón de ser, su carácter racional, y el puesto de lo real que agoniza es ocupado por una realidad nueva y vital; pacíficamente, si lo caduco es lo bastante razonable para resignarse a desaparecer sin lucha; por la fuerza, si se rebela contra esta necesidad. De este modo, la tesis de Hegel se torna, por la propia dialéctica hegeliana, en su reverso: todo lo que es real, dentro de los dominios de la historia humana, se convierte con el tiempo en irracional; lo es ya, de consiguiente, por su destino, lleva en sí de antemano el germen de lo irracional; y todo lo que es racional en la cabeza del hombre se halla destinado a ser un día real, por mucho que hoy choque todavía con la aparente realidad existente. La tesis de que todo lo real es racional se resuelve, siguiendo todas las reglas del método discursivo hegeliano, en esta otra: todo lo que existe merece perecer.

Y en esto precisamente estribaba la verdadera significación y el carácter revolucionario de la filosofía hegeliana (a la que habremos de limitarnos aquí, como remate de todo el movimiento filosófico iniciado con Kant): en que daba al traste para siempre con el carácter definitivo de todos los resultados del pensamiento y de la acción del hombre. En Hegel, la verdad que trataba de conocer la filosofía no era ya una colección de tesis dogmáticas fijas que, una vez encontradas, sólo haya que aprenderse de memoria; ahora, la verdad residía en el proceso mismo del conocer, en la larga trayectoria histórica de la ciencia, que, desde las etapas inferiores, se remonta a fases cada vez más altas de conocimiento, pero sin llegar jamás, por el descubrimiento de una llamada verdad absoluta, a un punto en que ya no pueda seguir avanzando, en que sólo le reste cruzarse de brazos y sentarse a admirar la verdad absoluta conquistada. Y lo mismo que en el terreno de la filosofía, en los demás campos del conocimiento y en el de la actuación práctica. La historia, al igual que el conocimiento, no puede encontrar jamás su remate definitivo en un estado ideal perfecto de la humanidad; una sociedad perfecta, un «Estado» perfecto, son cosas que sólo pueden existir en la imaginación; por el contrario: todos los estadios históricos que se suceden no son más que otras tantas fases transitorias en el proceso infinito de desarrollo de la sociedad humana, desde lo inferior a lo superior. Todas las fases son necesarias, y por tanto, legítimas para la época y para las condiciones que las engendran; pero todas caducan y pierden su razón de ser, al surgir condiciones nuevas y superiores, que van madurando poco a poco en su propio seno; tienen que ceder el paso a otra fase más alta, a la que también le llegará, en su día, la hora de caducar y perecer. Del mismo modo que la burguesía, por medio de la gran industria, la libre concurrencia y el mercado mundial, acaba prácticamente con todas las instituciones estables, consagradas por una venerable antigüedad, esta filosofía dialéctica acaba con todas las ideas de una verdad absoluta y definitiva y de estados absolutos de la humanidad, congruentes con aquélla. Ante esta filosofía, no existe nada definitivo, absoluto, consagrado; en todo pone de relieve lo que tiene de perecedero, y no deja en pie más que el proceso ininterrumpido del devenir y del perecer, un ascenso sin fin de lo inferior a lo superior, cuyo mero reflejo en el cerebro pensante es esta misma filosofía. Cierto es que tiene también un lado conservador, en cuanto que reconoce la legitimidad de determinadas fases sociales y de conocimiento, para su época y bajo sus circunstancias; pero nada más. El conservadurismo de este modo de concebir es relativo; su carácter revolucionario es absoluto, es lo único absoluto que deja en pie.


No necesitamos deternos aquí a indagar si este modo de concebir concuerda totalmente con el estado actual de las Ciencias Naturales, que pronostican a la existencia de la misma Tierra un fin posible y a su habitabilidad un fin casi seguro; es decir, que asignan a la historia humana no sólo una vertiente ascendente, sino también otra descendente. En todo caso, nos encontramos todavía bastante lejos de la cúspide desde la que empieza a declinar la historia de la sociedad, y no podemos exigir tampoco a la filosofía hegeliana que se ocupase de un problema que las Ciencias Naturales de su época no habían puesto aún a la orden del día.


Lo que sí tenemos que decir es que en Hegel no aparece desarrollada con tanta nitidez la anterior argumentación. Es una consecuencia necesaria de su método, pero el autor no llegó nunca a deducirla con esta claridad. Por la sencilla razón de que Hegel veíase coaccionado por la necesidad de construir un sistema, y un sistema filosófico tiene que tener siempre, según las exigencias tradicionales, su remate en un tipo cualquiera de verdad absoluta. Por tanto, aunque Hegel, sobre todo en su "Lógica", insiste en que esta verdad absoluta no es más que el mismo proceso lógico (y, respectivamente, histórico), verse obligado a poner un fin a este proceso, ya que necesariamente tenía que llegar a un fin, cualquiera que fuere, con su sistema. En la "Lógica" puede tomar de nuevo este fin como punto de arranque, puesto que aquí el punto final, la idea absoluta —que lo único que tiene de absoluto es que no sabe decirnos absolutamente nada acerca de ella— se «enajena», es decir, se transforma en la naturaleza, para recobrar más tarde su ser en el espíritu, o sea en el pensamiento y en la historia. Pero, al final de toda la filosofía no hay más que un camino para producir semejante trueque del fin en el comienzo: decir que el término de la historia es el momento en que la humanidad cobra conciencia de esta misma idea absoluta y proclama que esta conciencia de la idea absoluta se logra en la filosofía hegeliana. Mas, con ello, se erige en verdad absoluta todo el contenido dogmático del sistema de Hegel, en contradicción con su método dialéctico, que destruye todo lo dogmático; con ello, el lado revolucionario de esta filosofía queda asfixiado bajo el peso de su lado conservador hipertrofiado. Y lo que decimos del conocimiento filosófico, es aplicable también a la práctica histórica. La humanidad, que en la persona de Hegel fue capaz de llegar a descubrir la idea absoluta, tiene que hallarse también en condiciones de poder implantar prácticamente en la realidad esta idea absoluta. Los postulados políticos prácticos que la idea absoluta plantea a sus contemporáneos no deben ser, por tanto, demasiado exigentes. Y así, al final de la "Filosofía del Derecho" nos encontramos con que la idea absoluta había de realizarse en aquella monarquía por estamentos que Federico Guillermo III prometiera a sus súbditos tan tenazmente y tan en vano; es decir, en una dominación indirecta limitada y moderada de las clases poseedoras, adaptada a las condiciones pequeñoburguesas de la Alemania de aquella época; demostrándosenos además, por vía especulativa, la necesidad de la aristocracia.


Como se ve, ya las necesidades internas del sistema alcanzan a explicar la deducción de una conclusión política extremadamente tímida, por medio de un método discursivo absolutamente revolucionario. Claro está que la forma específica de esta conclusión proviene del hecho de que Hegel era un alemán, que, al igual que su contemporáneo Goethe, enseñaba siempre la oreja del filisteo. Tanto Goethe como Hegel eran, cada cual en su campo, verdaderos Júpiter olímpicos, pero nunca llegaron a desprenderse por entero de lo que tenían de filisteos alemanes.


Mas todo esto no impedía al sistema hegeliano abarcar un campo incomparablemente mayor que cualquiera de los que le habían precedido, y desplegar dentro de este campo una riqueza de pensamiento que todavía hoy causa asombro. Fenomenología del espíritu (que podríamos calificar de paralelo de la embriología y de la paleontología del espíritu: el desarrollo de la conciencia individual a través de sus diversas etapas, concebido como la reproducción abreviada de las fases que recorre históricamente la conciencia del hombre), Lógica, Filosofía de la naturaleza, Filosofía del espíritu, esta última investigada a su vez en sus diversas subcategorías históricas: Filosofía de la Historia, del Derecho, de la Religión, Historia de la Filosofía, Estética, etc.; en todos estos variados campos históricos trabajó Hegel por descubrir y poner de relieve el hilo de engarce del desarrollo; y como no era solamente un genio creador, sino que poseía además una erudición enciclopédica, sus investigaciones hacen época en todos ellos. Huelga decir que las exigencias del «sistema» le obligan, con harta frecuencia, a recurrir a estas construcciones forzadas que todavía hacen poner el grito en el cielo a los pigmeos que le combaten. Pero estas construcciones no son más que el marco y el andamiaje de su obra; si no nos detenemos ante ellas más de lo necesario y nos adentramos bien en el gigantesco edificio, descubrimos incontables tesoros que han conservado hasta hoy día todo su valor. El «sistema» es, cabalmente, lo efímero en todos los filósofos, y lo es precisamente porque brota de una necesidad imperecedera del espíritu humano: la necesidad de superar todas las contradicciones. Pero superadas todas las contradicciones de una vez y para siempre, hemos llegado a la llamada verdad absoluta, la historia del mundo se ha terminado, y, sin embargo, tiene que seguir existiendo, aunque ya no tenga nada que hacer, lo que representa, como se ve, una nueva e insoluble contradicción. Tan pronto como descubrimos —y en fin de cuentas, nadie nos ha ayudado más que Hegel a descubrirlo— que planteada así la tarea de la filosofía, no significa otra cosa que pretender que un solo filósofo nos dé lo que sólo puede darnos la humanidad entera en su trayectoria de progreso; tan pronto como descubrimos esto, se acaba toda filosofía, en el sentido tradicional de esta palabra. La «verdad absoluta», imposible de alcanzar por este camino e inasequible para un solo individuo, ya no interesa, y lo que se persigue son las verdades relativas, asequibles por el camino de las ciencias positivas y de la generalización de sus resultados mediante el pensamiento dialéctico. Con Hegel termina, en general, la filosofía; de un lado, porque en su sistema se resume del modo más grandioso toda la trayectoria filosófica; y, de otra parte, porque este filósofo nos traza, aunque sea inconscientemente, el camino para salir de este laberinto de los sistemas hacia el conocimiento positivo y real del mundo.

Fácil es comprender cuán enorme tenía que ser la resonancia de este sistema hegeliano en una atmósfera como la de Alemania, teñida de filosofía. Fue una carrera triunfal que duró décadas enteras y que no terminó, ni mucho menos, con la muerte de Hegel. Lejos de ello, fue precisamente en los años de 1830 a 1840 cuando la «hegeliada» alcanzó la cumbre de su imperio exclusivo, llegando a contagiar más o menos hasta a sus mismos adversarios; fue durante esta época cuando las ideas de Hegel penetraron en mayor abundancia, consciente o inconscientemente, en las más diversas ciencias, y también, como fermento, en la literatura popular y en la prensa diaria, de las que se nutre ideológicamente la vulgar «conciencia culta». Pero este triunfo en toda la línea no era más que el preludio de una lucha intestina.


Como hemos visto, la doctrina de Hegel, tomada en conjunto, dejaba abundante margen para que en ella se albergasen las más diversas ideas prácticas de partido; y en la Alemania teórica de aquel entonces, había sobre todo dos cosas que tenían una importancia práctica: la religión y la política. Quien hiciese hincapié en el sistema de Hegel, podía ser bastante conservador en ambos terrenos; quien considerase como lo primordial el método dialéctico, podía figurar, tanto en el aspecto religioso como en el aspecto político, en la extrema oposición. Personalmente, Hegel parecía más bien inclinarse, en conjunto —pese a las explosiones de cólera revolucionaria bastante frecuentes en sus obras—, del lado conservador; no en vano su sistema le había costado harto más «duro trabajo discursivo» que su método. Hacia fines de la década del treinta, la escisión de la escuela hegeliana fue haciéndose cada vez más patente. El ala izquierda, los llamados jóvenes hegelianos, en su lucha contra los ortodoxos pietistas y los reaccionarios feudales, iban echando por la borda, trozo a trozo, aquella postura filosófico-elegante de retraimiento ante los problemas candentes del día, que hasta allí había valido a sus doctrinas la tolerancia y la protección del Estado. En 1840, cuando la beatería ortodoxa y la reacción feudal-absolutista subieron al trono con Federico Guillermo IV, ya no había más remedio que tomar abiertamente partido. La lucha seguía dirimiéndose con armas filosóficas, pero ya no se luchaba por objetivos filosóficos abstractos; ahora, tratábase ya, directamente, de acabar con la religión heredada y con el Estado existente. Aunque en los "Deutsche Jahrbücher" [4] los objetivos finales de carácter práctico se vistiesen todavía preferentemente con ropaje filosófico, en la "Rheinische Zeitung" [5] de 1842 la escuela de los jóvenes hegelianos se presentaba ya abiertamente como la filosofía de la burguesía radical ascendente, y sólo empleaba la capa filosófica para engañar a la censura.


Pero, en aquellos tiempos, la política era una materia espinosa; por eso los tiros principales se dirigían contra la religión; si bien es cierto que esa lucha era también, indirectamente, sobre todo desde 1840, una batalla política. El primer impulso lo había dado Strauss, en 1835, con su "Vida de Jesús". Contra la teoría de la formación de los mitos evangélicos, desarrollada en ese libro, se alzó más tarde Bruno Bauer, demostrando que una serie de relatos del Evangelio habían sido fabricados por sus mismos autores. Esta polémica se riñó bajo el disfraz filosófico de una lucha de la «autoconciencia» contra la «sustancia»; la cuestión de si las leyendas evangélicas de los milagros habían nacido de los mitos creados de un modo espontáneo y por la tradición en el seno de la comunidad religiosa o habían sido sencillamante fabricados por los evangelistas, se hinchó hasta convertirse en el problema de si la potencia decisiva que marca el rumbo de la historia universal es la «sustancia» o la «autoconciencia»; hasta que, por último, vino Stirner, el profeta del anarquismo moderno —Bakunin ha tomado muchísimo de él— y coronó la «conciencia» soberana con su «Único» soberano [6].


No queremos detenernos a examinar este aspecto del proceso de descomposición de la escuela hegeliana. Más importante para nosotros es saber esto: que la masa de los jóvenes hegelianos más decididos hubieron de recular, obligados por la necesidad práctica de luchar contra la religión positiva, hasta el materialismo anglofrancés. Y al llegar aquí, se vieron envueltos en un conflicto con su sistema de escuela. Mientras que para el materialismo lo único real es la naturaleza, en el sistema hegeliano ésta representa tan sólo la «enajenación» de la idea absoluta, algo así como una degradación de la idea; en todo caso, aquí el pensar y su producto discursivo, la idea, son lo primario, y la naturaleza lo derivado, lo que en general sólo por condescendencia de la idea puede existir. Y alrededor de esta contradicción se daban vueltas y más vueltas, bien o mal, como se podía.


Fue entonces cuando apareció "La esencia del cristianismo" (1841) de Feuerbach. Esta obra pulverizó de golpe la contradicción, restaurando de nuevo en el trono, sin más ambages, el materialismo. La naturaleza existe independientemente de toda filosofía; es la base sobre la que crecieron y se desarrollaron los hombres, que son también, de suyo, productos naturales; fuera de la naturaleza y de los hombres, no existe nada, y los seres superiores que nuestra imaginación religiosa ha forjado no son más que otros tantos reflejos fantásticos de nuestro propio ser. El maleficio quedaba roto; el «sistema» saltaba hecho añicos y se le daba de lado. Y la contradicción, como sólo tenía una existencia imaginaria, quedaba resuelta. Sólo habiendo vivido la acción liberadora de este libro, podría uno formarse una idea de ello. El entusiasmo fue general: al punto todos nos convertimos en feuerbachianos. Con qué entusiasmo saludó Marx la nueva idea y hasta qué punto se dejó influir por ella —pese a todas sus reservas críticas—, puede verse leyendo "La Sagrada Familia".


Hasta los mismos defectos del libro contribuyeron a su éxito momentáneo. El estilo ameno, a ratos incluso ampuloso, le aseguró a la obra un mayor público y era desde luego un alivio, después de tantos y tantos años de hegelismo abstracto y abstruso. Otro tanto puede decirse de la exaltación exagerada del amor, disculpable, pero no justificable, después de tanta y tan insoportable soberanía del «pensar duro». Pero no debemos olvidar que estos dos flacos de Feuerbach fueron precisamente los que sirvieron de asidero a aquel «verdadero socialismo» que desde 1844 empezó a extenderse por la Alemania «culta» como una plaga, y que sustituía el conocimiento científico por la frase literaria, la emancipación del proletariado mediante la transformación económica de la producción por la liberación de la humanidad por medio del «amor»; en una palabra, que se perdía en esa repugnante literatura y en esa exacerbación amorosa cuyo prototipo era el señor Karl Grün.


Otra cosa que tampoco hay que olvidar es que la escuela hegeliana se había deshecho, pero la filosofía de Hegel no había sido críticamente superada. Strauss y Bauer habían tomado cada uno un aspecto de ella, y lo enfrentaban polémicamente con el otro. Feuerbach rompió el sistema y lo echó sencillamente a un lado. Pero para liquidar una filosofía no basta, pura y simplemente, con proclamar que es falsa. Y una obra tan gigantesca como era la filosofía hegeliana, que había ejercido una influencia tan enorme sobre el desarrollo espiritual de la nación, no se eliminaba por el solo hecho de hacer caso omiso de ella. Había que «suprimirla» en el sentido que ella misma emplea, es decir, destruir críticamente su forma, pero salvando el nuevo contenido logrado por ella. Cómo se hizo esto, lo diremos más adelante.

Mientras tanto, vino la revolución de 1848 y echó a un lado toda la filosofía, con el mismo desembarazo con que Feuerbach había echado a un lado a su Hegel. Y con ello, pasó también a segundo plano el propio Feuerbach.



NOTAS
[1]"Ludwig Feuerbach", por el doctor en Filosofía C. N. Starcke. Ed. de Ferd. Encke, Stuttgart, 1885.
[2]  En 1833-1834, Heine publicó sus obras "Escuela romántica" y "Contribución a la historia de la religión y de la filosofía en Alemania", en las que defendía la idea de que la revolución filosófica en Alemania, cuya etapa final era entonces la filosofía de Hegel, era el prólogo de la inminente revolución democrática en el país.
[3]   Véase Hegel, "Filosofía del Derecho. Prefacio".
[4]  "Deutsche Jabrbücher für Wissenschaft und Kunst" («Anales Alemanes de Ciencia y Arte»): revista literario-filosófica de los jóvenes hegelianos; se publicó con ese nombre en Leipzig desde julio de 1841 hasta enero de 1843.
[5]   Rheinisehe Zeitung für Politik, Handel und Gewerbe («Periódico del Rin para cuestiones de política, comercio e industria»): diario que se publicó en Colonia del 1 de enero de 1842 al 31 de marzo de 1843. En abril de 1842, Marx comenzó a colaborar en él, y en octubre del mismo año pasó a ser uno de sus redactores; Engels colaboraba también en el periódico.
[6]  Trátase del libro de M. Stirner "Der Einzige und sein Eigenthum" («El único y su propiedad»), publicado en 1845 en Leipzig.


                                Capítulo II


El gran problema cardinal de toda la filosofía, especialmente de la moderna, es el problema de la relación entre el pensar y el ser. Desde los tiempos remotísimos, en que el hombre, sumido todavía en la mayor ignorancia acerca de la estructura de su organismo y excitado por las imágenes de los sueños [1], dio en creer que sus pensamientos y sus sensaciones no eran funciones [364] de su cuerpo, sino de un alma especial, que moraba en ese cuerpo y lo abandonaba al morir; desde aquellos tiempos, el hombre tuvo forzosamente que reflexionar acerca de las relaciones de esta alma con el mundo exterior. Si el alma se separaba del cuerpo al morir éste y sobrevivía, no había razón para asignarle a ella una muerte propia; así surgió la idea de la inmortalidad del alma, idea que en aquella fase de desarrollo no se concebía, ni mucho menos, como un consuelo, sino como una fatalidad ineluctable, y no pocas veces, cual entre los griegos, como un infortunio verdadero. No fue la necesidad religiosa del consuelo, sino la perplejidad, basada en una ignorancia generalizada, de no saber qué hacer con el alma —cuya existencia se había admitido— después de morir el cuerpo, lo que condujo, con carácter general, a la aburrida fábula de la inmortalidad personal. Por caminos muy semejantes, mediante la personificación de los poderes naturales, surgieron también los primeros dioses, que luego, al irse desarrollando la religión, fueron tomando un aspecto cada vez más ultramundano, hasta que, por último, por un proceso natural de abstracción, casi diríamos de destilación, que se produce en el transcurso del progreso espiritual, de los muchos dioses, más o menos limitados y que se limitaban mutuamente los unos a los otros, brotó en las cabezas de los hombres la idea de un Dios único y exclusivo, propio de las religiones monoteístas.


El problema de la relación entre el pensar y el ser, entre el espíritu y la naturaleza, problema supremo de toda la filosofía, tiene pues, sus raíces, al igual que toda religión, en las ideas limitadas e ignorantes del estado de salvajismo. Pero no pudo plantearse con toda nitidez, ni pudo adquirir su plena significación hasta que la humanidad europea despertó del prolongado letargo de la Edad Media cristiana. El problema de la relación entre el pensar y el ser, problema que, por lo demás, tuvo también gran importancia en la escolástica de la Edad Media; el problema de saber qué es lo primario, si el espíritu o la naturaleza, este problema revestía, frente a la Iglesia, la forma agudizada siguiente: ¿el mundo fue creado por Dios, o existe desde toda una eternidad?


Los filósofos se dividían en dos grandes campos, según la contestación que diesen a esta pregunta. Los que afirmaban el carácter primario del espíritu frente a la naturaleza, y por tanto admitían, en última instancia, una creación del mundo bajo una u otra forma (y en muchos filósofos, por ejemplo en Hegel, la génesis es bastante más embrollada e imposible que en la religión cristiana), formaban en el campo del idealismo. Los otros, los que reputaban la naturaleza como lo primario, figuran en las diversas escuelas del materialismo.


Las expresiones idealismo y materialismo no tuvieron, en un principio, otro significado, ni aquí las emplearemos nunca con otro sentido. Más adelante veremos la confusión que se origina cuando se le atribuye otra acepción.


Pero el problema de la relación entre el pensar y el ser encierra, además, otro aspecto, a saber: ¿qué relación guardan nuestros pensamientos acerca del mundo que nos rodea con este mismo mundo? ¿Es nuestro pensamiento capaz de conocer el mundo real; podemos nosotros, en nuestras ideas y conceptos acerca del mundo real, formarnos una imagen refleja exacta de la realidad? En el lenguaje filosófico, esta pregunta se conoce con el nombre de problema de la identidad entre el pensar y el ser y es contestada afirmativamente por la gran mayoría de los filósofos. En Hegel, por ejemplo, la contestación afirmativa cae de su propio peso, pues, según esta filosofía, lo que el hombre conoce del mundo real es precisamente el contenido discursivo de éste, aquello que hace del mundo una realización gradual de la idea absoluta, la cual ha existido en alguna parte desde toda una eternidad, independientemente del mundo y antes de él; y fácil es comprender que el pensamiento pueda conocer un contenido que es ya, de antemano, un contenido discursivo. Asimismo se comprende, sin necesidad de más explicaciones que lo que aquí se trata de demostrar, se contiene ya tácitamente en la premisa. Pero esto no impide a Hegel, ni mucho menos, sacar de su prueba de la identidad del pensar y el ser otra conclusión; que su filosofía por ser exacta para su pensar, es también la única exacta, y que la identidad del pensar y el ser ha de comprobarla la humanidad, transplantando inmediatamente su filosofía del terreno teórico al terreno práctico, es decir, transformando todo el universo con sujección a los principios hegelianos. Es ésta una ilusión que Hegel comparte con casi todos los filósofos.



Pero, al lado de éstos, hay otra serie de filósofos que niegan la posibilidad de conocer el mundo, o por lo menos de conocerlo de un modo completo. Entre ellos tenemos, de los modernos, a Hume y a Kant, que han desempeñado un papel considerable en el desarrollo de la filosofía. Los argumentos decisivos en refutación de este punto de vista han sido aportados ya por Hegel, en la medida en que podía hacerse desde una posición idealista; lo que Feuerbach añade de materialista, tiene más de ingenioso que de profundo. La refutación más contundente de estas extravagancias, como de todas las demás extravagancias filosóficas, es la práctica, o sea, el experimento y la industria. Si podemos demostrar la exactitud de nuestro modo de concebir un proceso natural reproduciéndolo nosotros mismos, creándolo como resultado de sus mismas condiciones, y si, además, lo ponemos al servicio de nuestros propios fines, damos al traste con la «cosa en sí» inaprensible de Kant. Las sustancias químicas producidas en el mundo vegetal y animal siguieron siendo «cosas en sí» inaprensibles hasta que la química orgánica comenzó a producirlas unas tras otras; con ello, la «cosa en sí» se convirtió en una cosa para nosotros, como por ejemplo, la materia colorante de la rubia, la alizarina, que hoy ya no extraemos de la raíz de aquella planta, sino que obtenemos del alquitrán de hulla, procedimiento mucho más barato y más sencillo. El sistema de Copérnico fue durante trescientos años una hipótesis, por la que se podía apostar cien, mil, diez mil contra uno, pero, a pesar de todo, una hipótesis; hasta que Leverrier, con los datos tomados de este sistema, no sólo demostró que debía existir necesariamente un planeta desconocido hasta entonces, sino que, además, determinó el lugar en que este planeta tenía que encontrarse en el firmamento, y cuando después Galle descubrió efectivamente este planeta [2], el sistema de Copérnico quedó demostrado. Si, a pesar de ello los neokantianos pretenden resucitar en Alemania la concepción de Kant y los agnósticos quieren hacer lo mismo con la concepción de Hume en Inglaterra (donde no había llegado nunca a morir del todo), estos intentos, hoy, cuando aquellas doctrinas han sido refutadas en la teoría y en la práctica desde hace tiempo, representan científicamente un retroceso, y prácticamente no son más que una manera vergonzante de aceptar el materialismo por debajo de cuerda y renegar de él públicamente.


Ahora bien, durante este largo período, desde Descartes hasta Hegel y desde Hobbes hasta Feuerbach, los filósofos no avanzaban impulsados solamente, como ellos creían, por la fuerza del pensamiento puro. Al contrario. Lo que en la realidad les impulsaba eran, precisamente, los progresos formidables y cada vez más raudos de las Ciencias Naturales y de la industria. En los filósofos materialistas, esta influencia aflora a la superficie, pero también los sistemas idealistas fueron llenándose más y más de contenido materialista y se esforzaron por conciliar panteísticamente la antítesis entre el espíritu y la materia; hasta que, por último, el sistema de Hegel ya no representaba por su método y su contenido más que un materialismo que aparecía invertido de una manera idealista.


Se explica, pues, que Starcke, para caracterizar a Feuerbach, empiece investigando su posición ante este problema cardinal de la relación entre el pensar y el ser. Después de una breve introducción, en la que se expone, empleando sin necesidad un lenguaje filosófico pesado, el punto de vista de los filósofos anteriores, especialmente a partir de Kant, y en la que Hegel pierde mucho por detenerse el autor con exceso de formalismo en algunos pasajes sueltos de sus obras, sigue un estudio minucioso sobre la trayectoria de la propia «metafísica» feuerbachiana, tal como se desprende de la serie de obras de este filósofo relacionadas con el problema que nos ocupa. Este estudio está hecho de modo cuidadoso y es bastante claro, aunque aparece recargado, como todo el libro, con un lastre de expresiones y giros filosóficos no siempre inevitables, ni mucho menos, y que resultan tanto más molestos cuanto menos se atiene el autor a la terminología de una misma escuela o a la del propio Feuerbach y cuanto más mezcla y baraja términos tomados de las más diversas escuelas, sobre todo de esas corrientes que ahora hacen estragos y que se adornan con el nombre de filosóficas.


La trayectoria de Feuerbach es la de un hegeliano —no del todo ortodoxo, ciertamente— que marcha hacia el materialismo; trayectoria que, al llegar a una determinada fase, supone una ruptura total con el sistema idealista de su predecesor. Por fin le gana con fuerza irresistible la convicción de que la existencia de la «idea absoluta» anterior al mundo, que preconiza Hegel, la «preexistencia de las categorías lógicas» antes que hubiese un mundo, no es más que un residuo fantástico de la fe en un creador ultramundano; de que el mundo material y perceptible por los sentidos, del que formamos parte también los hombres, es lo único real y de que nuestra conciencia y nuestro pensamiento, por muy transcendentes que parezcan, son el producto de un órgano material, físico: el cerebro. La materia no es un producto del espíritu, y el espíritu mismo no es más que el producto supremo de la materia. Esto es, naturalmente materialismo puro. Al llegar aquí, Feuerbach se atasca. No acierta a sobreponerse al prejuicio rutinario, filosófico, no contra la cosa, sino contra el nombre de materialismo. Dice:


«El materialismo es, para mí, el cimiento sobre el que descansa el edificio del ser y del saber del hombre; pero no es para mí lo que es para el fisiólogo, para el naturalista en sentido estricto, por ejemplo, para Moleschott, lo que forzosamente tiene que ser, además, desde su punto de vista y su profesión: el edificio mismo. Retrospectivamente, estoy en un todo de acuerdo con los materialistas, pero no lo estoy mirando hacia adelante».

Aquí Feuerbach confunde el materialismo, que es una concepción general del mundo basada en una interpretación determinada de las relaciones entre el espíritu y la materia, con la forma concreta que esta concepción del mundo revistió en una determinada fase histórica, a saber: en el siglo XVIII. Más aún, lo confunde con la forma achatada, vulgarizada, en que el materialismo del siglo XVIII perdura todavía hoy en las cabezas de naturalistas y médicos y como era pregonado en la década del 50 por los predicadores de feria Büchner, Vogt, y Moleschott. Pero, al igual que el idealismo, el materialismo recorre una serie de fases en su desarrollo. Cada descubrimiento trascendental, operado incluso en el campo de las Ciencias Naturales, le obliga a cambiar de forma; y desde que el método materialista se aplica también a la historia, se abre ante él un camino nuevo de desarrollo.

El materialismo del siglo pasado era predominantemente mecánico, porque por aquel entonces la mecánica, y además sólo la de los cuerpos sólidos —celestes y terrestres—, en una palabra, la mecánica de la gravedad, era, de todas las Ciencias Naturales, la única que había llegado en cierto modo a un punto de remate. La química sólo existía bajo una forma incipiente, flogística. La biología estaba todavía en mantillas; los organismos vegetales y animales sólo se habían investigado muy a bulto y se explicaban por medio de causas puramente mecánicas; para los materialistas del siglo XVIII, el hombre era lo que para Descartes el animal: una máquina. Esta aplicación exclusiva del rasero de la mecánica a fenómenos de naturaleza química y orgánica en los que, aunque rigen las leyes mecánicas, éstas pasan a segundo plano ante otras superiores a ellas, constituía una de las limitaciones específicas, pero inevitables en su época, del materialismo clásico francés.

La segunda limitación específica de este materialismo consistía en su incapacidad para concebir el mundo como un proceso, como una materia sujeta a desarrollo histórico. Esto correspondía al estado de las Ciencias Naturales por aquel entonces y al modo metafísico, es decir, antidialéctico, de filosofar que con él se relacionaba. Sabíase que la naturaleza se hallaba sujeta a perenne movimiento. Pero, según las ideas dominates en aquella época, este movimiento giraba no menos perennemente en un sentido circular, razón por la cual no se movía nunca de sitio, engendraba siempre los mismos resultados. Por aquel entonces, esta idea era inevitable. La teoría kantiana acerca de la formación del sistema solar acababa de formularse y se la consideraba todavía como una mera curiosidad. La historia del desarrollo de la Tierra, la geología, era aún totalmente desconocida y todavía no podía establecerse científicamente la idea de que los seres animados que hoy viven en la naturaleza son el resultado de un largo desarrollo, que va desde lo simple a lo complejo. La concepción antihistórica de la naturaleza era por tanto, inevitable. Esta concepción no se les puede echar en cara a los filósofos del siglo XVIII tanto menos por cuanto aparece también en Hegel. En éste, la naturaleza, como mera «enajenación» de la idea, no es susceptible de desarrollo en el tiempo, pudiendo sólo desplegar su variedad en el espacio, por cuya razón exhibe conjunta y simultáneamente todas las fases del desarrollo que guarda en su seno y se halla condenada a la repetición perpetua de los mismos procesos. Y este contrasentido de una evolución en el espacio, pero al margen del tiempo —factor fundamental de toda evolución—, se lo cuelga Hegel a la naturaleza precisamente en el momento en que se habían formado la Geología, la Embriología, la Fisiología vegetal y animal y la Química orgánica, y cuando por todas partes surgían, sobre la base de estas nuevas ciencias, atisbos geniales (por ejemplo, los de Goethe y Lamarck) de la que más tarde había de ser teoría de la evolución. Pero el sistema lo exigía así y, en gracia a él, el método tenía que hacerse traición a sí mismo.


Esta concepción antihistórica imperaba también en el campo de la historia. Aquí, la lucha contra los vestigios de la Edad Media tenía cautivas todas las miradas. La Edad Media era considerada como una simple interrupción de la historia por un estado milenario de barbarie general; los grandes progresos de la Edad Media, la expansión del campo cultural europeo, las grandes naciones de fuerte vitalidad que habían ido formándose unas junto a otras durante este período y, finalmente, los enormes progresos técnicos de los siglos XIV y XV: nada de esto se veía. Este criterio hacía imposible, naturalmente, penetrar con una visión racional en la gran concatenación histórica, y así la historia se utilizaba, a lo sumo, como una colección de ejemplos e ilustraciones para uso de filósofos.


Los vulgarizadores, que durante la década del 50 pregonaban el materialismo en Alemania, no salieron, ni mucho menos, del marco de la ciencia de sus maestros. A ellos, todos los progresos que habían hecho desde entonces las Ciencias Naturales sólo les servían como nuevos argumentos contra la existencia de un creador del mundo: y no eran ellos, ciertamente, los más llamados para seguir desarrollando la teoría. Y el idealismo, que había agotado ya toda su sapiencia y estaba herido de muerte por la revolución de 1848, podía morir, al menos, con la satisfacción de que, por el momento, la decadencia del materialismo era todavía mayor. Feuerbach tenía indiscutiblemente razón cuando se negaba a hacerse responsable de ese materialismo: pero a lo que no tenía derecho era a confundir la teoría de los predicadores de feria con el materialismo en general.


Sin embargo, hay que tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, en tiempos de Feuerbach las Ciencias Naturales se hallaban todavía de lleno dentro de aquel intenso estado de fermentación que no llegó a su clarificación ni a una conclusión relativa hasta los últimos quince años: se había aportado nueva materia de conocimientos en proporciones hasta entonces insólitas, pero hasta hace muy poco no se logró enlazar y articular, ni por tanto poner un orden en este caos de descubrimientos que se sucedían atropelladamente. Cierto es que Feuerbach pudo asistir todavía en vida a los tres descubrimientos decisivos: el de la célula, el de la transformación de la energía y el de la teoría de la evolución, que lleva el nombre de Darwin. Pero, ¿cómo un filósofo solitario podía, en el retiro del campo, seguir los progresos de la ciencia tan de cerca, que le fuese dado apreciar la importancia de descubrimientos que los mismos naturalistas discutían aún, por aquel entonces, o no sabían explotar suficientemente? Aquí, la culpa hay que echársela única y exclusivamente a las lamentables condiciones en que se desenvolvía Alemania, en virtud de las cuales las cátedras de filosofía eran monopolizadas por pedantes eclécticos aficionados a sutilezas, mientras que un Feuerbach, que estaba cien codos por encima de ellos, se aldeanizaba y se avinagraba en un pueblucho. No le hagamos, pues, a él responsable de que no se pusiese a su alcance la concepción histórica de la naturaleza, concepción que ahora ya es factible y que supera toda la unilateralidad del materialismo francés.


En segundo lugar, Feuerbach tiene toda la razón cuando dice que el materialismo puramente naturalista es «el cimiento sobre el que descansa el edificio del saber humano, pero no el edificio mismo».


En efecto, el hombre no vive solamente en la naturaleza, sino que vive también en la sociedad humana, y ésta posee igualmente su historia evolutiva y su ciencia, ni más ni menos que la naturaleza. Tratábase, pues, de poner en armonía con la base materialista, recontruyéndola sobre ella, la ciencia de la sociedad; es decir, el conjunto de las llamadas ciencias históricas y filosóficas. Pero esto no le fue dado a Feuerbach hacerlo. En este campo, pese al «cimiento», no llegó a desprenderse de las ataduras idealistas tradicionales, y él mismo lo reconoce con estas palabras:

«Retrospectivamente, estoy en un todo de acuerdo con los materialistas, pero no lo estoy mirando hacia adelante».

Pero el que aquí, en el campo social, no marchaba «hacia adelante», no se remontaba sobre sus posiciones de 1840 ó 1844, era el propio Feuerbach; y siempre, principalmente, por el aislamiento en que vivía, que le obligaba —a un filósofo como él, mejor dotado que ningún otro para la vida social— a extraer las ideas de su cabeza solitaria, en vez de producirlas por el contacto amistoso y el choque hostil con otros hombres de su calibre. Hasta qué punto seguía siendo idealista en este campo, lo veremos en detalle más adelante.


Aquí, diremos únicamente que Starcke va a buscar el idealismo de Feuerbach a mal sitio.


«Feuerbach es idealista, cree en el progreso de la humanidad» (pág. 19). «No obstante, la base, el cimiento de todo edificio sigue siendo el idealismo. El realismo no es, para nosotros, más que una salvaguardia contra los caminos falsos, mientras seguimos detrás de nuestras corrientes ideales. ¿Acaso la compasión, el amor y la pasión por la verdad y la justicia no son fuerzas ideales?» (pág. VIII)


En primer lugar, aquí el idealismo no significa más que la persecución de fines ideales. Y éstos guardan, a lo sumo, relación necesaria con el idealismo kantiano y su «imperativo categórico»; pero el propio Kant llamó a su filosofía «idealismo trascendental», no porque, ni mucho menos, girase también en torno a ideales éticos, sino por razones muy distintas, como Starcke recordará. La creencia supersticiosa de que el idealismo filosófico gira en torno a la fe en ideales éticos, es decir sociales, nació al margen de la filosofía, en la mente del filisteo alemán que se aprende de memoria en las poesías de Schiller las migajas de cultura filosófica que necesita. Nadie ha criticado con más dureza el impotente «imperativo categórico» de Kant —impotente, porque pide lo imposible, y por tanto no llega a traducirse en nada real—, nadie se ha burlado con mayor crueldad de ese fanatismo de filisteo por ideales irrealizables, a que ha servido de vehículo Schiller, como (véase, por ejemplo, la "Fenomenología"), precisamente, Hegel, el idealista consumado.

En segundo lugar, no se puede en modo alguno evitar que todo cuanto mueve al hombre tenga que pasar necesariamente por su cabeza: hasta el comer y el beber, procesos que comienzan con la sensación de hambre y sed, sentida por la cabeza, y terminan con la sensación de satisfacción, sentida también con la cabeza. Las impresiones que el mundo exterior produce sobre el hombre se expresan en su cabeza, se reflejan en ella bajo la forma de sentimientos, de pensamientos, de impulsos, de actos de voluntad; en una palabra, de «corrientes ideales», convirtiéndose en «factores ideales» bajo esta forma. Y si el hecho de que un hombre se deje llevar por estas «corrientes ideales» y permita que los «factores ideales» influyan en él, si este hecho le convierte en idealista, todo hombre de desarrollo relativamente normal será un idealista innato y ¿de dónde van a salir, entonces, los materialistas?


En tercer lugar, la convicción de que la humanidad, al menos actualmente, se mueve a grandes rasgos en un sentido progresivo, no tiene nada que ver con la antítesis de materialismo e idealismo. Los materialistas franceses abrigaban esta convicción hasta un grado casi fanático, no menos que los deístas [3] Voltaire y Rosseau, llegando por ella, no pocas veces, a los mayores sacrifios personales. Si alguien ha consagrado toda su vida a la «pasión por la verdad y la justicia» —tomando la frase en el buen sentido— ha sido, por ejemplo, Diderot. Por tanto, cuando Starcke clasifica todo esto como idealismo, con ello sólo demuestra que la palabra materialismo y toda la antítesis entre ambas posiciones perdió para él todo sentido.


El hecho es que Starcke hace aquí una concesión imperdonable —aunque tal vez inconsciente— a ese tradicional prejuicio de filisteo, establecido por largos años de calumnias clericales, contra el nombre de materialismo. El filisteo entiende por materialismo el comer y el beber sin tasa, la codicia, el placer de la carne, la vida regalona, el ansia de dinero, la avaricia, el afán de lucro y las estafas bursátiles; en una palabra, todos esos vicios infames a los que él rinde un culto secreto; y por idealismo, la fe en la virtud, en el amor al prójimo y, en general, en un «mundo mejor», de la que baladronea ante los demás y en la que él mismo sólo cree, a lo sumo, mientras atraviesa por ese estado de desazón o de bancarrota que sigue a sus excesos «materialistas» habituales, acompañándose con su canción favorita: «¿Qué es el hombre? Mitad bestia, mitad ángel».

Por lo demás, Starcke se impone grandes esfuerzos para defender a Feuerbach contra los ataques y los dogmas de los auxiliares de cátedra que hoy alborotan en Alemania con el nombre de filósofos. Indudablemente, para quienes se interesen por estos epígonos de la filosofía clásica alemana, la defensa era importante; al propio Starcke pudo parecerle necesaria. Pero nosotros haremos gracia de ella al lector.




NOTAS
[1] Todavía hoy está generalizada entre los salvajes y entre los pueblos del estadio inferior de la barbarie la creencia de que las figuras humanas que se aparecen en sueños son almas que abandonan temporalmente sus cuerpos; y, por lo mismo, el hombre de carne y hueso se hace responsable por los actos que su imagen aparecida en sueños comete contra el que sueña. Así lo comprobó, por ejemplo, Jm Thurn en 1848, entre los indios de la Guayana.
[2] 191 Se refiere al planeta Neptuno, descubierto en 1846 por el astrónomo alemán J. Galle.
[3] 76 Deísmo: doctrina filosófico-religiosa que reconoce a Dios como causa primera racional impersonal del mundo, pero niega su intervención en la vida de la naturaleza y la sociedad.


                                 Capítulo III

Donde el verdadero idealismo de Feuerbach se pone de manifiesto, es en su filosofía de la religión y en su ética. Feuerbach no pretende, en modo alguno, acabar con la religión; lo que él quiere es perfeccionarla. La filosofía misma debe disolverse en la religión.


«Los períodos de la humanidad sólo se distinguen unos de otros por los cambios religiosos. Un movimiento histórico únicamente adquiere profundidad cuando va dirigido al corazón del hombre. El corazón no es una forma de la religión, como si ésta se albergase también en él; es la esencia de la religión» (citado por Starcke, pág. 168)


La religión es, para Feuerbach, la relación sentimental, la relación cordial de hombre a hombre, que hasta ahora buscaba su verdad en un reflejo fantástico de la realidad —por la mediación de uno o muchos dioses, reflejos fantásticos de las cualidades humanas— y ahora la encuentra, directamente, sin intermediario, en el amor entre el Yo y el Tú. Por donde, en Feuerbach, el amor sexual acaba siendo una de las formas supremas, si no la forma culminante, en que se practica su nueva religión.


Ahora bien; las relaciones de sentimientos entre seres humanos, y muy en particular entre los dos sexos, han existido desde que existe el hombre. El amor sexual, especialmente, ha experimentado durante los últimos 800 años un desarrollo y ha conquistado una posición que durante todo este tiempo le convirtieron en el eje alrededor del cual tenía que girar obligatoriamente toda la poesía. Las religiones positivas existentes se han venido limitando a dar su altísima bendición a la reglamentación del amor sexual por el Estado, es decir, a la legislación matrimonial, y podrían desaparecer mañana mismo en bloque sin que la práctica del amor y de la amistad se alterase en lo más mínimo. En efecto, desde 1793 hasta 1798, Francia vivió de hecho sin religión cristiana, hasta el punto de que el propio Napoleón, para restaurarla, no dejó de tropezar con resistencias y dificultades; y, sin embargo, durante este intervalo nadie sintió la necesidad de buscarle un sustitutivo en el sentido feuerbachiano.


El idealismo de Feuerbach estriba aquí en que para él las relaciones de unos seres humanos con otros, basadas en la mutua afección, como el amor sexual, la amistad, la compasión, el sacrificio, etc., no son pura y sencillamente lo que son de suyo, sin retrotraerlas en el recuerdo a una religión particular, que también para él forma parte del pasado, sino que adquieren su plena significación cuando aparecen consagradas con el nombre de religión. Para él, lo primordial, no es que estas relaciones puramente humanas existan, sino que se las considere como la nueva, como la verdadera religión. Sólo cobran plena legitimida cuando ostentan el sello religioso. La palabra religión viene de «religare» y significa, originariamente, unión. Por tanto, toda unión de dos seres humanos es una religión. Estos malabarismos etimológicos son el último recurso de la filosofía idealista. Se pretende que valga, no lo que las palabras significan con arreglo al desarrollo histórico de su empleo real, sino lo que deberían denotar por su origen. Y, de este modo, se glorifican como una «religión» el amor entre los dos sexos y las uniones sexuales, pura y exclusivamente para que no desaparezca del lenguaje la palabra religión, tan cara para el recuerdo idealista. Del mismo modo, exactamente, hablaban en la década del 40 los reformistas parisinos de la tendencia de Luis Blanc, que no pudiendo tampoco representarse un hombre sin religión más que como un monstruo, nos decían: «Donc, l'athéisme c'est votre religion!» [1] Cuando Feuerbach se empeña en encontrar la verdadera religión a base de una interpretación sustancialmente materialista de la naturaleza, es como si se empeñase en concebir la química moderna como la verdadera alquimia. Si la religión puede existir sin su Dios, la alquimia puede prescindir también de su piedra filosofal. Por lo demás, entre la religión y la alquimia media una relación muy estrecha. La piedra filosofal encierra muchas propiedades de las que se atribuyen a Dios, y los alquimistas egipcios y griegos de los dos primeros siglos de nuestra era tuvieron también arte y parte en la formación de la doctrina cristiana, como lo han demostrado los datos suministrados por Kopp y Berthelot.


La afirmación de Feuerbach de que los «períodos de la humanidad sólo se distinguen unos de otros por los cambios religiosos» es absolutamente falsa. Los grandes virajes históricos sólo han ido acompañados de cambios religiosos en lo que se refiere a las tres religiones universales que han existido hasta hoy: el budismo, el cristianismo y el islamismo. Las antiguas religiones tribales y nacionales nacidas espontáneamente no tenían un carácter proselitista y perdían toda su fuerza de resistencia en cuanto desaparecía la independencia de las tribus y de los pueblos que las profesaban; respecto a los germanos, bastó incluso para ello el simple contacto con el imperio romano en decadencia y con la religión universal del cristianismo, que este imperio acababa de abrazar y que tan bien cuadraba a sus condiciones económicas, políticas y espirituales. Sólo es en estas religiones universales, creadas más o menos artificialmente, sobre todo en el cristianismo y en el islamismo, donde pueden verse los movimientos históricos con un sello religioso; e incluso dentro del campo del cristianismo este sello religioso, tratándose de revoluciones de un alcance verdaderamente universal, se circunscribía a las primeras fases de la lucha de emancipación de la burguesía, desde el siglo XIII hasta el siglo XVII, y no se explica, como quiere Feuerbach, por el corazón del hombre y su necesidad de religión, sino por toda la historia medieval anterior, que no conocía más formas ideológicas que la de la religión y la teología. Pero en el siglo XVIII, cuando la burguesía fue ya lo bastante fuerte para tener también una ideología propia, acomodada a su posición de clase, hizo su grande y definitiva revolución, la revolución francesa, bajo la bandera exclusiva de ideas jurídicas y políticas, sin preocuparse de la religión más que en la medida en que le estorbaba; pero no se le ocurrió poner una nueva religión en lugar de la antigua; sabido es cómo Roberspierre fracasó en este empeño[2]


La posibilidad de experimentar sentimientos puramente humanos en nuestras relaciones con otros hombres se halla ya hoy bastante mermada por la sociedad erigida sobre los antagonismos y la dominación de clase en la que nos vemos obligados a movernos; no hay ninguna razón para que nosotros mismos la mermemos todavía más, divinizando esos sentimientos hasta hacer de ellos una religión. Y la comprensión de las grandes luchas históricas de clase se halla ya suficientemente enturbiada por los historiadores al uso, sobre todo en Alemania, para que acabemos nosotros de hacerla completamente imposible transformando esta historia de luchas en un simple apéndice de la historia eclesiástica. Ya esto sólo demuestra cuánto nos hemos alejado hoy de Feuerbach. Sus «pasajes más hermosos», festejando esta nueva religión del amor, hoy son ya ilegibles.


La única religión que Feuerbah investiga seriamente es el cristianismo, la religión universal del Occidente, basada en el monoteísmo. Feuerbach demuestra que el Dios de los cristianos no es más que el reflejo imaginativo, la imagen refleja del hombre. Pero este Dios es, a su vez, el producto de un largo proceso de abstracción, la quintaesencia concentrada de los muchos dioses tribales y nacionales que existían antes de él. Congruentemente, el hombre, cuya imagen refleja es aquel Dios, no es tampoco un hombre real, sino que es también la quintaesencia de muchos hombres reales, el hombre abstracto, y por tanto, una imagen mental también. Este Feuerbach que predica en cada página el imperio de los sentidos, la sumersión en lo concreto, en la realidad, se convierte, tan pronto como tiene que hablarnos de otras relaciones entre los hombres que no sean las simples relaciones sexuales, en un pensador completamente abstracto.
Para él, estas relaciones sólo tienen un aspecto: el de la moral. Y aquí vuelve a sorprendernos la pobreza asombrosa de Feuerbach, comparado con Hegel. En éste, la ética o teoría de la moral es la filosofía del Derecho y abarca: 1) el Derecho abstracto; 2) la moralidad; 3) la Ética, moral práctica, que, a su vez, engloba la familia, la sociedad civil y el Estado. Aquí, todo lo que tiene de idealista la forma, lo tiene de realista el contenido. Juntamente a la moral se engloba todo el campo del Derecho, de la Economía, de la Política. En Feuerbach, es al revés. Por la forma, Feuerbach es realista, arranca del hombre; pero, como no nos dice ni una palabra acerca del mundo en que vive, este hombre sigue siendo el mismo hombre abstracto que llevaba la batuta en la filosofía de la religión. Este hombre no ha nacido de vientre de mujer, sino que ha salido, como la mariposa de la crisálida, del Dios de las religiones monoteístas, y por tanto no vive en un mundo real, históricamente creado e históricamente determinado; entra en contacto con otros hombres, es cierto, pero éstos son tan abstractos como él. En la filosofía de la religión, existían todavía hombres y mujeres; en la ética, desaparece hasta esta última diferencia. Es cierto que en Feuerbach nos encontramos, muy de tarde en tarde, con afirmaciones como éstas:

«En un palacio se piensa de otro modo que en una cabaña»; «el que no tiene nada en el cuerpo, porque se muere de hambre y de miseria, no puede tener tampoco nada para la moral en la cabeza, en el espíritu, ni en el corazón»; «la política debe ser nuestra religión», etc.


Pero con estas afirmaciones no sabe llegar a ninguna conclusión; son, en él, simples frases, y hasta el propio Starcke se ve obligado a confesar que la política era, para Feuerbach, una frontera infranqueable y «la teoría de la sociedad, la Sociología, terra incognita».


La misma vulgaridad denota, si se le compara con Hegel en el modo como trata la contradicción entre el bien y el mal.
«Cuando se dice —escribe Hegel— que el hombre es bueno por naturaleza, se cree decir algo muy grande; pero se olvida que se dice algo mucho más grande cuando se afirma que el hombre es malo por naturaleza».

En Hegel, la maldad es la forma en que toma cuerpo la fuerza propulsora del desarrollo histórico. Y en este criterio se encierra un doble sentido, puesto que, de una parte, todo nuevo progreso representa necesariamente un ultraje contra algo santificado, una rebelión contra las viejas condiciones, agonizantes, pero consagradas por la costumbre; y, por otra parte, desde la aparición de los antagonismos de clase, son precisamente las malas pasiones de los hombres, la codicia y la ambición de mando, las que sirven de palanca del progreso histórico, de lo que, por ejemplo, es una sola prueba continuada la historia del feudalismo y de la burguesía. Pero a Feuerbach no se le pasa por las mientes investigar el papel histórico de la maldad moral. La historia es para él un campo desagradable y descorazonador. Hasta su fórmula:

«El hombre que brotó originariamente de la naturaleza era, puramente, un ser natural, y no un hombre. El hombre es un producto del hombre, de la cultura, de la historia»; hasta esta fórmula es, en sus manos, completamente estéril.


Con estas premisas, lo que Feuerbach pueda decirnos acerca de la moral tiene que ser, por fuerza, extremadamente pobre. El anhelo de dicha es innato al hombre y debe constituir, por tanto, la base de toda moral. Pero este anhelo de dicha sufre dos enmiendas. La primera es la que le imponen las consecuencias naturales de nuestros actos: detrás de la embriaguez, viene la desazón, y detrás de los excesos habituales, la enfermedad. La segunda se deriva de sus consecuencias sociales: si no respetamos el mismo anhelo de dicha de los demás éstos se defenderán y perturbarán, a su vez, el nuestro. De donde se sigue que, para dar satisfacción a este anhelo, debemos estas en condiciones de calcular bien las consecuencias de nuestros actos y, además, reconocer la igualdad de derecho de los otros a satisfacer el mismo anhelo. La limitación racional de la propia persona en cuanto a uno mismo, y amor —¡siempre el amor!— en nuestras relaciones para con los otros, son, por tanto, las reglas fundamentales de la moral feuerbachiana, de las que se derivan todas las demás. Para cubrir la pobreza y la vulgaridad de estas tesis, no bastan ni las ingeniosísimas consideraciones de Feuerbach, ni los calurosos elogios de Starcke.


El anhelo de dicha muy rara vez lo satisface el hombre —y nunca en provecho propio ni de otros— ocupándose de sí mismo. Tiene que ponerse en relación con el mundo exterior, encontrar medios para satisfacer aquel anhelo: alimento, un individuo del otro sexo, libros, conversación, debates, una actividad, objetos que consumir y que elaborar. O la moral feuerbachiana da por supuesto que todo hombre dispone de estos medios y objetos de satisfacción, o bien le da consejos excelentes, pero inaplicables, y no vale, por tanto, ni una perra chica para quienes carezcan de aquellos recursos. El propio Feuerbach lo declara lisa y llanamente:


«En un palacio se piensa de otro modo que en una cabaña; el que no tiene nada en el cuerpo, porque se muere de hambre y de miseria, no puede tener tampoco nada para la moral en la cabeza, en el espíritu ni en el corazón».

¿Acaso acontece algo mejor con la igualdad de derechos de los demás en cuanto a su anhelo de dicha? Feuerbach presenta este postulado con carácter absoluto, como valedero para todos los tiempos y todas las circunstancias, Pero, ¿desde cuándo rige? ¿Es que en la antigüedad se hablaba siquiera de reconocer la igualdad de derechos en cuanto al anhelo de dicha entre el amo y el esclavo, o en la Edad Media entre el barón y el siervo de la gleba? ¿No se sacrificaba a la clase dominante, sin miramiento alguno y «por imperio de la ley», el anhelo de dicha de la clase oprimida? —Sí, pero aquello era inmoral; hoy, en cambio, la igualdad de derechos está reconocida y sancionada—. Lo está sobre el papel, desde y a causa de que la burguesía, en su lucha contra el feudalismo y por desarrollar la producción capitalista, se vio obligada a abolir todos los privilegios de casta, es decir, los privilegios personales, proclamando primero la igualdad de los derechos privados y luego, poco a poco, la de los derechos públicos, la igualdad jurídica de todos los hombres. Pero el anhelo de dicha no se alimenta más que una parte mínima de derechos ideales; lo que más reclama son medios materiales, y en este terreno la producción capitalista se cuida de que la inmensa mayoría de los hombres equiparados en derechos sólo obtengan la dosis estrictamente necesaria para malvivir; es decir, apenas si respeta el principio de la igualdad de derechos en cuanto al anhelo de dicha de la mayoría —si es que lo hace— mejor que el régimen de la esclavitud o el de la servidumbre de la gleba. ¿Acaso es más consoladora la realidad, en lo que se refiere a los medios espirituales de dicha, a los medios de educación? ¿No es un personaje mítico hasta el célebre «maestro de escuela de Sadowa»? [3]?


Más aún. Según la teoría feuerbachiana de la moral, la Bolsa es el templo supremo de la moralidad... siempre que se especule con acierto. Si mi anhelo de dicha me lleva a la Bolsa y, una vez allí, sé medir tan certeramente las consecuencias de mis actos, que éstos sólo me acarrean ventajas y ningún perjuicio, es decir, que salgo siempre ganancioso, habré cumplido el precepto feuerbachiano. Y con ello, no lesiono tampoco el anhelo de dicha del otro, tan legítimo como el mío, pues el otro se ha dirigido a la Bolsa tan voluntariamente como yo, y, al cerrar conmigo el negocio de especulación, obedecía a su anhelo de dicha, ni más ni menos que yo al mío. Y si pierde su dinero, ello demuestra que su acción era inmoral por haber calculado mal sus consecuencias, y, al castigarle como se merece, puedo incluso darme un puñetazo en el pecho, orgullosamente, como un moderno Radamanto[4]. En la Bolsa impera también el amor, en cuanto que éste es algo más que una frase puramente sentimental, pues aquí cada cual encuentra en el otro la satisfacción de su anhelo de dicha, que es precisamente lo que el amor persigue y en lo que se traduce prácticamente. Por tanto, si juego en la Bolsa, calculando bien las consecuencias de mis operaciones, es decir, con fortuna, obro ajustándome a los postulados más severos de la moral feuerbachiana, y encima me hago rico. Dicho en otros términos, la moral de Feuerbach está cortada a la medida de la actual sociedad capitalista, aunque su autor no lo quisiese ni lo sospechase.

¡Pero el amor! Sí, el amor es, en Feuerbach, el hada maravillosa que ayuda a vencer siempre y en todas partes las dificultades de la vida práctica; y esto, en una sociedad dividida en clases, con intereses diametralmente opuestos. Con esto, desaparece de su filosofía hasta el último residuo de su carácter revolucionario, y volvemos a la vieja canción: amaos los unos a los otros, abrazaos sin distinción de sexos ni de posición social. ¡Es el sueño de la reconciliación universal!



Resumiendo. A la teoría moral de Feuerbach le pasa lo que a todas sus predecesoras. Está calculada para todos los tiempos, todos los pueblos y todas las circunstancias; razón por la cual no es aplicable nunca ni en parte alguna, resultando tan impotente frente a la realidad como el imperativo categórico de Kant. La verdad es que cada clase y hasta cada profesión tiene su moral propia, que viola siempre que puede hacerlo impunemente, y el amor, que tiene por misión hermanarlo todo, se manifiesta en forma de guerras, de litigios, de procesos, escándalos domésticos, divorcios y en la explotación máxima de los unos por los otros.


Pero, ¿cómo fue posible que el impulso gigantesco dado por Feuerbach resultase tan infecundo en él mismo? Sencillamente, porque Feuerbach no logra encontrar la salida del reino de las abstracciones, odiado mortalmente por él, hacia la realidad viva. Se aferra desesperadamente a la naturaleza y al hombre; pero en sus labios, la naturaleza y el hombre siguen siendo meras palabras. Ni acerca de la naturaleza real, ni acerca del hombre real, sabe decirnos nada concreto. Para pasar del hombre abstracto de Feuerbach a los hombres reales y vivientes, no hay más que un camino: verlos actuar en la historia. Pero Feuerbach se resistía contra esto; por eso el año 1848, que no logró comprender, no representó para él más que la ruptura definitiva con el mundo real, el retiro a la soledad. Y la culpa de esto vuelven a tenerla, principalmente, las condiciones de Alemania que le dejaron decaer miserablemente.

Pero el paso que Feuerbach no dio, había que darlo; había que sustituir el culto del hombre abstracto, médula de la nueva religión feuerbachiana, por la ciencia del hombre real y de su desenvolvimiento histórico. Este desarrollo de las posiciones feuerbachianas, superando a Feuerbach, fue iniciado por Marx en 1845, con "La Sagrada Familia".




NOTAS
[1] "¡Por tanto, el ateísmo es vuestra religión!" (N. de la Edit.)
[2] Se alude al intento de Robespierre de implantar la religión del «ser supremo». (N. de la Edit.)
[3] Expresión extendida en la publicística burguesa alemana después de la victoria de los prusianos en Sadowa que encerraba la idea de que la victoria de Prusia había sido condicionada por las ventajas del sistema prusiano de instrucción pública.
[4] Según un mito griego, Radamanto fue nombrado juez de los infiernos, por su espíritu justiciero. (N. de la Edit.)



                                    Capítulo IV

Strauss, Baur, Stirner, Feuerbach, eran todos, en la medida que se mantenían dentro del terreno filosófico, retoños de la filosofía hegeliana. Después de su "Vida de Jesús" y de su "Dogmática", Strauss sólo cultiva ya una especie de amena literatura filosófica e histórico-eclesiástica, a lo Renán; Bauer sólo aportó algo en el campo de la historia de los orígenes del cristianismo, pero en este terreno sus investigaciones tienen importancia; Stirner siguió siendo una curiosidad, aun después que Bakunin lo amalgamó con Proudhon y bautizó este acoplamiento con el nombre de «anarquismo». Feuerbach era el único que tenía importancia como filósofo. Pero la filosofía, esa supuesta ciencia de las ciencias que parece flotar sobre todas las demás ciencias específicas y las resume y sintetiza, no sólo siguió siendo para él un límite infranqueable, algo sagrado e intangible, sino que, además, como filósofo, Feuerbach se quedó a mitad de camino, por abajo era materialista y por arriba idealista; no liquidó críticamente con Hegel, sino que se limitó a echarlo a un lado como inservible, mientras que, frente a la riqueza enciclopédica del sistema hegeliano, no supo aportar nada positivo, más que una ampulosa religión del amor y una moral pobre e impotente.


Pero de la descomposición de la escuela hegeliana brotó además otra corriente, la única que ha dado verdaderos frutos, y esta corriente va asociada primordialmente al nombre de Marx [1].


También esta corriente se separó de filosofía hegeliana replegándose sobre las posiciones materialistas. Es decir, decidiéndose a concebir el mundo real —la naturaleza y la historia— tal como se presenta a cualquiera que lo mire sin quimeras idealistas preconcebidas; decidiéndose a sacrificar implacablemente todas las quimeras idealistas que no concordasen con los hechos, enfocados en su propia concatenación y no en una concatenación imaginaria. Y esto, y sólo esto, es lo que se llama materialismo. Sólo que aquí se tomaba realmente en serio, por vez primera, la concepción materialista del mundo y se la aplicaba consecuentemente —a lo menos, en sus rasgos fundamentales— a todos los campos posibles del saber.

Esta corriente no se contentaba con dar de lado a Hegel; por el contrario, se agarraba a su lado revolucionario, al método dialéctico, tal como lo dejamos descrito más arriba. Pero, bajo su forma hegeliana este método era inservible. En Hegel, la dialéctica es el autodesarrollo del concepto. El concepto absoluto no sólo existe desde toda una eternidad —sin que sepamos dónde—, sino que es, además, la verdadera alma viva de todo el mundo existente. El concepto absoluto se desarrolla hasta llegar a ser lo que es, a través de todas las etapas preliminares que se estudian por extenso en la "Lógica" y que se contienen todas en dicho concepto; luego, se «enajena» al convertirse en la naturaleza, donde, sin la conciencia de sí, disfrazado de necesidad natural, atraviesa por un nuevo desarrollo, hasta que, por último, recobra en el hombre la conciencia de sí mismo; en la historia, esta conciencia vuelve a elaborarse a partir de su estado tosco y primitivo, hasta que por fin el concepto absoluto recobra de nuevo su completa personalidad en la filosofía hegeliana. Como vemos en Hegel, el desarrollo dialéctico que se revela en la naturaleza y en la historia, es decir, la concatenación causal del progreso que va de lo inferior a lo superior, y que se impone a través de todos los zigzags y retrocesos momentáneos, no es más que un cliché del automovimiento del concepto; automovimiento que existe y se desarrolla desde toda una eternidad, no se sabe dónde, pero desde luego con independencia de todo cerebro humano pensante. Esta inversión ideológica era la que había que eliminar. Nosotros retornamos a las posiciones materialistas y volvimos a ver en los conceptos de nuestro cerebro las imágenes de los objetos reales, en vez de considerar a éstos como imágenes de tal o cual fase del concepto absoluto. Con esto, la dialéctica quedaba reducida a la ciencia de las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo exterior como el del pensamiento humano: dos series de leyes idénticas en cuanto a la esencia, pero distintas en cuanto a la expresión, en el sentido de que el cerebro humano puede aplicarlas conscientemente, mientras que en la naturaleza, y hasta hoy también, en gran parte, en la historia humana, estas leyes se abren paso de un modo inconsciente, bajo la forma de una necesidad exterior, en medio de una serie infinita de aparentes casualidades. Pero, con esto, la propia dialéctica del concepto se convertía simplemente en el reflejo consciente del movimiento dialéctico del mundo real, lo que equivalía a poner la dialéctica hegeliana cabeza abajo; o mejor dicho, a invertir la dialéctica, que estaba cabeza abajo, poniéndola de pie. Y, cosa notable, esta dialéctica materialista, que era desde hacía varios años nuestro mejor instrumento de trabajo y nuestra arma más afilada, no fue descubierta solamente por nosotros, sino también, independientemente de nosotros y hasta independientemente del propio Hegel, por un obrero alemán: Joseph Dietzgen [2].


[2] Véase "Das Wessen der menschlichen Kopfarbeit, von einem Handarbeiter", Hamburg, Meissner ("La naturaleza del trabajo intelectual del hombre, expuesta por un obrero manual", ed. Meissner, Hamburgo).





Con esto volvía a ponerse en pie el lado revolucionario de la filosofía hegeliana y se limpiaba al mismo tiempo de la costra idealista que en Hegel impedía su consecuente aplicación. La gran idea cardinal de que el mundo no puede concebirse como un conjunto de objetos terminados, sino como un conjunto de procesos, en el que las cosas que parecen estables, al igual que sus reflejos mentales en nuestras cabezas, los conceptos, pasan por una serie ininterrumpida de cambios, por un proceso de génesis y caducidad, a través de los cuales, pese a todo su aparente carácter fortuito y a todos los retrocesos momentáneos, se acaba imponiendo siempre una trayectoria progresiva; esta gran idea cardinal se halla ya tan arraigada, sobre todo desde Hegel, en la conciencia habitual, que expuesta así, en términos generales, apenas encuentra oposición. Pero una cosa es reconocerla de palabra y otra cosa es aplicarla a la realidad concreta, en todos los campos sometidos a investigación. Si en nuestras investigaciones nos colocamos siempre en este punto de vista, daremos al traste de una vez para siempre con el postulado de soluciones definitivas y verdades eternas; tendremos en todo momento la conciencia de que todos los resultados que obtengamos serán forzosamente limitados y se hallarán condicionados por las circunstancias en las cuales los obtenemos; pero ya no nos infundirán respeto esas antítesis irreductibles para la vieja metafísica todavía en boga: de lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo idéntico y lo distinto, lo necesario y lo fortuito; sabemos que estas antítesis sólo tienen un valor relativo, que lo que hoy reputamos como verdadero encierra también un lado falso, ahora oculto, pero que saldrá a la luz más tarde, del mismo modo que lo que ahora reconocemos como falso guarda su lado verdadero, gracias al cual fue acatado como verdadero anteriormente; que lo que se afirma necesario se compone de toda una serie de meras casualidades y que lo que se cree fortuito no es más que la forma detrás de la cual se esconde la necesidad, y así sucesivamente.


El viejo método de investigación y de pensamiento que Hegel llama «metafísico» método que se ocupaba preferentemente de la investigación de los objetos como algo heho y fijo, y cuyos residuos embrollan todavía con bastante fuerza las cabezas, tenía en su tiempo una gran razón histórica de ser. Había que investigar las cosas antes de poder investigar los procesos. Había que saber lo que era tal o cual objeto, antes de pulsar los cambios que en él se operaban. Y así acontecía en las Ciencias Naturales. La vieja metafísica que enfocaba los objetos como cosas fijas e inmutables, nació de una ciencia de la naturaleza que investigaba las cosas muertas y las vivas como objetos fijos e inmutables. Cuando estas investigaciones estaban ya tan avanzadas que era posible realizar el progreso decisivo consistente en pasar a la investigación sistemática de los cambios experimentados por aquellos objetos en la naturaleza misma, sonó también en el campo filosófico la hora final de la vieja metafísica. En efecto, si hasta fines del siglo pasado las Ciencias Naturales fueron predominantemente ciencias colectoras, ciencias de objetos hechos, en nuestro siglo son ya ciencias esencialmente ordenadoras, ciencias que estudian los procesos, el origen y el desarrollo de estos objetos y la concatenación que hace de estos procesos naturales un gran todo. La fisiología, que investiga los fenómenos del organismo vegetal y animal, la embriología, que estudia el desarrollo de un organismo desde su germen hasta su formación completa, la geología, que sigue la formación gradual de la corteza terrestre, son, todas ellas, hijas de nuestro siglo.


Pero, hay sobre todo tres grandes descubrimientos, que han dado un impulso gigantesco a nuestros conocimientos acerca de la concatenación de los procesos naturales: el primero es el descubrimiento de la célula, como unidad de cuya multiplicación y diferenciación se desarrolla todo el cuerpo del vegetal y del animal, de tal modo que no sólo se ha podido establecer que el desarrollo y el crecimiento de todos los organismos superiores son fenómenos sujetos a una sola ley general, sino que, además, la capacidad de variación de la célula, nos señala el camino por el que los organismos pueden cambiar de especie, y por tanto, recorrer una trayectoria superior a la individual. El segundo es la transformación de la energía, gracias al cual todas las llamadas fuerzas que actúan en primer lugar en la naturaleza inorgánica —la fuerza mecánica y su complemento, la llamada energía potencial, el calor, las radiaciones (la luz y el calor radiado), la electricidad, el magnetismo, la energía química— se han acreditado como otras tantas formas de manifestarse el movimiento universal, formas que, en determinadas proporciones de cantidad, se truecan las unas en las otras, por donde la cantidad de una fuerza que desaparece es sustituida por una determinada cantidad de otra que aparece, y todo el movimiento de la naturaleza se reduce a este proceso incesante de transformación de unas formas en otras. Finalmente, el tercero es la prueba, desarrollada primeramente por Darwin de un modo completo, de que los productos orgánicos de la naturaleza que hoy existen en torno nuestro, incluyendo los hombres, son el resultado de un largo proceso de evolución, que arranca de unos cuantos gérmenes primitivamente unicelulares, los cuales, a su vez, proceden del protoplasma o albúmina formada por vía química.


Gracias a estos tres grandes descubrimientos, y a los demás progresos formidables de las Ciencias Naturales, estamos hoy en condiciones de poder demostrar no sólo la trabazón entre los fenómenos de la naturaleza dentro de un campo determinado, sino también, a grandes rasgos, la existente entre los distintos campos, presentando así un cuadro de conjunto de la concatenación de la naturaleza bajo una forma bastante sistemática, por medio de los hechos suministrados por las mismas Ciencias Naturales empíricas. El darnos esta visión de conjunto era la misión que corría antes a cargo de la llamada filosofía de la naturaleza. Para poder hacerlo, ésta no tenía más remedio que suplantar las concatenaciones reales, que aún no se habían descubierto, por otras ideales, imaginarias, sustituyendo los hechos ignorados por figuraciones, llenando las verdaderas lagunas por medio de la imaginación. Con este método llegó a ciertas ideas geniales y presintió algunos de los descubrimientos posteriores. Pero también cometió, como no podía por menos, absurdos de mucha monta. Hoy, cuando los resultados de las investigaciones naturales sólo necesitan enfocarse dialécticamente, es decir, en su propia concatenación, para llegar a un «sistema de la naturaleza» suficiente para nuestro tiempo, cuando el carácter dialéctico de esta concatenación se impone, incluso contra su voluntad, a las cabezas metafísicamente educadas de los naturalistas; hoy, la filosofía de la naturaleza ha quedado definitivamente liquidada. Cualquier intento de resucitarla no sería solamente superfluo: significaría un retroceso.


Y lo que decimos de la naturaleza, concebida aquí también como un proceso de desarrollo histórico, es aplicable igualmente a la historia de la sociedad en todas sus ramas y, en general, a todas las ciencias que se ocupan de cosas humanas (y divinas). También la filosofía de la historia, del derecho, de la religión, etc., consistía en sustituir la trabazón real acusada en los hechos mismos por otra inventada por la cabeza del filósofo, y la historia era concebida, en conjunto y en sus diversas partes, como la realización gradual de ciertas ideas, que eran siempre, naturalmente, las ideas favoritas del propio filósofo. Según esto, la historia laboraba inconscientemente, pero bajo el imperio de la necesidad, hacia una meta ideal fijada de antemano, como, por ejemplo, en Hegel, hacia la realización de su idea absoluta, y la tendencia ineluctable hacia esta idea absoluta formaba la trabazón interna de los acontecimientos históricos. Es decir, que la trabazón real de los hechos, todavía ignorada, se suplantaba por una nueva providencia misteriosa, inconsciente o que llega poco a poco a la conciencia. Aquí, al igual que en el campo de la naturaleza, había que acabar con estas concatenaciones inventadas y artificiales, descubriendo las reales y verdaderas; misión ésta que, en última instancia, suponía descubrir las leyes generales del movimiento que se imponen como dominantes en la historia de la sociedad humana.


Ahora bien, la historia del desarrollo de la sociedad difiere sustancialmente, en un punto, de la historia del desarrollo de la naturaleza. En ésta —si prescindimos de la reacción ejercida a su vez por los hombres sobre la naturaleza—, los factores que actúan los unos sobre los otros y en cuyo juego mutuo se impone la ley general, son todos agentes inconscientes y ciegos. De cuanto acontece en la naturaleza —lo mismo los innumerables fenómenos aparentemente fortuitos que afloran a la superficie, que los resultados finales por los cuales se comprueba que esas aparentes casualidades se rigen por su lógica interna—, nada acontece por obra de la voluntad, con arreglo a un fin consciente. En cambio, en la historia de la sociedad, los agentes son todos hombres dotados de conciencia, que actúan movidos por la reflexión o la pasión, persiguiendo determinados fines; aquí, nada acaece sin una intención consciente, sin un fin deseado. Pero esta distinción, por muy importante que ella sea para la investigación histórica, sobre todo la de épocas y acontecimientos aislados, no altera para nada el hecho de que el curso de la historia se rige por leyes generales de carácter interno. También aquí reina, en la superficie y en conjunto, pese a los fines conscientemente deseados de los individuos, un aparente azar; rara vez acaece lo que se desea, y en la mayoría de los casos los muchos fines perseguidos se entrecruzan unos con otros y se contradicen, cuando no son de suyo irrealizables o insuficientes los medios de que se dispone para llevarlos a cabo. Las colisiones entre las innumerables voluntades y actos individuales crean en el campo de la historia un estado de cosas muy análogo al que impera en la naturaleza inconsciente. Los fines que se persiguen con los actos son obra de la voluntad, pero los resultados que en la realidad se derivan de ellos no lo son, y aun cuando parezcan ajustarse de momento al fin perseguido, a la postre encierran consecuencias muy distintas a las apetecidas. Por eso, en conjunto, los acontecimientos históricos también parecen estar presididos por el azar. Pero allí donde en la superficie de las cosas parece reinar la casualidad, ésta se halla siempre gobernada por leyes internas ocultas, y de lo que se trata es de descubrir estas leyes.


Los hombres hacen su historia, cualesquiera que sean los rumbos de ésta, al perseguir cada cual sus fines propios con la conciencia y la voluntad de lo que hacen; y la resultante de estas numerosas voluntades, proyectadas en diversas direcciones, y de su múltiple influencia sobre el mundo exterior, es precisamente la historia. Importa, pues, también lo que quieran los muchos individuos. La voluntad está movida por la pasión o por la reflexión. Pero los resortes que, a su vez, mueven directamente a éstas, son muy diversos. Unas veces, son objetos exteriores; otras veces, motivos ideales: ambición, «pasión por la verdad y la justicia», odio personal, y también manías individuales de todo género. Pero, por una parte, ya veíamos que las muchas voluntades individuales que actúan en la historia producen casi siempre resultados muy distintos de los perseguidos —a veces, incluso contrarios—, y, por tanto, sus móviles tienen una importancia puramente secundaria en cuanto al resultado total. Por otra parte, hay que preguntarse qué fuerzas propulsoras actúan, a su vez, detrás de esos móviles, qué causas históricas son las que en las cabezas de los hombres se transforman en estos móviles.


Esta pregunta no se la había hecho jamás el antiguo materialismo. Por esto su interpretación de la historia, cuando la tiene, es esencialmente pragmática; lo enjuicia todo con arreglo a los móviles de los actos; clasifica a los hombres que actúan en la historia en buenos y en malos, y luego comprueba, que, por regla general, los buenos son los engañados, y los malos los vencedores. De donde se sigue, para el viejo materialismo, que el estudio de la historia no arroja enseñanzas muy edificantes, y, para nosotros, que en el campo histórico este viejo materialismo se hace traición a sí mismo, puesto que acepta como últimas causas los móviles ideales que allí actúan, en vez de indagar detrás de ellos, cuáles son los móviles de esos móviles. La inconsecuencia no estriba precisamente en admitir móviles ideales, sino en no remontarse, partiendo de ellos, hasta sus causas determinantes. En cambio, la filosofía de la historia, principalmente la representada por Hegel, reconoce que los móviles ostensibles y aun los móviles reales y efectivos de los hombres que actúan en la historia no son, ni mucho menos, las últimas causas de los acontecimientos históricos, sino que detrás de ellos están otras fuerzas determinantes, que hay que investigar lo que ocurre es que no va a buscar estas fuerzas a la misma historia, sino que las importa de fuera, de la ideología filosófica. En vez de explicar la historia de antigua Grecia por su propia concatenación interna, Hegel afirma, por ejemplo, sencillamente, que esta historia no es más que la elaboración de las «formas de la bella individualidad», la realización de la «obra de arte» como tal. Con este motivo, dice muchas cosas hermosas y profundas acerca de los antiguos griegos, pero esto no es obstáculo para que hoy no nos demos por satisfechos con semejante explicación, que no es más que una frase.


Por tanto, si se quiere investigar las fuerzas motrices que —consciente o inconscientemente, y con harta frecuencia inconscientemente— están detrás de estos móviles por los que actúan los hombres en la historia y que constituyen los verdaderos resortes supremos de la historia, no habría que fijarse tanto en los móviles de hombres aislados, por muy relevantes que ellos sean, como en aquellos que mueven a grandes masas, a pueblos en bloque, y, dentro de cada pueblo, a clases enteras; y no momentáneamente, en explosiones rápidas, como fugaces hogueras, sino en acciones continuadas que se traducen en grandes cambios históricos. Indagar las causas determinantes de sus jefes —los llamados grandes hombres— como móviles conscientes, de un modo claro o confuso, en forma directa o bajo un ropaje ideológico e incluso divinizado: he aquí el único camino que puede llevarnos a descubrir las leyes por las que se rige la historia en conjunto, al igual que la de los distintos períodos y países. Todo lo que mueve a los hombres tiene que pasar necesariamente por sus cabezas; pero la forma que adopte dentro de ellas depende en mucho de las circunstancias. Los obreros no se han reconciliado, ni mucho menos, con el maquinismo capitalista, aunque ya no hagan pedazos las máquinas, como todavía en 1848 hicieran en el Rin.


Pero mientras que en todos los períodos anteriores la investigación de estas causas propulsoras de la historia era punto menos que imposible —por lo compleja y velada que era la trabazón de aquellas causas con sus efectos—, en la actualidad, esta trabazón está ya lo suficientemente simplificada para que el enigma pueda descifrarse. Desde la implantación de la gran industria, es decir, por lo menos, desde la paz europea de 1815, ya para nadie en Inglaterra era un secreto que allí la lucha política giraba toda en torno a las pretensiones de dominación de dos clases: la aristocracia terrateniente (landed aristocracy) y la burguesía (middle class). En Francia, se hizo patente este mismo hecho con el retorno de los Borbones; los historiadores del período de la Restauración [3], desde Thierry hasta Guizot, Mignet y Thiers, lo proclaman constantemente como el hecho, que da la clave para entender la historia de Francia desde la Edad Media. Y desde 1830, en ambos países se reconoce como tercer beligerante, en la lucha por el Poder, a la clase obrera, al proletariado. Las condiciones se habían simplificado hasta tal punto, que había que cerrar intencionadamente los ojos para no ver en la lucha de estas tres grandes clases y en el choque de sus intereses la fuerza propulsora de la historia moderna, por lo menos en los dos países más avanzados.


Pero, ¿cómo habían nacido estas clases? Si, a primera vista, todavía era posible asignar a la gran propiedad del suelo, en otro tiempo feudal, un origen basado —a primera vista al menos— en causas políticas, en una usurpación violenta, para la burguesía y el proletariado ya no servía esta explicación. Era claro y palpable que los orígenes y el desarrollo de estas dos grandes clases residían en causas puramente económicas. Y no menos evidente era que en las luchas entre los grandes terratenientes y la burguesía, lo mismo que en la lucha de la burguesía con el proletariado, se ventilaban, en primer término, intereses económicos, debiendo el Poder político servir de mero instrumento para su realización. Tanto la burguesía como el proletariado debían su nacimiento al cambio introducido en las condiciones económicas, o más concretamente, en el modo de producción. El tránsito del artesanado gremial a la manufactura, primero, y luego de ésta a la gran industria, basada en la aplicación del vapor y de las máquinas, fue lo que hizo que se desarrollasen estas dos clases. Al llegar a una determinada fase de desarrollo, las nuevas fuerzas productivas puestas en marcha por la burguesía —principalmente, la división del trabajo y la reunión de muchos obreros parciales en una manufactura total— y las condiciones y necesidades de intercambio desarrolladas por ellas hiciéronse incompatibles con el régimen de producción existente, heredado de la historia y consagrado por la ley, es decir, con los privilegios gremiales y con los innumerables privilegios de otro género, personales y locales (que eran otras tantas trabas para los estamentos no privilegiados), propios de la sociedad feudal. Las fuerzas productivas representadas por la burguesía se rebelaron contra el régimen de producción representado por los terratenientes feudales y los maestros de los gremios; el resultado es conocido: las trabas feudales fueron rotas, en Inglaterra poco a poco, en Francia de golpe; en Alemania todavía no se han acabado de romper. Pero, del mismo modo que la manufactura, al llegar a una determinada fase de desarrollo, chocó con el régimen feudal de producción, hoy la gran industria choca ya con el régimen burgués de producción, que ha venido a sustituir a aquél. Encadenada por ese orden imperante, cohibida por los estrechos cauces del modo capitalista de producción, hoy la gran industria crea, de una parte, una proletarización cada vez mayor de las grandes masas del pueblo, y de otra parte, una masa creciente de productos que no encuentran salida. Superproducción y miseria de las masas —dos fenómenos, cada uno de los cuales es, a su vez, causa del otro— he aquí la absurda contradicción en que desemboca la gran industria y que reclama imperiosamente la liberación de las fuerzas productivas, mediante un cambio del modo de producción.


En la historia moderna, al menos, queda demostrado, por lo tanto, que todas las luchas políticas son luchas de clases y que todas las luchas de emancipación de clases, pese a su inevitable forma política, pues toda lucha de clases es una lucha política, giran, en último término, en torno a la emancipación económica. Por consiguiente, aquí por lo menos, el Estado, el régimen político, es el elemento subalterno, y la sociedad civil, el reino de las relaciones económicas, lo principal. La idea tradicional, a la que también Hegel rindió culto, veía en el Estado el elemento determinante, y en la sociedad civil el elemento condicionado por aquél. Y las apariencias hacen creerlo así. Del mismo modo que todos los impulsos que rigen la conducta del hombre individual tienen que pasar por su cabeza, convertirse en móviles de su voluntad, para hacerle obrar, todas las necesidades de la sociedad civil —cualquiera que sea la clase que la gobierne en aquel momento— tienen que pasar por la voluntad del Estado, para cobrar vigencia general en forma de leyes. Pero éste es el aspecto formal del problema, que de suyo se comprende; lo que interesa conocer es el contenido de esta voluntad puramente formal —sea la del individuo o la del Estado— y saber de dónde proviene este contenido y por qué es eso precisamtne lo que se quiere, y no otra cosa. Si nos detenemos a indagar esto, veremos que en la historia moderna la voluntad del Estado obedece, en general, a las necesidades variables de la sociedad civil, a la supremacía de tal o cual clase, y, en última instancia, al desarrollo de las fuerzas productivas y de las condiciones de intercambio.


Y si aún en una época como la moderna, con sus gigantescos medios de producción y de comunicaciones, el Estado no es un campo independiente, con un desarrollo propio, sino que su existencia y su desarrollo se explican, en última instancia, por las condiciones económicas de vida de la sociedad, con tanta mayor razón tenía que ocurrir esto en todas las épocas anteriores, en que la producción de la vida material de los hombres no se llevaba a cabo con recursos tan abundantes y en que, por tanto, la necesidad de esta producción debía ejercer un imperio mucho más considerable todavía entre los hombres. Si aún hoy, en los tiempos de la gran industria y de los ferrocarriles, el Estado no es, en general, más que el reflejo en forma sintética de las necesidades económicas de la clase que gobierna la producción, mucho más tuvo que serlo en aquella época, en que una generación de hombre tenía que invertir una parte mucho mayor de su vida en la satisfacción de sus necesidades materiales, y, por consiguiente, dependía de éstas mucho más de lo que hoy nosotros. Las investigaciones históricas de épocas anteriores, cuando se detienen seriamente en este aspecto, confirman más que sobradamente esta conclusión; aquí, no podemos pararnos, naturalmente, a tratar de esto.


Si el Estado y el Derecho público se hallan gobernados por las relaciones económicas, también lo estará, como es lógico, el Derecho privado, ya que éste se limita, en sustancia, a sancionar las relaciones económicas existentes entre los individuos y que bajo las circunstancias dadas, son las normales. La forma que esto reviste puede variar considerablemente. Puede ocurrir, como ocurre en Inglaterra, a tono con todo el desarrollo nacional de aquel país, que se conserven en gran parte las formas del antiguo Derecho feudal, infundiéndoles un contenido burgués, y hasta asignando directamente un significado burgués al nombre feudal. Pero puede tomarse también como base, como se hizo en continente europeo, el primer Derecho universal de una sociedad productora de mercancías, el Derecho romano, con su formulación insuperablemente precisa de todas las relaciones jurídicas esenciales que pueden existir entre los simples poseedores de mercancías (comprador y vendedor, acreedor y deudor, contratos, obligaciones, etc.). Para honra y provecho de una sociedad que es todavía pequeñoburguesa y semifeudal, puede reducirse este Derecho, sencillamente por la práctica judicial, a su propio nivel (Derecho general alemán), o bien, con ayuda de unos juristas supuestamente ilustrados y moralizantes, su puede recopilar en un Código propio, ajustado al nivel de esa sociedad; Código que, en estas condiciones, no tendrá más remedio que ser también malo desde el punto de vista jurídico (Código nacional prusiano); y cabe también que, después de una gran revolución burguesa, se elabore y promulgue, a base de ese mismo Derecho romano, un Código de la sociedad burguesa tan clásico como el "Código civil[4] francés. Por tanto, aunque el Derecho civil se limita a expresar en forma jurídica las condiciones económicas de vida de la sociedad, puede hacerlo bien o mal, según los casos.

[4] Aquí y en adelante, Engels no entiende por "Código de Napoleón" únicamente el "Code civil" (Código civil) de Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado por los cinco códigos (civil, civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804 a 1810. Dichos códigos fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental y Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor en la provincia del Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.



En el Estado toma cuerpo ante nosotros el primer poder ideológico sobre los hombres. La sociedad se crea un órgano para la defensa de sus intereses comunes frente a los ataques de dentro y de fuera. Este órgano es el Poder del Estado. Pero, apenas creado, este órgano se independiza de la sociedad, tanto más cuanto más se va convirtiendo en órgano de una determinada clase y más directamente impone el dominio de esta clase. La lucha de la clase oprimida contra la clase dominante asume forzosamente el carácter de una lucha política, de una lucha dirigida, en primer término, contra la dominación política de esta clase; la conciencia de la relación que guarda esta lucha política con su base económica se oscurece y puede llegar a desaparecer por completo. Si no ocurre así por entero entre los propios beligerantes, ocurre casi siempre entre los historiadores. De las antiguas fuentes sobre las luchas planteadas en el seno de la república romana, sólo Apiano nos dice claramente cuál era el pleito que allí se ventilaba en última instancia: el de la propiedad del suelo.


Pero el Estado, una vez que se erige en poder independiente frente a la sociedad, crea rápidamente una nueva ideología. En los políticos profesionales, en los teóricos del Derecho público y en los juristas que cultivan el Derecho privado, la conciencia de la relación con los hechos económicos desaparece totalmente. Como, en cada caso concreto, los hechos económicos tienen que revestir la forma de motivos jurídicos para ser sancionados en forma de ley y como para ello hay que tener en cuenta también, como es lógico, todo el sistema jurídico vigente, se pretende que la forma jurídica lo sea todo, y el contenido económico nada. El Derecho público y el Derecho privado se consideran como dos campos independientes, con su desarrollo histórico propio, campos que permiten y exigen por sí mismos una construcción sistemática, mediante la extirpación consecuente de todas las contradicciones internas.


Las ideologías aún más elevadas, es decir, las que se alejan todavía más de la base material, de la base económica, adoptan la forma de filosofía y de religión. Aquí, la concatenación de las ideas con sus condiciones materiales de existencia aparece cada vez más embrollada, cada vez más oscurecida por la interposición de eslabones intermedios. Pero, no obstante, existe. Todo el período del Renacimiento, desde mediados del siglo XV, fue en esencia un producto de las ciudades y por tanto de la burguesía, y lo mismo cabe decir de la filosofía, desde entonces renaciente; su contenido no era, en sustancia, más que la expresión filosófica de las ideas correspondientes al proceso de desarrollo de la pequeña y mediana burguesía hacia la gran burguesía. Esto se ve con bastante claridad en los ingleses y franceses del siglo pasado, muchos de los cuales tenían tanto de economistas como de filósofos, y también hemos podido comprobarlo más arriba en la escuela hegeliana.


Detengámonos, sin embargo, un momento en la religión, por ser éste el campo que más alejado y más desligado parece estar de la vida material. La religión nació, en una época muy primitiva, de las ideas confusas, selváticas, que los hombres se formaban acerca de su propia naturaleza y de la naturaleza exterior que los rodeaba. Pero toda ideología, una vez que surge, se desarrolla en conexión con el material de ideas dado, desarrollándolo y transformándolo a su vez; de otro modo no sería una ideología, es decir, una labor sobre ideas concebidas como entidades con propia sustantividad, con un desarrollo independiente y sometidas tan sólo a sus leyes propias. Estos hombres ignoran forzosamente que las condiciones materiales de la vida del hombre, en cuya cabeza se desarrolla este proceso ideológico, son las que determinan, en última instancia, la marcha de tal proceso, pues si no lo ignorasen, se habría acabado toda la ideología. Por tanto, estas representaciones religiosas primitivas, comunes casi siempre a todo un grupo de pueblos afines, se desarrollan, al deshacerse el grupo, de un modo peculiar en cada pueblo, según las condiciones de vida que le son dadas; y este proceso ha sido puesto de manifiesto en detalle por la mitología comparada en una serie de grupos de pueblos, principalmente en el grupo ario (el llamado grupo indo-europeo). Los dioses, moldeados de este modo en cada pueblo, eran dioses nacionales, cuyo reino no pasaba de las fronteras del territorio que estaban llamados a proteger, ya que del otro lado había otros dioses indiscutibles que llevaban la batuta. Estos dioses sólo podían seguir viviendo en la mente de los hombres mientras existiese su nación, y morían al mismo tiempo que ella. Este ocaso de las antiguas nacionalidades lo trajo el Imperio romano mundial, y no vamos a estudiar aquí las condiciones económicas que determinaron el origen de éste. Caducaron los viejos dioses nacionales, e incluso los romanos, que habían sido cortados simplemente por el patrón de los reducidos horizontes de la ciudad de Roma; la necesidad de complementar el imperio mundial con una religión mundial se revela con claridad en los esfuerzos que se hacían por levantar altares e imponer acatamiento, en Roma, junto a los dioses propios, a todos los dioses extranjeros un poco respetables. Pero una nueva religión mundial no se fabrica así, por decreto imperial. La nueva religión mundial, el cristianismo, había ido naciendo calladamente, mientras tanto, de una mezcla de la teología oriental universalizada, sobre todo de la judía, y de la filosofía griega vulgarizada, principalmente de la estoica. Qué aspecto presentaba en sus orígenes esta religión, es lo que hay que investigar pacientemente, pues su faz oficial, tal como nos la transmite la tradición sólo es la que se ha presentado como religión del Estado, después de adaptada para este fin por el Concilio de Nicea [5].

Pero el simple hecho de que ya a los 250 años de existencia se la erigiese en religión del Estado demuestra que era la religión que cuadraba a las circunstancias de los tiempos. En la Edad Media, a medida que el feudalismo se desarrollaba, el cristianismo asumía la forma de una religión adecuada a este régimen, con su correspondiente jerarquía feudal. Y al aparecer la burguesía, se desarrolló frente al catolicismo feudal la herejía protestante, que tuvo sus orígenes en el Sur de Francia, con los albigenses [6], coincidiendo con el apogeo de las ciudades de aquella región. La Edad Media anexionó a la teología, convirtió en apéndices suyos, todas las demás formas ideológicas: la filosofía, la política, la jurisprudencia. Con ello, obligaba a todo movimiento social y político a revestir una forma teológica; a los espíritus de las masas, cebados exlusivamente con religión, no había más remedio que presentarles sus propios intereses vestidos con ropaje religioso, si se quería levantar una gran tormenta. Y como la burguesía, que crea en las ciudades desde el primer momento un apéndice de plebeyos desposeídos, jornaleros y servidores de todo género, que no pertenecían a ningún estamento social reconocido y que eran los precursores del proletariado moderno, también la herejía protestante se desdobla muy pronto en un ala burguesa-moderada y en otra plebeya-revolucionaria, execrada por los mismos herejes burgueses.



La imposibilidad de exterminar la herejía protestante correspondía a la invencibilidad de la burguesía en ascenso. Cuando esta burguesía era ya lo bastante fuerte, su lucha con la nobleza feudal, que hasta entonces había tenido carácter predominantemente local, comenzó a tomar proporciones nacionales. La primera acción de gran envergadura se desarrolló en Alemania: fue la llamada Reforma. La burguesía no era lo suficientemente fuerte ni estaba lo suficientemente desarrollada, para poder unir bajo su bandera a los demás estamentos rebeldes: los plebeyos de las ciudades, la nobleza baja rural y los campesinos. Primero fue derrotada la nobleza; los campesinos se alzaron en una insurrección que marca el punto culminante de todo este movimiento revolucionario; las ciudades los dejaron solos, y la revolución fue estrangulada por los ejércitos de los príncipes feudales, que se aprovecharon de este modo de todas las ventajas de la victoria. A partir de este momento, Alemania desaparece por tres siglos del concierto de las naciones que intervienen con propia personalidad en la historia. Pero, al lado del alemán Lutero estaba el francés Calvino, quien, con una nitidez auténticamente francesa, hizo pasar a primer plano el carácter burgués de la Reforma y republicanizó y democratizó la Iglesia. Mientras que la Reforma luterana se estancaba en Alemania y arruinaba a este país, la Reforma calvinista servía de bandera a los republicanos de Ginebra, de Holanda, de Escocia, emancipaba a Holanda de España y del Imperio alemán [7] y suministraba el ropaje ideológico para el segundo acto de la revolución burguesa, que se desarrolló en Inglaterra. Aquí, el calvinismo se acreditó como el auténtico disfraz religioso de los intereses de la burguesía de aquella época, razón por la cual no logró tampoco su pleno reconocimiento cuando, en 1689, la tevolución se cerró con el pacto de una parte de la nobleza con los burgueses [8]. La Iglesia oficial anglicana fue restaurada de nuevo, pero no bajo su forma anterior, como una especie de catolicismo, con el rey por Papa, sino fuertemente calvinizada. La antigua Iglesia del Estado había festejado el alegre domingo católico, combatiendo el aburrido domingo calvinista; la nueva, aburguesada, volvió a introducir éste, que todavía hoy adorna a Inglaterra.


En Francia, la minoría calvinista fue reprimida, catolizada o expulsada en 1685; pero, ¿de qué sirvió esto? Ya por entonces estaba en plena actividad el librepensador Pierre Bayle, y en 1694 nacía Voltaire. Las medidas de violencia de Luis XIV no sirvieron más que para facilitar a la burguesía francesa la posibilidad de hacer su revolución bajo formas irreligiosas y exclusivamente políticas, las únicas que cuadran a la burguesía avanzada. En las Asambleas nacionales ya no se sentaban protestantes, sino librepensadores. Con esto, el cristianismo entraba en su última fase. Ya no podía servir de ropaje ideológico para envolver las aspiraciones de una clase progresiva cualquiera; se fue convirtiendo, cada vez más, en patrimonio privativo de las clases dominantes, quienes lo emplean como mero instrumento de gobierno para tener a raya a las clases inferiores. Y cada una de las distintas clases utiliza para este fin su propia y congruente religión: los terratenientes aristocráticos, el jesuitismo católico o la ortodoxia protestante; los burgueses liberales y radicales, el racionalismo; siendo indiferente, para estos efectos, que los señores crean o no, ellos mismos, en sus respectivas religiones.


Vemos pues, que la religión, una vez creada, contiene siempre una materia tradicional, ya que la tradición es, en todos los campos ideológicos, una gran fuerza conservadora. Pero los cambios que se producen en esta materia brotan de las relaciones de clase, y por tanto de las relaciones económicas de los hombres que efectúan estos cambios. Y aquí, basta con lo que queda apuntado.


Las anteriores consideraciones no pretenden ser más que un bosquejo general de la interpretación marxista de la historia; a lo sumo, unos cuantos ejemplos para ilustrarla. La prueba ha de suministrarse a la luz de la misma historia, y creemos poder afirmar que esta prueba ha sido ya suministrada suficientemente en otras obras. Pero esta interpretación pone fin a la filosofía en el campo de la historia, exactamente lo mismo que la concepción dialéctica de la naturaleza hace la filosofía de la naturaleza tan innecesaria como imposible. Ahora, ya no se trata de sacar de la cabeza las concatenaciones de las cosas, sino de descubrirlas en los mismos hechos. A la filosofía desahuciada de la naturaleza y de la historia no le queda más refugio que el reino del pensamiento puro, en lo que aún queda en pie de él: la teoría de las leyes del mismo proceso de pensar, la lógica y la dialéctica.

* * *

Con la revolución de 1848, la Alemania «culta» rompió con la teoría y abrazó el camino de la práctica. La pequeña industria y la manufactura, basadas en el trabajo manual, cedieron el puesto a una auténtica gran industria; Alemania volvió a comparecer en el mercado mundial; el nuevo imperio pequeño-alemán *** acabó, por lo menos, con los males más agudos que la profusión de pequeños Estados, los restos del feudalismo y el régimen burocrático ponían como otros tantos obstáculos en este camino de progreso. Pero, en la medida en que la especulación abandonaba el cuarto de estudio del filósofo para levantar su templo en la Bolsa, la Alemania culta perdía aquel gran sentido teórico que había hecho famosa a Alemania durante la época de su mayor humillación política: el interés para la investigación puramente científica, sin atender a que los resultados obtenidos fuesen o no aplicables prácticamente y atentasen o no contra las ordenanzas de la policía. [395] Cierto es que las Ciencias Naturales oficiales de Alemania, sobre todo en el campo de las investigaciones específicas, se mantuvieron a la altura de los tiempos, pero ya la revista norteamericana "Science" observaba con razón que los progresos decisivos realizados en el campo de las grandes concatenaciones entre los hechos aislados, su generalización en forma de leyes, tienen hoy por sede principal a Inglaterra y no, como antes, a Alemania. Y en el campo de las ciencias históricas, incluyendo la filosofía, con la filosofía clásica ha desaparecido de raíz aquel antiguo espíritu teórico indomable, viniendo a ocupar su puesto un vacuo eclecticismo y una angustiosa preocupación por la carrera y los ingresos, rayana en el más vulgar arribismo. Los representantes oficiales de esta ciencia se han convertido en los ideólogos descarados de la burguesía y del Estado existente; y esto, en un momento en que ambos son francamente hostiles a la clase obrera.


Sólo en clase obrera perdura sin decaer el sentido teórico alemán. Aquí, no hay nada que lo desarraigue; aquí, no hay margen para preocupaciones de arribismo, de lucro, de protección dispensada de lo alto; por el contrario, cuanto más audaces e intrépidos son los avances de la ciencia, mejor se armonizan con los intereses y las aspiraciones de los obreros. La nueva tendencia, que ha descubierto en la historia de la evolución del trabajo la clave para comprender toda la historia de la sociedad, se dirigió preferentemente, desde el primer momento, a la clase obrera y encontró en ella la acogida que ni buscaba ni esperaba en la ciencia oficial. El movimiento obrero de Alemania es el heredero de la filosofía clásica alemana.



Escrito a comienzos de 1886. Se publica de acuerdo con el texto de la edición de 1888.

Publicado el mismo año en la revista "Die Neue Zeit", NºNº 4 y 5, y editado en folleto aparte, en Stuttgart, en 1888.

NOTAS
[1] Permitaseme aquí un pequeño comentario personal. Últimamente, se ha aludido con insistencia a mi participación en esta teoría; no puedo, pues, por menos de decir aquí algunas palabras para poner en claro este punto. Que antes y durante los cuarenta años de mi colaboración con Marx tuve una cierta parte independiente en la fundamentación, y sobre todo en la elaboración de la teoría, es cosa que ni yo mismo puedo negar. Pero la parte más considerable de las principales ideas directrices, particularmente en el terreno económico e histórico, y en especial su formulación nítida y definitiva, corresponden a Marx. Lo que yo aporté —si se exceptúa, todo lo más, dos o tres ramas especiales— pudo haberlo aportado también Marx aun sin mí. En cambio, yo no hubiera conseguido jamás lo que Marx alcanzó. Marx tenía más talla, veía más lejos, atalayaba más y con mayor rapidez que todos nosotros juntos. Marx era un genio; nosotros, los demás, a lo sumo, hombres de talento. Sin él la teoría no sería hoy, ni con mucho, lo que es. Por eso ostenta legítimamente su nombre. (N. del Autor)

[2] Véase "Das Wessen der menschlichen Kopfarbeit, von einem Handarbeiter", Hamburg, Meissner ("La naturaleza del trabajo intelectual del hombre, expuesta por un obrero manual", ed. Meissner, Hamburgo).
[3] Restauración: período del segundo reinado de los Borbones en Francia en 1814-1830.

[4] Aquí y en adelante, Engels no entiende por "Código de Napoleón" únicamente el "Code civil" (Código civil) de Napoleón adoptado en 1804 y conocido con este nombre, sino, en el sentido lato de la palabra, todo el sistema del Derecho burgués, representado por los cinco códigos (civil, civil-procesal, comercial, penal y penal-procesal) adoptados bajo Napoleón I en los años de 1804 a 1810. Dichos códigos fueron implantados en las regiones de Alemania Occidental y Sudoccidental conquistadas por la Francia de Napoleón y siguieron en vigor en la provincia del Rin incluso después de la anexión de ésta a Prusia en 1815.

[5] Concilio de Nicea: el primer concilio ecuménico de los obispos de la Iglesia cristiana del Imperio romano, convocado en el año 325 por el emperador Constantino I en la ciudad de Nicea (Asia Menor). El concilio determinó el símbolo de la fe obligatorio para todos los cristianos.-

[6] Albigenses (de la ciudad de Albi): miembros de una secta religiosa dilundida en los siglos XII-XIII en las ciudades del Sur de Francia y del Norte de Italia. Se pronunciaban contra las suntuosas ceremonias católicas y la jerarquía eclesiástica y expresaban en forma religiosa la protesta de la población artesana y comercial de las ciudades contra el feudalismo.

[7] En el período de 1477 a 1555, Holanda formaba parte del Sacro Imperio Romano Germánico (véase la nota 178), viéndose después de la división de éste bajo la dominación de España. Hacia fines de la revolución burguesa del siglo XVI, Holanda se liberó de la dominación española y se constituyó en república burguesa independiente.-

[8] Se alude a la «revolución gloriosa» en Inglaterra.

[9] Término con que se designaba el imperio alemán (sin Austria) fundado en 1871 bajo la hegemonía de Prusia (N. de la Edit.)














C. Marx & F. Engels  Feuerbach Oposición entre las concepciones materialista e idealista (Primer Capítulo de La Ideología Alemana)

Escrito: En alemán, por Marx y Engels en Bruselas entre noviembre de 1845 y agosto de 1846.


K. Marx & F. Engels  LA IDEOLOGIA ALEMANA
Redacción: Los artículos reunidos en esta recopilación los escribieron Marx y Engels entre 1845 y 1846.


La ideología alemana




C. Marx & F. Engels  Feuerbach Oposición entre las concepciones materialista e idealista (Primer Capítulo de La Ideología Alemana)

Escrito: En alemán, por Marx y Engels en Bruselas entre noviembre de 1845 y agosto de 1846.

Primera edición: En ruso, en el Archivo de C. Marx y F. Engels, libro I, 1924.

Digitalización: MIA, julio-septiembre de 2001.

Fuente: Marx & Engels, Obras Escogidas en tres tomos (Editorial Progreso, Moscú, 1974), t. I.

Esta edición: Marxists Internet Archive, septiembre de 2001.





C. Marx & F. Engels Feuerbach
Oposición entre las concepciones materialista e idealista
(Primer Capítulo de La Ideología Alemana)[1]

[1]  "La Ideología Alemana". Crítica de la novísima filosofía alemana, representada por Feuerbach, B. Bauer y Stirner y del socialismo alemán representado por sus diversos profetas" es una obra conjunta de Carlos Marx y Federico Engels, escrita en Bruselas entre 1845 y 1846. En ella desplegaron por primera vez en todos los aspectos la concepción materialista de la historia.


El manuscrito de "La Ideología Alemana" de Marx y Engels constaba de dos tomos, el primero de los cuales contenía la crítica de la filosofía posthegeliana, y el segundo, la crítica del «socialismo verdadero».
En el primer capítulo del primer tomo se expone el contenido positivo fundamental de toda la obra. Por eso el primer capítulo es el más importante de todos y tiene significado independiente.

El manuscrito del primer capítulo consta de tres partes en borrador y dos, pasadas en limpio, del comienzo del mismo. De acuerdo con ello, el texto del capítulo se divide en cuatro partes.

La primera parte del mismo es la segunda variante de la copia en limpio con la adición de la primera variante de lo que no se utilizó en la segunda, la segunda parte es el núcleo primordial de toda la obra. La tercera y cuarta partes son digresiones teóricas pasadas del capítulo sobre Stirner (tercer capítulo del primer tomo). En esta edición, el orden de los textos va según el folleto ruso: C. Marx y F. Engels. "Feuerbach. La oposición de las concepciones materialista e idealista". (Nueva publicación del primer capítulo de "La Ideología Alemana"). Moscú, 1966. 

Todos los encabezamientos y adiciones necesarias de la editorial van entre corchetes, así como también los números de las páginas del manuscrito. Los folios de la segunda copia en limpio, que es la fundamental, están numerados por Marx y Engels y señalados con la letra «f» y una cifra: [f. 1], etc. Las páginas de la primera copia en limpio no tienen numeración del autor y están indicadas con la letra «p» y una cifra [p. 1], etc. Las páginas de las tres partes del borrador, numeradas por Marx, se indican con una simple cifra [1], etc.



I.    [I]


[f. 1] Según anuncian los ideólogos alemanes, Alemania ha pasado en estos últimos años por una revolución sin igual. El proceso de descomposición del sistema hegeliano, que comenzó con Strauss [2], se ha desarrollado hasta convertirse en una fermentación universal, que ha arrastrado consigo a todas las «potencias del pasado». En medio del caos general, han surgido poderosos reinos, para derrumbarse de nuevo en seguida, han brillado momentáneamente héroes, sepultados nuevamente en las tinieblas por otros rivales más audaces y más poderosos. Fue ésta una revolución junto a la cual la francesa [3] es un juego de chicos, una lucha ecuménica al lado de la cual palidecen y resultan ridículas las luchas de los diádocos [4]. Los principios se desplazaban, los héroes del pensamiento se derribaban los unos a los otros con inaudita celeridad, y en los tres años que transcurrieron de 1842 a 1845 se removió el suelo de Alemania más que antes en tres siglos.

[2] Se refiere a la obra fundamental de D. F. Strauss "Das Leben Jesu" ("La vida de Jesús"), Bd. 1-2, Tübingen, 1835-1836, que puso comienzo a la crítica filosófica de la religión y a la división de la escuela hegeliana en viejos hegelianos y jóvenes hegelianos.

[3]  Se alude a la revolución burguesa de fines del siglo XVIII en Francia.

[4]  Diadocos: generales de Alejandro Magno que se enzarzaron al fallecer éste, en enconada lucha por el poder. A lo largo de esta lucha (fines del siglo IV y comienzos del siglo III a. de n. e.), la monarquía de Alejandro, que era, en sí, una agrupación administrativo-militar efímera, se dividió en varios Estados.


Y todo esto ocurrió, según dicen, en los dominios del pensamiento puro.

Trátase, sin duda, de un acontecimiento interesante: del proceso de putrefacción del espíritu absoluto. Al apagarse la última chispa de vida, las diversas partes de este caput mortuum [i] entraron en descomposición, dieron paso a nuevas combinaciones y formaron nuevas sustancias. Los industriales de la filosofía, que hasta aquí habían vivido de la explotación del espíritu absoluto, arrojáronse ahora sobre las nuevas combinaciones. Cada uno se dedicó afanosamente a explotar el negocio de la parcela que le había tocado en suerte. No podía por menos de surgir la competencia. Al principio, ésta tenía un carácter bastante serio, propio de buenos burgueses. Más tarde, cuando ya el mercado alemán se hallaba abarrotado y la mercancía, a pesar de todos los esfuerzos, no encontraba salida en el mercado mundial, los negocios empezaron a echarse a perder a la manera alemana acostumbrada, mediante la producción fabril y adulterada, el empeoramiento de la calidad de los productos y la adulteración de la materia prima, la falsificación de los rótulos, las compras simuladas, los cheques girados en descubierto y un sistema de crédito carente de toda base real. Y la competencia se convirtió en una enconada lucha, que hoy se nos ensalza y presenta como un viraje de la historia universal, origen de los resultados y conquistas más formidables.

Para apreciar en sus debidos términos toda esta charlatanería de tenderos filosóficos que despierta un saludable sentimiento nacional hasta en el pecho del honrado burgués alemán; para poner plásticamente de relieve la mezquindad, la pequeñez provinciana de todo este movimiento joven hegeliano y, sobre todo, el contraste tragicómico entre las verdaderas hazañas de estos héroes y las ilusiones suscitadas en torno a ellas, necesitamos contemplar siquiera una vez todo el espectáculo desde un punto de vista situado fuera de los ámbitos de Alemania [ii].

[1.] — La ideología en general, y la ideología alemana en particular



[f. 2] La crítica alemana no se ha salido, hasta en estos esfuerzos suyos de última hora, del terreno de la filosofía. Y, muy lejos de entrar a investigar sus premisas filosóficas generales, todos sus problemas brotan, incluso sobre el terreno de un determinado sistema filosófico, del sistema hegeliano. No sólo sus respuestas, sino también las preguntas mismas, entrañan un engaño. La dependencia respecto de Hegel es la razón de por qué ninguno de estos modernos críticos ha intentado siquiera una crítica omnímoda del sistema hegeliano, por mucho que cada uno de ellos afirme haberse remontado sobre Hegel. Su polémica contra Hegel y la de los unos contra los otros se limita a que cada uno de ellos destaque un aspecto del sistema hegeliano, tratando de enfrentarlo, a la par, contra el sistema en su conjunto y contra los aspectos destacados por los demás. Al principio, tomábanse ciertas categorías hegelianas puras y auténticas, tales como las de sustancia y autoconciencia [iii], para profanarlas más tarde con nombres más vulgares, como los de Género, el Único, el Hombre [iv], etc.


Toda la crítica filosófica alemana desde Strauss hasta Stirner se limita a la crítica de las ideas religiosas [v]. Se partía de la religión real y de la verdadera teología. Se determinaba de distinto modo en el curso ulterior qué era la conciencia religiosa, la idea religiosa. El progreso consistía en incluir las ideas metafísicas, políticas, jurídicas, morales y de otros tipos, supuestamente imperantes, en la esfera de las ideas religiosas o teológicas, explicando asimismo la conciencia política, jurídica o moral como conciencia religiosa o teológica y presentando al hombre político,  jurídico o moral y, en última instancia, «al hombre», como el hombre religioso. Tomábase como premisa el imperio de la religión. Poco a poco, toda relación dominante se explicaba como una relación religiosa y se convertía en culto: el culto del derecho, el culto del Estado, etc. Por todos partes se veían dogmas, nada más que dogmas, y la fe en ellos. El mundo era canonizado en proporciones cada vez mayores, hasta que, por último, el venerable San Max [vi] pudo santificarlo en bloque y darlo por liquidado de una vez por todas.


Los viejos hegelianos lo comprendían todo una vez que lo reducían a una de las categorías lógicas de Hegel. Los jóvenes hegelianos lo criticaban todo sin más que deslizar debajo de ello ideas religiosas o declararlo como algo teológico. Los jóvenes hegelianos coincidían con los viejos hegelianos en la fe en el imperio de la religión, de los conceptos, de lo general, dentro del mundo existente. La única diferencia era que los unos combatían como usurpación ese imperio que los otros reconocían y aclamaban como legítimo.


Y, como para estos jóvenes hegelianos las representaciones, los pensamientos, los conceptos y, en general, los productos de la conciencia por ellos sustantivada eran considerados como las verdaderas ataduras del hombre, exactamente lo mismo que los viejos hegelianos veían en ellos los auténticos nexos de la sociedad humana, era lógico que también los jóvenes hegelianos lucharan y se creyeran obligados a luchar solamente contra estas ilusiones de la conciencia. En vista de que, según su fantasía, las relaciones entre los hombres, todos sus actos y su modo de conducirse, sus trabas y sus barreras, son otros tantos productos de su conciencia, los jóvenes hegelianos formulan consecuentemente ante ellos el postulado moral de que deben trocar su conciencia actual por la conciencia humana, crítica o egoísta [vii], derribando con ello sus barreras. Este postulado de cambiar de conciencia viene a ser lo mismo que el de interpretar de otro modo lo existente, es decir, de reconocerlo por medio de otro interpretación. Pese a su fraseología que supuestamente «hace estremecer el mundo», los jóvenes hegelianos son, en realidad, los mayores conservadores. Los más jóvenes entre ellos han descubierto la expresión adecuada para designar su actividad cuando afirman que sólo luchan contra «frases» [5]. Pero se olvidan de añadir que a estas frases por ellos combatidas no saben oponer más que otras frases y que, al combatir solamente las frases de este mundo, no combaten en modo alguno el mundo real existente. Los únicos resultados a que podía llegar esta crítica filosófica fueron algunos esclarecimientos en el campo de la historia de la religión, harto unilaterales por lo demás, sobre el cristianismo; todas sus demás afirmaciones se reducen a otras tantas maneras de adornar su pretensión de entregarnos, con estos esclarecimientos insignificantes, descubrimientos de alcance histórico-mundial.


A ninguno de estos filósofos se le ha ocurrido siquiera preguntar por el entronque de la filosofía alemana con la realidad de Alemania, por el entronque de su crítica con el propio mundo material que la rodea [viii].


[2. Premisas de las que arranca la concepción materialista de la historia] [ix].

[p. 3] Las premisas de que partimos no son arbitrarias, no son dogmas, sino premisas reales, de las que sólo es posible abstraerse en la imaginación. Son los individuos reales, su acción y sus condiciones materiales de vida, tanto aquellas con que se han encontrado ya hechas, como las engendradas por su propia acción. Estas premisas pueden [p. 4] comprobarse, consiguientemente, por la vía puramente empírica.

La primera premisa de toda historia humana es, naturalmente, la existencia de individuos humanos vivientes [x]. El primer estado que cabe constatar es, por tanto, la organización corpórea de estos individuos y, como consecuencia de ello, su relación con el resto de la naturaleza. No podemos entrar a examinar aquí, naturalmente, ni la contextura física de los hombres mismos ni las condiciones naturales con que los hombres se encuentran: las geológicas, las oro-hidrográficas, las climáticas y las de otro tipo [xi]. Toda historiografía tiene necesariamente que partir de estos fundamentos naturales y de la modificación que experimentan en el curso de la historia por la acción de los hombres.


Podemos distinguir los hombres de los animales por la conciencia, por la religión o por lo que se quiera. Pero los hombres mismos comienzan a ver la diferencia entre ellos y los animales tan pronto comienzan a producir sus medios de vida, paso este que se halla condicionado por su organización corpórea. Al producir sus medios de vida, el hombre produce indirectamente su propia vida material.

El modo de producir los medios de vida de los hombres depende, ante todo, de la naturaleza misma de los medios de vida con que se encuentran y que hay que reproducir.

[p. 5] Este modo de producción no debe considerarse solamente en el sentido de la reproducción de la existencia física de los individuos. Es ya, más bien, un determinado modo de la actividad de estos individuos, un determinado modo de manifestar su vida, un determinado modo de vida de los mismos. Los individuos son tal y como manifiestan su vida. Lo que son coincide, por consiguiente, con su producción, tanto con lo que producen como con el modo de cómo producen. Lo que los individuos son depende, por tanto, de las condiciones materiales de su producción.

Esta producción sólo aparece al multiplicarse la población. Y presupone, a su vez, un trato [Verkehr[6] entre los individuos. La forma de esté intercambio se halla condicionada, a su vez, por la producción [xii].


[3. Producción y trato. División del trabajo y formas de propiedad: tribal, antigua y feudal]

[f. 3] Las relaciones entre unas naciones y otras dependen del grado en que cada una de ellas haya desarrollado sus fuerzas productivas, la división del trabajo y el trato interior. Es éste un hecho generalmente reconocido. Pero, no sólo las relaciones entre una nación y otra, sino también toda la estructura interna de cada nación depende del grado de desarrollo de su producción y de su trato interior y exterior. Hasta qué punto se han desarrollado las fuerzas productivas de una nación lo indica del modo más palpable el grado hasta el que se ha desarrollado en ella la división del trabajo. Toda nueva fuerza productiva, cuando no se trata de una simple extensión cuantitativa de fuerzas productivas ya conocidas con anterioridad (como ocurre, por ejemplo, con la roturación de tierras) trae como consecuencia un nuevo desarrollo de la división del trabajo.

La división del trabajo dentro de una nación se traduce, ante todo, en la separación del trabajo industrial y comercial con respecto al trabajo agrícola y, con ello, en la separación de la ciudad y el campo y en la oposición de sus intereses. Su desarrollo ulterior conduce a que el trabajo comercial se separe del industrial. Al mismo tiempo, la división del trabajo dentro de estas diferentes ramas acarrea, a su vez, la formación de diversos sectores entre los individuos que cooperan en determinados trabajos. La posición que ocupan entre sí estos diferentes sectores se halla condicionada por el modo de aplicar el trabajo agrícola, industrial y comercial (patriarcalismo, esclavitud, estamentos, clases). Y las mismas relaciones se revelan, al desarrollarse el trato, en las relaciones entre diferentes naciones.


Las diferentes fases de desarrollo de la división del trabajo son otras tantas formas distintas de la propiedad; o, dicho en otros términos, cada etapa de la división del trabajo determina también las relaciones de los individuos entre sí, en lo tocante al material, el instrumento y el producto del trabajo.


La primera forma de la propiedad es la propiedad de la tribu [7]. Esta forma de propiedad corresponde a la fase incipiente de la producción en que un pueblo vive de la caza y la pesca, de la ganadería o, a lo sumo, de la agricultura. En este último caso, la propiedad tribal presupone la existencia de una gran masa de tierras sin cultivar. En esta fase, la división del trabajo se halla todavía muy poco desarrollado y no es más que la extensión de la división natural de trabajo existente en el seno de la familia. La estructura social, en esta etapa, se reduce también, por tanto, a una ampliación de la familia: a la cabeza de la tribu se hallan sus patriarcas, luego los miembros de la tribu y, finalmente, los esclavos. La esclavitud latente en la familia va desarrollándose poco a poco al crecer la población y las necesidades, al extenderse el intercambio exterior y al aumentar las guerras y el comercio de trueque.



[7]   El término «Stamm», que se traduce en "La Ideología Alemana» por «tribu», tenía en la ciencia de los años 40 del siglo XIX un significado más amplio que en la actualidad. Implicaba conjunto de personas que procedían de un mismo antecesor y abarcaba los conceptos modernos de «gens» y «tribu». La definición exacta y la distinción de estos conceptos se dio por primera vez en el libro de L. Morgan "La sociedad antigua" (1877). Al sintetizar los resultados de las investigaciones de Morgan, Engels desplegó en todos los aspectos el contenido de los conceptos «gens» y «tribu» en su obra "El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado" (1884) (véase la presente edición, t. 3).

 ORIGEN DE LA FAMILIA, LA PROPIEDAD PRIVADA Y EL ESTADO
Escrito: Por F. Engels, en idioma alemán, entre marzo y mayo de 1884.





La segunda forma está representada por la antigua propiedad comunal y estatal, que brota como resultado de la fusión de diversas tribus para formar una ciudad, mediante acuerdo voluntario o por conquista, y en la que sigue existiendo la esclavitud. Junto a la propiedad comunal, va desarrollándose ya la propiedad privada mobiliaria, y más tarde la inmobiliaria, pero como forma anormal, supeditada a aquélla. Los ciudadanos del Estado sólo en cuanto comunidad pueden ejercer su poder sobre los esclavos que trabajan para ellos, lo que ya de por sí los vincula a la forma de la propiedad comunal. Es la propiedad privada comunal de los ciudadanos activos del Estado, obligados con respecto a los esclavos a permanecer unidos en este tipo natural de asociación. Esto explica por qué toda la estructura de la sociedad asentada sobre estas bases, y con ella el poder del pueblo, decaen a medida que va desarrollándose la propiedad privada inmobiliaria. La división del trabajo aparece aquí más desarrollada. Nos encontramos ya con la oposición entre la ciudad y el campo y, más tarde, con la oposición entre Estados que representan, de una parte, los intereses de la vida urbana y, de otra, los de la vida rural; dentro de las mismas ciudades, con la oposición entre la industria y el comercio marítimo. Las relaciones de clases entre ciudadanos y esclavos han adquirido ya su pleno desarrollo.

Con el desarrollo de la propiedad privada surgen aquí las mismas relaciones con que nos encontraremos en la propiedad privada de los tiempos modernos, aunque en proporciones más extensas. De una parte, aparece la concentración de la propiedad privada, que en Roma comienza desde muy pronto (una prueba de ello la tenemos en la ley agraria licinia [8]) y que, desde las guerras civiles, sobre todo bajo los emperadores, avanza muy rápidamente; de otra parte, y en relación con esto, la transformación de los pequeños campesinos plebeyos en proletariado que, sin embargo, dada su posición intermedia entre los ciudadanos poseedores y los esclavos, no llega a adquirir un desarrollo independiente.

[8]  La ley agraria de los tribunos populares romanos Licinio y Sexto, adoptada en el año 367 a. de n. e., prohibía a los ciudadanos romanos poseer más de 500 yugadas (unas 125 ha) de tierra de fondo público (ager publicus).


La tercera forma es la propiedad feudal o por estamentos. Del mismo modo que la Antigüedad partía de la ciudad y de su pequeña comarca, la Edad Media tenía como punto de partida el campo. Este cambio de punto de arranque hallábase condicionado por la población con que se encontró la Edad Media: una población escasa, diseminada en grandes áreas y a la que los conquistadores no aportaron gran incremento. De aquí que, al contrario de lo que había ocurrido en Grecia y en Roma, el desarrollo feudal se iniciara en un terreno mucho más extenso, preparado por las conquistas romanas y por la difusión de la agricultura, al comienzo relacionada con ellas. Los últimos siglos del Imperio romano decadente y su conquista por los propios bárbaros destruyeron una gran cantidad de fuerzas productivas; la agricultura veíase postrada, la industria languideció por la falta de mercados, el comercio cayó en el sopor o se vio violentamente interrumpido y la población rural y urbana decreció. Estos factores preexistentes y el modo de organización de la conquista par ellas condicionado hicieron que se desarrollara, bajo la influencia de la estructura del ejército germánico, la propiedad feudal. También ésta se basa, como la propiedad de la tribu y la comunal, en una comunidad [Gemeinwesen], pero frente a ésta no se hallan ahora, en cuanto clase directamente productora, los esclavos, como ocurría en la sociedad antigua, sino los pequeños campesinos siervos de la gleba. Y, a la par con el desarrollo completo del feudalismo, aparece el antagonismo del campo con respecto a la ciudad. La estructura jerárquica de la propiedad territorial y, en relación con ello, las mesnadas armadas, daban a la nobleza el poder sobre los siervos. Esta estructura feudal era, lo mismo que lo había sido la propiedad comunal antigua, una asociación frente a la clase productora dominada; lo que variaba era la forma de la asociación y la relación con los productores directos, ya que las condiciones de producción eran distintas.


A esta estructura feudal de la posesión de tierras correspondía en las ciudades la propiedad corporativa, la organización feudal de la artesanía. Aquí, la propiedad estribaba [f. 4], fundamentalmente, en el trabajo individual de cada uno. La necesidad de asociarse para hacer frente a la nobleza rapaz asociada; la necesidad de disponer de locales en el mercado comunes en una época en que el industrial era, al propio tiempo, comerciante; la creciente competencia de los siervos que huían de la gleba y afluían en tropel a las ciudades prósperas y florecientes, y la estructura feudal de todo el país hicieron surgir los gremios; los pequeños capitales de los artesanos individuales, reunidos poco a poco por el ahorro, y la estabilidad del número de éstos en medio de una creciente población, hicieron que se desarrollara el sistema de oficiales y aprendices, engendrando en las ciudades una jerarquía semejante a la que imperaba en el campo.


Por tanto, durante la época feudal, la forma fundamental de la propiedad era la propiedad territorial con el trabajo de los siervos a ella vinculados, de una parte y, de otra, el trabajo propio con un pequeño capital que dominaba sobre el trabajo de los oficiales de los gremios. La estructura de ambas formas hallábase determinada por las condiciones limitadas de la producción, por el escaso y rudimentario cultivo de la tierra y por la industria artesana. La división del trabajo se desarrolló muy poco, en el período floreciente del feudalismo. Todo país llevaba en su entraña la oposición entre la ciudad y el campo; es cierto que la estructura de los estamentos se hallaba muy ramificada y acusada, pero fuera de la separación entre príncipes, nobleza, clero y campesinos, en el campo, y maestros, oficiales y aprendices, y muy pronto la plebe de los jornaleros, en la ciudad, no encontramos otra división importante. En la agricultura, la división del trabajo veíase entorpecida por el cultivo parcelado, junto al que surgió después la industria a domicilio de los propios campesinos; en la industria, no existía división del trabajo dentro de cada oficio, y muy poca  entre unos oficios y otros. La división entre la industria y el comercio se encontró ya establecida de antes en las viejas ciudades, mientras que en las nuevas sólo se desarrolló más tarde, al entablarse entre las ciudades contactos y relaciones.


La agrupación de territorios importantes más extensos para formar reinos feudales era una necesidad, tanto para la nobleza propietaria de tierras como para las ciudades. De aquí que a la cabeza de la organización de la clase dominante, de la nobleza, figurara en todas partes un monarca [xiii].


[4. Esencia de la concepción materialista de la historia. El ser social y la conciencia social]



[f. 5] Nos encontramos, pues, con el hecho de que determinados individuos que se dedican de un determinado modo a la producción [xiv], contraen entre sí estas relaciones sociales y políticas determinadas. La observación empírica tiene necesariamente que poner de relieve en cada caso concreto, empíricamente y sin ninguna clase de embaucamiento y especulación, la relación existente entre la estructura social y política y la producción. La estructura social y el Estado brotan constantemente del proceso de vida de determinados individuos; pero de estos individuos, no como puedan presentarse ante la imaginación propia o ajena, sino tal y como realmente son; es decir, tal y como actúan y como producen materialmente y, por tanto, tal y como desarrollan sus actividades bajo determinados límites, premisas y condiciones materiales, independientes de su voluntad [xv].


La producción de las ideas, las representaciones y la conciencia aparece, al principio, directamente entrelazada con la actividad material y el trato material de los hombres, como el lenguaje de la vida real. La formación de las ideas, el pensamiento, el trato espiritual de los hombres se presentan aquí todavía como emanación directa de su comportamiento material. Y lo mismo ocurre con la producción espiritual, tal y como se manifiesta en el lenguaje de la política, de las leyes, de la moral, de la religión, de la metafísica, etc., de un pueblo. Los hombres son los productores de sus representaciones, de sus ideas, etc., pero se trata de hombres reales y activos tal y como se hallan condicionados por un determinado desarrollo de sus fuerzas productivas y por el trato que a él corresponde, hasta llegar a sus formas más lejanas [xvi]. La conciencia [das Bewusstsein] jamás puede ser otra cosa que el ser consciente [das bewusste Sein], y el ser de los hombres es su proceso de vida real. Y si en toda la ideología, los hombres y sus relaciones aparecen invertidos como en la cámara oscura, este fenómeno proviene igualmente de su proceso histórico de vida, como la inversión de los objetos al proyectarse sobre la retina proviene de su proceso de vida directamente físico.


Totalmente al contrario de lo que ocurre en la filosofía alemana, que desciende del cielo sobre la tierra, aquí se asciende de la tierra al cielo. Es decir, no se parte de lo que los hombres dicen, se representan o se imaginan, ni tampoco del hombre predicado, pensado, representado o imaginado, para llegar, arrancando de aquí, al hombre de carne y hueso; se parte del hombre que realmente actúa y, arrancando de su proceso de vida real, se expone también el desarrollo de los reflejos ideológicos y de los ecos de este proceso de vida. También las formaciones nebulosas que se condensan en el cerebro de los hombres son sublimaciones necesarias de su proceso material de vida, proceso empíricamente registrable y ligado a condiciones materiales. La moral, la religión, la metafísica y cualquier otra ideología y las formas de conciencia que a ellos correspondan pierden, así, la apariencia de su propia sustantividad. No tienen su propia historia ni su propio desarrollo, sino que los hombres que desarrollan su producción material y su trato material cambian también, al cambiar esta realidad, su pensamiento y los productos de su pensamiento. No es la conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia. Desde el primer punto de vista, se parte de la conciencia como si fuera un individuo viviente; desde el segundo punto de vista, que es el que corresponde a la vida real, se parte del mismo individuo real viviente y se considera la conciencia solamente como su conciencia.

Y este modo de considerar las cosas posee sus premisas. Parte de las condicionas reales y no las pierde de vista ni por un momento. Sus premisas son los hombres, pero no tomados en un aislamiento y rigidez fantástica, sino en su proceso de desarrollo real y empíricamente registrable, bajo la acción de determinadas condiciones. En cuanto se expone este proceso activo de vida, la historia deja de ser una colección de hechos muertos, como lo es para los empíricos, todavía abstractos, o una acción imaginaria de sujetos imaginarios, como lo es para los idealistas.

Allí donde termina la especulación, en la vida real, comienza también la ciencia real y positiva, la exposición de la acción práctica, del proceso práctico de desarrollo de los hombres. Terminan allí las frases sobre la conciencia y pasa a ocupar su sitio el saber real. La filosofía independiente pierde, con la exposición de la realidad, el medio en que puede existir. En lugar de ella, puede aparecer, a lo sumo, un compendio de los resultados más generales, abstraídos de la consideración del desarrollo histórico de los hombres. Estas abstracciones de por sí, separadas de la historia real, carecen de todo valor. Sólo pueden servir para facilitar la ordenación del material histórico, para indicar la sucesión de sus diferentes estratos. Pero no ofrecen en modo alguno, como la filosofía, receta o patrón con arreglo al cual puedan aderezarse las épocas históricas. Por el contrario, la dificultad comienza allí donde se aborda la consideración y ordenación del material, sea de una época pasada o del presente, la exposición real de las cosas. La eliminación de estas dificultades hállase condicionada por premisas que en modo alguno pueden darse aquí, pues se derivan siempre del estudio del proceso de vida real y de la acción de los individuos en cada época. Destacaremos aquí algunas de estas abstracciones, para oponerlas a la ideología, ilustrándolas con algunos ejemplos históricos [xvii].

NOTAS

[i] Literalmente, cabeza muerta, aquí, restos mortales. (N. de la Edit.)
[ii] Luego, en la primera variante de la copia en limpio viene el siguiente texto tachado:
«[p. 2] Anteponemos por eso a la crítica especial de los representantes individuales de este movimiento ciertas observaciones generales que elucidan las premisas ideológicas comunes a todos ellos. Estas observaciones serán suficientes para caracterizar el punto de vista de nuestra crítica en la medida en que esto es necesario para comprender y argumentar unas u otras críticas sucesivas. Dirigimos estas observaciones [p. 3] precisamente a Feuerbach porque es el único que ha dado, aunque sólo sea en cierta medida, un paso adelante y cuyos trabajos pueden examinarse de bonne foi [de buena fe].

1. La ideología en general, y la ideología alemana en particular

A. Conocemos sólo una ciencia, la ciencia de la historia. Se puede enfocar la historia desde dos ángulos, se puede dividirla en historia de la naturaleza e historia de los hombres. Sin embargo, las dos son inseparables: mientras existan los hombres, la historia de la naturaleza y la historia de los hombres se condicionan mutuamente. La historia de la naturaleza, las llamadas ciencias naturales, no nos interesa aquí, en cambio tenemos que examinar la historia de los hombres, puesto que casi toda la ideología se reduce ya bien a la interpretación tergiversada de esta historia, ya bien a la abstracción completa de la misma. La propia ideología no es más que uno de tantos aspectos de esta historia».

A continuación, en la primera variante de la copia en limpio sigue un texto no tachado acerca de las premisas para la concepción materialista de la historia. En la presente edición, este texto se inserta más adelante, como § 2, en la variante fundamental (segunda) de la copia en limpio (véase págs. 15-16) (N. de la Edit.)
[iii] Las categorías fundamentales de F. Strauss y de B. Bauer. (N. de la Edit.)
[iv] Las categorías fundamentalos de L. Feuerbach y M. Stirner. (N. de la Edit.)
[v] Luego viene tachado en el manuscrito: «que se ha presentado pretendiendo asumir el papel de salvadora absoluta del mundo en la lucha contra todos los males. La religión se ha interpretado y examinado siempre como la causa última de todas las relaciones contrarias a estos filósofos, como el enemigo principal». (N. de la Edit.)
[vi] Max Stirner. (N. de la Edit.)
[vii] Trátase de L. Feuerbach, B. Bauer y M. Stirner. (N. de la Edit.)
[viii] En el manuscrito de la variante fundamental de la copia en limpio, el resto de la página está en blanco. Luego, en la siguiente comienza el texto que en la presente edición se reproduce como § 3. (N. de la Edit.)
[ix] El texto de este párrafo ha sido tomado de la primera variante de la copia en limpio. (N. de la Edit.)
[x] Luego sigue en el manuscrito un texto tachado: «El primer acto histórico de estos individuos, merced al que se distinguen de los animales, no consiste en que piensan, sino en que comienzan a producir los indispensables medios de subsistencia». (N. de la Edit.)
[xi] Luego sigue en el manuscrito un texto tachado: «Ahora bien, estas condiciones no determinan sólo la organización corporal inicial, espontánea, de los hombres, sobre todo las diferencias raciales entre ellos, sino también su desarrollo sucesivo —o la falta de desarrollo— hasta nuestros días» (N. de la Edit.)
[xii] Aquí termina la primera variante de la copia en limpio. Lo que sigue en la presente edición es texto de la variante fundamental de la copia en limpio. (N. de la Edit.)
[xiii] En el manuscrito, la parte restante de la página está en blanco. Luego en la página siguiente comienza el resumen de la esencia de la concepción materialista de la historia. La cuarta forma (burguesa) de propiedad se examina más adelante, en la parte IV del capítulo, §§ 2-4. (N. de la Edit.)
[xiv] En la variante inicial se dice: «determinados individuos, guardando determinadas relaciones de producción». (N. de la Edit.)
[xv] Luego viene tachado en el manuscrito: «Las ideas que se forman estos individuos son ya bien ideas de su relación con la naturaleza, ya bien de sus relaciones entre sí, ya bien ideas acerca de lo que son ellos mismos. Es claro que en todos estos casos dichas ideas son una expresión consciente —efectiva o ilusoria— de sus verdaderas relaciones y actividad, de su producción, de sus contactos, de su organización social y política. Admitir lo contrario sólo es posible en el caso de que, cuando además del espíritu de los individuos efectivos y materialmente condicionados, se presupone algún espíritu especial más. Si la expresión consciente de las verdaderas relaciones de estos individuos es ilusoria, si estos últimos ponen de cabeza su realidad en sus ideas, es también consecuencia de la limitación del modo de su actividad material y de sus relaciones sociales, que se desprenden de ello». (N. de la Edit.)
[xvi] La variante inicial dice: «Los hombres son los productores de sus representaciones, ideas, etc., precisamente los hombres, condicionados por el modo da producción de su vida material, por su trato material y por el continuo desarrollo de éste en la estructura social y política». (N. de la Edit.)
[xvii] Aquí termina la variante fundamental (segunda) de la copia en limpio. En la presente edición siguen tres partes del manuscrito original. (N. de la Edit.)

[1]  "La Ideología Alemana". Crítica de la novísima filosofía alemana, representada por Feuerbach, B. Bauer y Stirner y del socialismo alemán representado por sus diversos profetas" es una obra conjunta de Carlos Marx y Federico Engels, escrita en Bruselas entre 1845 y 1846. En ella desplegaron por primera vez en todos los aspectos la concepción materialista de la historia.
El manuscrito de "La Ideología Alemana" de Marx y Engels constaba de dos tomos, el primero de los cuales contenía la crítica de la filosofía posthegeliana, y el segundo, la crítica del «socialismo verdadero».

En el primer capítulo del primer tomo se expone el contenido positivo fundamental de toda la obra. Por eso el primer capítulo es el más importante de todos y tiene significado independiente.
El manuscrito del primer capítulo consta de tres partes en borrador y dos, pasadas en limpio, del comienzo del mismo. De acuerdo con ello, el texto del capítulo se divide en cuatro partes.
La primera parte del mismo es la segunda variante de la copia en limpio con la adición de la primera variante de lo que no se utilizó en la segunda, la segunda parte es el núcleo primordial de toda la obra. La tercera y cuarta partes son digresiones teóricas pasadas del capítulo sobre Stirner (tercer capítulo del primer tomo). En esta edición, el orden de los textos va según el folleto ruso: C. Marx y F. Engels. "Feuerbach. La oposición de las concepciones materialista e idealista". (Nueva publicación del primer capítulo de "La Ideología Alemana"). Moscú, 1966.
Todos los encabezamientos y adiciones necesarias de la editorial van entre corchetes, así como también los números de las páginas del manuscrito. Los folios de la segunda copia en limpio, que es la fundamental, están numerados por Marx y Engels y señalados con la letra «f» y una cifra: [f. 1], etc. Las páginas de la primera copia en limpio no tienen numeración del autor y están indicadas con la letra «p» y una cifra [p. 1], etc. Las páginas de las tres partes del borrador, numeradas por Marx, se indican con una simple cifra [1], etc.
[2] Se refiere a la obra fundamental de D. F. Strauss "Das Leben Jesu" ("La vida de Jesús"), Bd. 1-2, Tübingen, 1835-1836, que puso comienzo a la crítica filosófica de la religión y a la división de la escuela hegeliana en viejos hegelianos y jóvenes hegelianos.
[3]  Se alude a la revolución burguesa de fines del siglo XVIII en Francia.
[4]  Diadocos: generales de Alejandro Magno que se enzarzaron al fallecer éste, en enconada lucha por el poder. A lo largo de esta lucha (fines del siglo IV y comienzos del siglo III a. de n. e.), la monarquía de Alejandro, que era, en sí, una agrupación administrativo-militar efímera, se dividió en varios Estados.
[5]  "Pensamientos que hacen estremecer el mundo", expresión de un artículo anónimo de la revista "Wigand's Vierteljahrsschrift" de 1845, t. IV, pág. 327.
"Wigand's Vierteljahrsschrift" (Revista trimestral de Wigand), publicación filosófica de los jóvenes hegelianos; la editaba O. Wigand en Leipzig de 1844 a 1845. Colaboraban en ella B. Bauer, Max Stirner, L. Feuerbach y otros.
[6]   El término de «Verkehr» (trato) en "La Ideología Alemana" tiene un contenido muy amplio. Incluye la comunicación material y espiritual de individuos, grupos sociales y países enteros. Marx y Engels muestran en su obra que el trato material entre las personas, sobre todo en el proceso de producción, es la base de todo otro trato. En los términos VerkehrsformVerkehrsweiseVerkehrsverhältnisseProduktionsund Verkehrsverhältnisse («forma de trato», «modo de trato», «relaciones de trato», «relaciones de producción y trato»), que se usan en la "Ideología Alemana", encontró expresión el concepto de relaciones de producción que, por entonces, Marx y Engels tenían en proceso de formación.
[7]   El término «Stamm», que se traduce en "La Ideología Alemana» por «tribu», tenía en la ciencia de los años 40 del siglo XIX un significado más amplio que en la actualidad. Implicaba conjunto de personas que procedían de un mismo antecesor y abarcaba los conceptos modernos de «gens» y «tribu». La definición exacta y la distinción de estos conceptos se dio por primera vez en el libro de L. Morgan "La sociedad antigua" (1877). Al sintetizar los resultados de las investigaciones de Morgan, Engels desplegó en todos los aspectos el contenido de los conceptos «gens» y «tribu» en su obra "El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado" (1884) (véase la presente edición, t. 3).
[8]  La ley agraria de los tribunos populares romanos Licinio y Sexto, adoptada en el año 367 a. de n. e., prohibía a los ciudadanos romanos poseer más de 500 yugadas (unas 125 ha) de tierra de fondo público (ager publicus).





Todos los encabezamientos y adiciones necesarias de la editorial van entre corchetes, así como también los números de las páginas del manuscrito. Los folios de la segunda copia en limpio, que es la fundamental, están numerados por Marx y Engels y señalados con la letra «f» y una cifra: [f. 1], etc. Las páginas de la primera copia en limpio no tienen numeración del autor y están indicadas con la letra «p» y una cifra [p. 1], etc. Las páginas de las tres partes del borrador, numeradas por Marx, se indican con una simple cifra [1], etc.

II.   [II]

[1. Condiciones de la liberación real de los hombres]

[1] Como es lógico, no tomaremos el trabajo de ilustrar a nuestros sabios filósofos acerca de que la «liberación» del «hombre» no ha avanzado todavía un paso siquiera si han disuelto la filosofía, la teología, la sustancia y toda la demás porquería en la «autoconciencia», si han liberado al «hombre» de la dominación de estas frases, a las que jamás ha estado sometido [i]; acerca de que la liberación real no es posible si no es en el mundo real y con medios reales, que no se puede abolir la esclavitud sin la máquina de vapor y la mule jenny, que no se puede abolir el régimen de la servidumbre sin una agricultura mejorada, que, en general, no se puede liberar a los hombres mientras no estén en condiciones de asegurarse plenamente comida, bebida, vivienda y ropa de adecuada calidad y en suficiente cantidad. La «liberación» es un acto histórico y no mental, y conducirán a ella las relaciones históricas, el estado de la industria, del comercio, de la agricultura, de las relaciones...[ii] [2] luego, además, en consonancia con los distintos grados de su desarrollo, el absurdo de la sustancia, el sujeto, la autoconciencia y la crítica pura, exactamente de la misma manera que el absurdo religioso y teológico, y después de eso volverán a suprimirla cuando hayan avanzado bastante en su desarrollo [iii]. Desde luego, en un país como Alemania, donde el desarrollo histórico sólo se produce de la forma más trivial, estos movimientos en la esfera del pensamiento puro, esta trivialidad glorificada e inactiva compensan la insuficiencia de movimientos históricos, arraigan y hay que combatirlos. Pero, esta lucha es de importancia local [iv].

[2. Crítica del materialismo contemplativo e inconsecuente de Feuerbach]

... [v] [8] de lo que se trata en realidad y para el materialista práctico, es decir, para el comunista, es de revolucionar el mundo existente, de atacar prácticamente y de hacer cambiar las cosas con que nos encontramos. Allí donde encontramos en Feuerbach semejantes concepciones, no pasan nunca de intuiciones sueltas, que influyen demasiado poco en su modo general de concebir para que podamos considerarlas más que como simples gérmenes, susceptibles de desarrollo. La «concepción» feuerbachiana del mundo sensorial se limita, de una parte, a su mera contemplación y, de otra parte, a la mera sensación: dice «el hombre» en vez de los «hombres históricos reales». «El hombre como tal» es, en realiter [vi], el «alemán».

En el primer caso, en la contemplación del mundo sensorial, tropieza necesariamente con cosas que contradicen a su conciencia y a su sentimiento, que trastornan la armonía por él presupuesta de todas las partes del mundo sensorial y, principalmente, del hombre y la naturaleza [vii] . Para eliminar esta contradicción, Feuerbach se ve obligado a recurrir a una doble contemplación, oscilando entre una concepción profana, que sólo ve «lo que está a mano», y otra superior, filosófica, que contempla la «verdadera esencia» de las cosas. No ve que el mundo sensorial que le rodea no es algo directamente dado desde toda una eternidad y constantemente igual a sí mismo, sino el producto de la industria y del estado social, en sentido en que es un producto histórico, el resultado de la actividad de toda una serie de generaciones, cada una de las cuales se encarama sobre los hombros de la anterior, sigue desarrollando su industria y su intercambio y modifica su organización social con arreglo a las nuevas necesidades. Hasta los objetos de la «certeza sensorial» más simple le vienen dados solamente por el desarrollo social, la industria y el intercambio comercial. Así es sabido que el cerezo, como casi todos los árboles frutales, fue transplantado a nuestra zona hace pocos siglos por obra del comercio y, por medio de esta acción de una determinada sociedad y de una determinada época, fue entregado a la «certeza sensorial» de Feuerbach.


Por lo demás, en esta concepción de las cosas tal y como realmente son y han acaecido, todo profundo problema filosófico, como se mostrará más claramente en lo sucesivo, se reduce a un hecho empírico puro y simple. Así, por ejemplo, el importante problema de la actitud del hombre hacia la naturaleza (o, incluso, como dice Bruno (pág.110) [9], «antítesis de la naturaleza y la historia», como si se tratase de dos «cosas» distintas y el hombre no tuviera siempre ante sí una naturaleza histórica y una historia natural), del que han brotado todas las «obras inescrutablemente altas» [viii] sobre la «sustancia» y la «autoconciencia», desaparece por sí mismo ante la convicción de que la famosísima «unidad del hombre con la naturaleza» ha consistido siempre en la industria, siendo de uno u otro modo según el mayor o menor desarrollo de la industria en cada época, lo mismo que la «lucha» del hombre con la naturaleza, hasta el desarrollo de sus fuerzas productivas sobre la base correspondiente. La industria y el comercio, la producción y el intercambio de los medios de vida condicionan, por su parte, y se hallan, a su vez, condicionados en cuanto al modo de funcionar por la distribución, por la estructura de las diversas clases sociales; y así se explica por qué Feuerbach, en Mánchester, por ejemplo, sólo encuentra fábricas y máquinas, donde hace unos cien años no había más que tornos de hilar y telares movidos a mano, o que en la Campagna di Roma, donde en la época de Augusto no habría encontrado más que viñedos y villas de capitalistas romanos, sólo haya hoy pastizales y pantanos. Feuerbach habla especialmente de la contemplación de la naturaleza por la ciencia, cita misterios que sólo se revelan a los ojos del físico y del químico, pero ¿qué sería de las ciencias naturales, a no ser por la industria y el comercio? Incluso estas ciencias naturales «poras» sólo adquieren su fin como su material solamente gracias al comercio y a la industria, gracias a la actividad sensorial de los hombres. Y hasta tal punto es esta actividad, este continuo laborar y crear sensorios, esta producción, la base de todo el mundo sensorio tal y como ahora existe, que si se interrumpiera aunque sólo fuese durante un año, Feuerbach no sólo se encontraría con enormes cambios en el mundo natural, sino que pronto echaría de menos todo el mundo humano y su propia capacidad de contemplación y hasta su propia existencia. Es cierto que queda en pie, en ello, la prioridad de la naturaleza exterior y que todo esto no es aplicable al hombre originario, creado por generatio aequivoca [ix], pero esta diferencia sólo tiene sentido siempre y cuando se considere al hombre como algo distinto de la naturaleza. Por demás, esta naturaleza anterior a la historia humana no es la naturaleza en que vive Feuerbach, sino una naturaleza que, fuera tal vez de unas cuantas islas coralíferas australianas de reciente formación, no existe ya hoy en parte alguna, ni existe tampoco, por tanto, para Feuerbach.

Es cierto que Feuerbach [10] les lleva a los materialistas «puros» la gran ventaja de que estima que también el hombre es un «objeto sensorio»; pero, aun aparte de que sólo lo ve como «objeto sensorio» y no como «actividad sensoria», manteniéndose también en esto dentro de la teoría, sin concebir los hombres dentro de su conexión social dada, bajo las condiciones de vida existentes que han hecho de ellos lo que son, no llega nunca, por ello mismo, hasta el hombre realmente existente, hasta el hombre activo, sino que se detiene en el concepto abstracto «el hombre», y sólo consigue reconocer en la sensación el «hombre real, individual, corpóreo»; es decir, no conoce más «relaciones humanas» «entre el hombre y el hombre» que las del amor y la amistad, y además, idealizadas. No nos ofrece crítica alguna de las condiciones de vida actuales. No consigue nunca, por tanto, concebir el mundo sensorial como la actividad sensoria y viva total de los individuos que lo forman, razón por la cual se ve obligado, al ver, por ejemplo, en vez de hombres sanos, un tropel de seres hambrientos, escrofulosos, agotados por la fatiga y tuberculosis, a recurrir a una «contemplación más alta» y a la ideal «compensación dentro del género»; es decir, a reincidir en el idealismo precisamente allí donde el materialista comunista ve la necesidad y, al mismo tiempo, la condición de una transformación radical tanto de la industria como del régimen social.


En la medida en que Feuerbach es materialista, se mantiene al margen de la historia, y en la medida en que toma la historia en consideración, no es materialista. Materialismo e historia aparecen completamente divorciados en él, cosa que, por lo demás, se explica por lo que dejamos expuesto [xi].


[3. Relaciones históricas primarias, o aspectos básicos de la actividad social: producción de medios de subsistencia, creación de nuevas necesidades, reproducción del hombre (la familia), relación social, conciencia]


[11] [xii] Tratándose de los alemanes, situados al margen de toda premisa, debemos comenzar señalando que la primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de toda historia, es que los hombres se hallen, para «hacer historia» [xiii], en condiciones de poder vivir. Ahora bien, para vivir hacen falta ante todo comida, bebida, vivienda, ropa y algunas cosas más [xiv] [10]. El primer hecho histórico es, por consiguiente, la producción de los medios indispensables para la satisfacción de estas necesidades, es decir la producción de la vida material misma, y no cabe duda de que es éste un hecho histórico, una condición fundamental de toda historia, que lo mismo hoy que hace miles de años, necesita cumplirse todos los días y a todas horas, simplemente para asegurar la vida de los hombres. Y aun cuando la vida de los sentidos se reduzca al mínimum, a lo más elemental —a un palo— [11], como en San Bruno, este mínimo presupondrá siempre, necesariamente, la producción de dicho palo. Por consiguiente, lo primero, en toda concepción histórica, es observar este hecho fundamental en toda su significación y en todo su alcance y colocarlo en el lugar que le corresponde. Cosa que los alemanes, como es sabido, no han hecho nunca, razón por la cual jamás han tenido una base terrenal para la historia ni, consiguientemente, un historiador. Los franceses y los ingleses, aun cuando concibieron de un modo extraordinariamente unilateral el entronque de este hecho con la llamada historia, sobre todo los que se vieron prisioneros de la ideología política, hicieron, sin embargo, los primeros intentos encaminados a dar a la historiografía una base material, al escribir las primeras historias de la sociedad civil, del comercio y de la industria.


Lo segundo es que [12] la satisfacción de esta primera necesidad, la acción de satisfacerla y la adquisición del instrumento necesario para ello conduce a nuevas necesidades, y esta creación de necesidades nuevas constituye el primer hecho histórico. Y ello demuestra inmediatamente de quién es hija espiritual la gran sabiduría histórica de los alemanes que, cuando les falta el material positivo y no se trata de necedades políticas, teológicas ni literarias, no nos ofrecen ninguna clase de historia, sino que hacen desfilar ante nosotros los «tiempos prehistóricos», pero sin detenerse a explicarnos cómo se pasa de este absurdo de la «prehistoria» a la historia en sentido propio, aunque es evidente, por otra parte, que sus especulaciones históricas se lanzan con especial fruición a esta «prehistoria» porque en ese terreno creen hallarse a salvo de la ingerencia de los «toscos hechos» y, al mismo tiempo, porque aquí pueden dar rienda suelta a sus impulsos especulativos y proponer y echar por tierra miles de hipótesis.


El tercer factor que aquí interviene desde un principio en el desarrollo histórico es el de que los hombres que renuevan diariamente su propia vida comienzan al mismo tiempo a crear a otros hombres, a procrear: es la relación entre marido y mujer, entre padres e hijos, la familia. Esta familia, que al principio constituye la única relación social, más tarde, cuando las necesidades, al multiplicarse, crean nuevas relaciones sociales y, a su vez, al aumentar el censo humano, brotan nuevas necesidades, pasa a ser (salvo en Alemania) una relación secundaria y tiene, por tanto, que tratarse y desarrollarse con arreglo a los datos empíricos existentes, y no ajustándose al «concepto de la familia» misma, como se suele hacer en Alemania.


Por lo demás, estos tres aspectos de la actividad social no deben considerarse como tres peldaños distintos, sino sencillamente como eso, como tres aspectos o, para decirlo de modo más comprensible a los alemanes, como tres «momentos» que han coexistido desde el principio de la historia y desde el primer hombre y que todavía hoy siguen rigiendo en la historia.

La producción de la vida, tanto de la propia en el trabajo, como de la ajena en la procreación, se manifiesta inmediatamente como una doble [13] relación —de una parte, como una relación natural, y de otra como una relación social—; social, en el sentido de que por ella se entiende la cooperación de diversos individuos, cualesquiera que sean sus condiciones, de cualquier modo y para cualquier fin. De donde se desprende que un determinado modo de producción o una determinada fase industrial lleva siempre aparejado un determinado modo de cooperación o un determinado peldaño social, modo de cooperación que es a su vez, una «fuerza productiva»; que la suma de las fuerzas productivas accesibles al hombre condiciona el estado social y que, por tanto, la «historia de la humanidad» debe estudiarse y elaborarse siempre en conexión con la historia de la industria y del intercambio. Pero, asimismo es evidente que en Alemania no se puede escribir este tipo de historia, ya que los alemanes carecen, no sólo de la capacidad de concepción y del material necesarios, sino también de la «certeza» adquirida a través de los sentidos, y de que del otro lado del Rin no es posible reunir experiencias, por la sencilla razón de que allí no ocurre ya historia alguna. Se manifiesta, por tanto, ya de antemano, una conexión materialista de los hombres entre sí, condicionada por las necesidades y el modo de producción y que es tan vieja como los hombres mismos; conexión que adopta constantemente nuevas formas y que ofrece, por consiguiente, una «historia», aún sin que exista cualquier absurdo político o religioso que mantenga, además, unidos a los hombres.


Solamente ahora, después de haber considerado ya cuatro momentos, cuatro aspectos de las relaciones originarias históricas, caemos en la cuenta de que el hombre tiene también «conciencia» [xv]. Pero, tampoco ésta es desde un principio una conciencia «pura». El «espíritu» hace ya tratado [14] con la maldición de estar «preñado» de materia, que aquí se manifiesta bajo la forma de capas de aire en movimiento, de sonidos, en una palabra, bajo la forma del lenguaje. El lenguaje es tan viejo como la conciencia: el lenguaje es la conciencia práctica, la conciencia real, que existe también para los otros hombres y que, por tanto, comienza a existir también para mí mismo; y el lenguaje nace, como la conciencia, de la necesidad, de los apremios de relación con los demás hombres [xvi]. Donde existe una actitud, existe para mí, pues el animal no tiene «actitud» ante nada ni, en general, podemos decir que tenga «actitud» alguna. Para el animal, sus relaciones con otros no existen como tales relaciones. La conciencia, por tanto, es ya de antemano un producto social, y lo seguirá siendo mientras existan seres humanos. La conciencia es, en principio, naturalmente, conciencia del mundo inmediato y sensorio que nos rodea y conciencia de los nexos limitados con otras personas y cosas, fuera del individuo consciente de sí mismo; y es, al mismo tiempo, conciencia de la naturaleza, que al principio se enfrenta al hombre como un poder absolutamente extraño, omnipotente e inexpugnable, ante el que la actitud de los hombres es puramente animal y al que se someten como el ganado; es, por tanto, una conciencia puramente animal de la naturaleza (religión natural).


Inmediatamente, vemos aquí que esta religión natural o está determinada actitud hacia la naturaleza se halla determinada por la forma social, y a la inversa. En este caso, como en todos, la identidad entre la naturaleza y el hombre se manifiesta también de tal modo que la actitud limitada de los hombres hacia la naturaleza condiciona la limitada actitud de unos hombres para con otros, y ésta, a su vez, determina su actitud limitada hacia la naturaleza, precisamente porque la naturaleza apenas ha sufrido aún modificación histórica alguna. Y, de otra parte, la conciencia de la necesidad de entablar relaciones con los individuos circundantes es el comienzo de la conciencia de que el hombre vive, en general, dentro de una sociedad. Este comienzo es algo tan animal como la propia vida social, en esta fase; es, simplemente, una conciencia gregaria, y, en este punto, el hombre sólo se distingue del cordero por cuanto que su conciencia sustituye al instinto o es el suyo un instinto consciente. Esta conciencia gregaria o tribal se desarrolla y se perfecciona después, al aumentar la productividad, al incrementarse las necesidades y al multiplicarse la población [15], que es el factor sobre que descansan los dos anteriores. A la par con ello se desarrolla la división del trabajo, que originariamente no pasaba de la división del trabajo en el acto sexual y, más tarde, de una división del trabajo espontáneo o introducida de un modo «natural» en atención a las dotes físicas (por ejemplo, la fuerza corporal), a las necesidades, a las coincidencias fortuitas, etc., etc. La división del trabajo sólo se convierte en verdadera división a partir del momento en que se separan el trabajo material y el mental [xvii]. Desde este instante, puede ya la conciencia imaginarse realmente que es algo más y algo distinto que la conciencia de la práctica existente, que representa realmente algo sin representar algo real; desde este instante se halla la conciencia en condiciones de emanciparse del mundo y entregarse a la creación de la teoría «pura», de la teología «pura», la filosofía «pura», la moral «pura», etc. Pero, aun cuando esta teoría, esta teología, esta filosofía, esta moral, etc., se hallen en contradicción con las relaciones existentes, esto sólo podrá explicarse por que las relaciones sociales existentes se hallan, a su vez, en contradicción con la fuerza productiva dominante; cosa que, por lo demás, dentro de un determinado círculo nacional de relaciones, podrá suceder también por que la contradicción no se da en el seno de esta órbita nacional, sino entre esta conciencia nacional y la práctica de otras naciones [xviii]; es decir, entre la conciencia nacional y la conciencia general de una nación (como ocurre actualmente en Alemania); pero, dado que esta contradicción se presenta como contradicción existente sólo dentro del cuadro de la conciencia nacional, a tal nación le parece que también la lucha se circunscribe a dicha escoria nacional.

[16] Por lo demás, es de todo punto indiferente lo que la conciencia por sí sola haga o emprenda, pues de toda esta escoria sólo obtendremos un resultado, a saber: que estos tres momentos, la fuerza productiva, el estado social y la conciencia, pueden y deben necesariamente entrar en contradicción entre sí, ya que, con la división del trabajo, se da la posibilidad, más aún, la realidad de que las actividades espirituales y materiales [xix], el disfrute y el trabajo, la producción y el consumo, se asignen a diferentes individuos, y la posibilidad de que no caigan en contradicción reside solamente en que vuelva a abandonarse la división del trabajo. Por lo demás, de suyo se comprende que los «espectros», los «nexos», los «seres superiores», los «conceptos», los «reparos», no son más que la expresión espiritual puramente idealista, la idea del individuo imaginariamente aislado, la representación de trabas y limitaciones muy empíricas dentro de las cuales se mueve el modo de producción de la vida y la forma de relación congruente con él.


[4. La división social del trabajo y sus consecuencias: la propiedad privada, el Estado, la «enajenación» de la actividad social]


Con la división del trabajo, que lleva implícitas todas estas contradicciones y que descansa, a su vez, sobre la división natural del trabajo en el seno de la familia y en la división de la sociedad en diversas familias opuestas, se da, al mismo tiempo, la distribución y, concretamente, la distribución desigual, tanto cuantitativa como cualitativamente, del trabajo y de sus productos; es decir, la propiedad, [17] cuyo primer germen, cuya forma inicial se contiene ya en la familia, donde la mujer y los hijos son los esclavos del marido. La esclavitud, todavía muy rudimentaria, ciertamente, latente en la familia, es la primera forma de propiedad, que, por lo demás, ya aquí corresponde perfectamente a la definición de los modernos economistas, según la cual es el derecho a disponer de la fuerza de trabajo de otros. Por lo demás, división del trabajo y propiedad privada son términos idénticos: uno de ellos dice, referido a la actividad, lo mismo que el otro, referido al producto de ésta.


La división del trabajo lleva aparejada, además, la contradicción entre el interés del individuo concreto o de una determinada familia y el interés común de todos los individuos relacionados entre sí, interés común que no existe, ciertamente, tan sólo en la idea, como algo «general», sino que se presenta en la realidad, ante todo, como una relación de mutua dependencia de los individuos entre quienes aparece dividido el trabajo.


Precisamente por virtud de esta contradicción entre el interés particular y el interés común, cobra este último, en cuanto Estado una forma propia e independiente, separada de los reales intereses particulares y colectivos y, al mismo tiempo, una forma de comunidad ilusoria, pero siempre sobre la base real de los vínculos existentes, dentro de cada conglomerado familiar y tribal, tales como la carne y la sangre, la lengua, la división del trabajo en mayor escala y otros intereses y, sobre todo, como más tarde habremos de desarrollar, a base de los intereses de las clases, ya condicionadas por la división del trabajo, que se forman y diferencian en cada uno de estos conglomerados humanos y entre las cuales hay siempre una que domina sobre todas las demás. De donde se desprende que todas las luchas que se libran dentro del Estado, la lucha entre la democracia, la aristocracia y la monarquía, la lucha por el derecho de sufragio, etc., no son sino las formas ilusorias bajo las que se ventilan las luchas reales entre las diversas clases (de lo que los teóricos alemanes no tienen ni la más remota idea, a pesar de habérseles facilitado las orientaciones necesarias acerca de ello en los "Deutsche-Französische Jahrbücher" [12] y en "La Sagrada Familia"). Y se desprende, asimismo, que toda clase que aspire a implantar su dominación, aunque ésta, como ocurre en el caso del proletariado, condicione en absoluto la abolición de toda la forma de la sociedad anterior y de toda dominación en general, tiene que empezar conquistando el poder político, para poder presentar, a su vez, su interés como interés general, cosa que en el primer momento se ve obligada a hacer.


[12] "Deutsch-Französische Jahrbücher" ("Anales alemano-franceses") se publicaban en París bajo la dirección de C. Marx y A. Ruge en alemán. Salió sólo el primer número, doble, en febrero de 1844. Insertaba las obras de C. Marx "Contribución al problema hebreo" y "Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel. Introducción", así como las de F. Engels "Esbozos para la crítica de la economía política" y "La situación de Inglaterra. Tomás Carlyle. Lo pasado y lo presente". Estos trabajos implicaban el paso definitivo de Marx y Engels al materialismo y el comunismo. La causa principal de que esta revista dejara de aparecer fueron las discrepancias esenciales entre Marx y el radical burgués Ruge.— 32, 517

Anales franco- alemanes Karl Marx- Arnold Ruge



Precisamente porque los individuos sólo buscan su interés particular, que para ellos no coincide con su interés común, y porque lo general es siempre la forma ilusoria de la comunidad, se hace valer esto ante su representación como algo «ajeno» a ellos [18] e «independiente» de ellos, como un interés «general» a su vez especial y peculiar, o ellos mismos tienen necesariamente que moverse en esta escisión, como en la democracia. Por otra parte, la lucha práctica de estos intereses particulares que constantemente y de un modo real se oponen a los intereses comunes o que ilusoriamente se creen tales, impone como algo necesario la interposición práctica y el refrenamiento por el interés «general» ilusorio bajo la forma del Estado [xx].


[17] Finalmente, la división del trabajo nos brinda ya el primer ejemplo de que, mientras los hombres viven en una sociedad formada espontáneamente, mientras se da, por tanto, una separación entre el interés particular y el interés común, mientras las actividades, por consiguiente, no aparecen divididas voluntariamente, sino por modo espontáneo, los actos propios del hombre se erigen ante él en un poder ajeno y hostil, que le sojuzga, en vez de ser él quien lo domine. En efecto, a partir del momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en un determinado círculo exclusivo de actividades, que le viene impuesto y del que no puede salirse; el hombre es cazador, pescador, pastor o crítico crítico, y no tiene más remedio que seguirlo siendo, si no quiere verse privado de los medios de vida; al paso que en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos.

[18] Esta plasmación de las actividades sociales, esta consolidación de nuestro propio producto en un poder material erigido sobre nosotros, sustraído a nuestro control, que levanta una barrera ante nuestra expectativa y destruye nuestros cálculos, es uno de los momentos fundamentales que se destacan en todo el desarrollo histórico anterior. El poder social, es decir, la fuerza de producción multiplicada, que nace por obra de la cooperación de los diferentes individuos bajo la acción de la división del trabajo, se les aparece a estos individuos, por no tratarse de una cooperación voluntaria, sino espontánea, no como un poder propio, asociado, sino como un poder ajeno, situado al margen de ellos, que no saben de dónde procede ni a dónde se dirige y que, por tanto, no pueden ya dominar, sino que recorre, por el contrario, una serie de fases y etapas de desarrollo peculiar e independiente de la voluntad y los actos de los hombres y que incluso dirige esta voluntad y estos actos [xxi]. ¿Cómo, si no, podría la propiedad, por ejemplo, tener una historia, revestir diferentes formas y la propiedad territorial, supongamos, según las diferentes premisas existentes, desarrollarse en Francia para pasar de la parcelación a la centralización en pocas manos y en Inglaterra, a la inversa, de la concentración en pocas manos a la parcelación, como hoy realmente estamos viendo? ¿O cómo explicarse que el comercio, que no es sino el intercambio de los productos de diversos individuos y países, llegue a dominar el mundo entero mediante la relación entre la oferta y la demanda —relación que, como dice un economista inglés, gravita sobre la tierra como el destino de los antiguos, repartiendo con mano invisible la felicidad y la desgracia entre los hombres, creando y destruyendo imperios, alumbrando pueblos y [19] haciéndolos desaparecer—, mientras que, con la destrucción de la base, de la propiedad privada, con la regulación comunista de la producción y la abolición de la enajenación que los hombres sienten ante sus propios productos, el poder de la relación de la oferta y la demanda se reduce a la nada y los hombres vuelven a hacerse dueños del intercambio, de la producción y del modo de sus relaciones mutuas?

[5. Desarrollo de las fuerzas productivas como premisa material del comunismo]

[18] Con esta «enajenación», para expresarnos en términos comprensibles para los filósofos, sólo puede acabarse partiendo de dos premisas prácticas. Para que se convierta en un poder «insoportable», es decir, en un poder contra el que hay que hacer la revolución, es necesario que engendre a una masa de la humanidad como absolutamente «desposeída» y, a la par con ello, en contradicción con un mundo de riquezas y de educación, lo que presupone, en ambos casos, un gran incremento de la fuerza productiva, un alto grado de su desarrollo; y, de otra parte, este desarrollo de las fuerzas productivas (que entraña ya, al misma tiempo, una existencia empírica dada en un plano histórico-universal, y no en la existencia puramente local de los hombres) constituye también una premisa práctica absolutamente necesaria, porque sin ella sólo se generalizaría la escasez y, por tanto, con la pobreza, comenzaría de nuevo, a la par, la lucha por lo indispensable y se recaería necesariamente en toda la porquería anterior; y, además, porque sólo este desarrollo universal de las fuerzas productivas lleva consigo un intercambio universal de los hombres, en virtud de lo cual, por una parte, el fenómeno de la masa «desposeída» se produce simultáneamente en todos los pueblos (competencia general), haciendo que cada uno de ellos dependa de las conmociones de los otros y, por último, instituye a individuos histórico-universales, empíricamente universales, en vez de individuos locales. Sin esto, 1) el comunismo sólo llegaría a existir como fenómeno local, 2) las mismas potencias de relación no podrían desarrollarse como potencias universales y, por tanto, insoportables, sino que seguirían siendo simples «circunstancias» supersticiosas de puertas adentro, y 3) toda ampliación de la relación acabaría con el comunismo local. El comunismo, empíricamente, sólo puede darse como la acción «coincidente» o simultánea [13] de los pueblos dominantes, lo que presupone el desarrollo universal de las fuerzas productivas y el intercambio universal que lleva aparejado [xxii].

[13] Esta deducción sobre la posibilidad de la victoria de la revolución proletaria sólo en el caso de que se hiciera simultáneamente en los países capitalistas adelantados y, por consiguiente, de la imposibilidad del triunfo de la revolución en un solo país, y que obtuvo la forma más acabada en el trabajo de Engels "Principios del comunismo" (1847) (véase el presente tomo, pág. 82) era acertada para el período del capitalismo premonopolista. Lenin, partiendo de la ley, que él descubrió, del desarrollo económico y político desigual del capitalismo en la época del imperialismo, llegó a la nueva conclusión de que era posible la victoria de la revolución socialista primero en varios países o incluso en uno solo, tomado por separado, y de que era imposible la victoria simultánea de la revolución en todos los países o en la mayoría de ellos. La fórmula de esta nueva deducción se dio por vez primera en el artículo de Lenin "La consigna de los Estados Unidos de Europa" (1915).— 34, 93, 277


La ideología alemana



Lenin y Trotsky: la consigna los Estados Unidos de Europa, el socialismo en un solo país y el capitalismo de Estado


Rosa Luxemburgo: Utopías pacifistas - Estados Unidos de Europa 1911


Federico Engels Principios del Comunismo 1847. “Biografía del Manifiesto Comunista”




[19] Por lo demás, la masa de los simples obreros —de la mano de obra excluida en masa del capital o de cualquier satisfacción de sus necesidades, por limitada que sea— y, por tanto, la pérdida no puramente temporal de este mismo trabajo como fuente segura de vida, presupone, a través de la competencia, el mercado mundial. Por tanto, el proletariado sólo puede existir en un plano histórico-mundial, lo mismo que el comunismo, su acción, sólo puede llegar a cobrar realidad como existencia histórico-universal. Existencia histórico-universal de los individuos, es decir, existencia de los individuos directamente vinculada a la historia universal.


[18] Para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un ideal al que ha de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que anula y supera al estado de cosas actual. Las condiciones de este movimiento se desprenden de la premisa actualmente existente [xxiii].

* * *

[19] La forma de trato condicionada por las fuerzas productivas existentes en todas las fases históricas anteriores y que, a su vez, las condiciona es la sociedad civil, que, como se desprende de lo anteriormente expuesto, tiene como premisa y como fundamento la familia simple y la familia compuesta, lo que suele llamarse la tribu, y cuya definición queda precisada en páginas anteriores. Ya ello revela que esta sociedad civil es el verdadero hogar y escenario de toda la historia y cuán absurda resulta la concepción histórica anterior que, haciendo caso omiso de las relaciones reales, sólo mira, con su limitación, a las resonantes acciones y a los actos del Estado.

Hasta ahora no hemos examinado más que un solo aspecto de la actividad humana: la transformación de la naturaleza por los hombres. El otro aspecto es la transformación de los hombres por los hombres[xxiv]

Origen del Estado y relación entre el Estado y la sociedad civil [xxv].

[6. Conclusiones de la concepción materialista de la historia: continuidad del proceso histórico, transformación de la historia en historia universal, necesidad de la revolución comunista]


[20] La historia no es sino la sucesión de las diferentes generaciones, cada una de las cuales explota los materiales, capitales y fuerzas de producción transmitidas por cuantas la han precedido; es decir, que, de una parte, prosigue en condiciones completamente distintas la actividad precedente, mientras que, de otra parte, modifica las circunstancias anteriores mediante una actividad totalmente diversa, lo que podría tergiversarse especulativamente, diciendo que la historia posterior es la finalidad de la que la precede, como si dijésemos, por ejemplo, que el descubrimiento de América tuvo como finalidad ayudar a que se expandiera la revolución francesa, mediante cuya interpretación la historia adquiere sus fines propios e independientes y se convierte en una «persona junto a otras personas» (junto a la «Autoconciencia», la «Crítica», el «Único», etc.), mientras que lo que designamos con las palabras «determinación», «fin», «germen», «idea», de la historia anterior no es otra cosa que una abstracción de la historia posterior, de la influencia activa que la anterior ejerce sobre ésta.

Cuanto más se extienden, en el curso de esta evolución, los círculos concretos que influyen los unos en los otros, cuanto más se destruye el primitivo encerramiento de las diferentes nacionalidades por el desarrollo del modo de producción, del intercambio y de la división del trabajo que ello hace surgir por vía espontánea entre las diversas naciones, tanto más la historia se convierte en historia universal, y así vemos que cuando, por ejemplo, se inventa hoy una máquina en Inglaterra, son lanzados a la calle incontables obreros en la India y en China y se estremece toda la forma de existencia de estos Estados, lo que quiere decir que aquella invención constituye un hecho histórico-universal; y vemos también cómo el azúcar y el café demuestran en el siglo XIX su significación histórico-universal por cuanto que la escasez de estos productos, provocada por el sistema continental napoleónico [14], incitó a los alemanes [21] a sublevarse contra Napoleón, estableciéndose con ello la base real para las gloriosas guerras de independencia de 1813. De donde se desprende que esta transformación de la historia en historia universal no constituye, ni mucho menos, un simple hecho abstracto de la «autoconciencia», del espíritu universal o de cualquier otro espectro metafísico, sino un hecho perfectamente material y empíricamente comprobable, del que puede ofrecernos una prueba cualquier individuo, tal y como es, como anda y se detiene, come, bebe y se viste.


En la historia anterior es, evidentemente, un hecho empírico el que los individuos concretos, al extenderse sus actividades hasta un plano histórico-universal, se ven cada vez más sojuzgados bajo un poder extraño a ellos (cuya opresión llegan luego a considerar como una perfidia del llamado espíritu universal, etc.), poder que adquiere un carácter cada vez más de masa y se revela en última instancia como el mercado mundial. Pero, asimismo, se demuestra empíricamente que, con el derrocamiento del orden social existente por obra de la revolución comunista (de lo que hablaremos más adelante) y la abolición de la propiedad privada, idéntica a dicha revolución, se disuelve ese poder tan misterioso para los teóricos alemanes y, entonces, la liberación de cada individuo se impone en la misma medida en que la historia se convierte totalmente en una historia universal [xxvi]. Es evidente, por lo que dejamos expuesto más arriba, que la verdadera riqueza espiritual del individuo depende totalmente de la riqueza de sus relaciones reales. Sólo así se liberan los individuos concretos de las diferentes trabas nacionales y locales, se ponen en contacto práctico con la producción (incluyendo la espiritual) del mundo entero y se colocan en condiciones de adquirir la capacidad necesaria para poder disfrutar de esta multiforme y completa producción de toda la tierra (las creaciones de los hombres). La dependencia omnímoda, forma plasmada espontáneamente de la cooperación histórico-universal de los individuos, se convierte, [22] gracias a esta revolución comunista, en el control y la dominación consciente sobre estos poderes, que, nacidos de la acción de unos hombres sobre otros, hasta ahora han venido imponiéndose a ellos, aterrándolos y dominándolos, como potencias absolutamente extrañas. Ahora bien, esta concepción puede interpretarse, a su vez, de un modo especulativo-idealista, es decir, fantástico, como la «autocreación del género» (la «sociedad como sujeto»), representándose la serie sucesiva de los individuos relacionados entre sí como un solo individuo que realiza el misterio de engendrarse a sí mismo. Aquí, habremos de ver cómo los individuos se hacen los unos a los otros, tanto física como espiritualmente, pero no se hacen a sí mismos, ni en la disparatada concepción de San Bruno ni en el sentido del «Único», del hombre «hecho».

Resumiendo, obtenemos de la concepción de la historia que dejamos expuesta los siguientes resultados: 1) En el desarrollo de las fuerzas productivas se llega a una fase en la que surgen fuerzas productivas y medios de intercambio que, bajo las relaciones existentes, sólo pueden ser fuente de males, que no son ya tales fuerzas productivas sino más bien fuerzas destructivas (maquinaria y dinero); y, a la vez, surge una clase condenada a soportar todos los inconvenientes de la sociedad sin gozar de sus ventajas, que se ve expulsada de la sociedad [23] y obligada a colocarse en la más resuelta contradicción con todas las demás clases; una clase que forma la mayoría de todos los miembros de la sociedad y de la que nace la conciencia de que es necesaria una revolución radical, la conciencia comunista, conciencia que, naturalmente, puede llegar a formarse también entre las otras clases, al contemplar la posición en que se halla colocada ésta; 2) que las condiciones en que pueden emplearse determinadas fuerzas productivas son las condiciones de la dominación de una determinada clase de la sociedad, cuyo poder social, emanado de su riqueza, encuentra su expresión idealista-práctica en la forma de Estado imperante en cada caso, razón por la cual toda lucha revolucionaria va necesariamente dirigida contra una clase, la que ha dominado hasta ahora [xxvii]; 3) que todas las anteriores revoluciones dejaban intacto el modo de actividad y sólo trataban de lograr otra distribución de ésta, una nueva distribución del trabajo entre otras personas, al paso que la revolución comunista va dirigida contra el carácter anterior de actividad, elimina el trabajo [xxviii] y suprime la dominación de todas las clases, al acabar con las clases mismas, ya que esta revolución es llevada a cabo por la clase a la que la sociedad no considera como tal, no reconoce como clase y que expresa ya de por sí la disolución de todas las clases, nacionalidades, etc., dentro de la actual sociedad, y 4) que, tanto para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma, es necesaria una transformación en masa de los hombres, que sólo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución; y que, por consiguiente, la revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, sino también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba salir del cieno en que se hunde y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases [xxix] [15]

[7. Resumen de la concepción materialista de la historia]


[24] Esta concepción de la historia consiste, pues, en exponer el proceso real de producción, partiendo para ello de la producción material de la vida inmediata, y en concebir la forma de intercambio correspondiente a este modo de producción y engendrada por él, es decir, la sociedad civil en sus diferentes fases como el fundamento de toda la historia, presentándola en su acción en cuanto Estado y explicando a base de él todos los diversos productos teóricos y formas de la conciencia, la religión, la filosofía, la moral, etc., así como estudiando a partir de esas premisas su proceso de nacimiento, lo que, naturalmente, permitirá exponer las cosas en su totalidad (y también, por ello mismo, la interdependencia entre estos diversos aspectos). Esta concepción, a diferencia de la idealista, no busca una categoría en cada período, sino que se mantiene siempre sobre el terreno histórico real, no explica la práctica partiendo de la idea, sino explica las formaciones ideológicas sobre la base de la práctica material, por lo cual llega, consecuentemente, a la conclusión de que todas las formas y todos los productos de la conciencia no pueden ser destruidos por obra de la crítica espiritual, mediante la reducción a la «autoconciencia» o la transformación en «fantasmas», «espectros», «visiones» [16], etc, sino que sólo pueden disolverse por el derrocamiento práctico de las relaciones sociales reales, de las que emanan estas quimeras idealistas; de que la fuerza propulsora de la historia, incluso la de la religión, la filosofía, y toda teoría, no es la crítica, sino la revolución. Esta concepción revela que la historia no termina disolviéndose en la «autoconciencia», como el «espíritu del espíritu» [xxx], sino que en cada una de sus fases se encuentra un resultado material, una suma de fuerzas productivas, una actitud históricamente creada de los hombres hacia la naturaleza y de los unos hacia los otros, que cada generación transfiere a la que le sigue, una masa de fuerzas productivas, capitales y circunstancias, que, aunque de una parte sean modificados por la nueva generación, dictan a ésta, de otra parte, sus propias condiciones de vida y le imprimen un determinado desarrollo, un carácter especial; de que, por tanto, las circunstancias hacen al hombre en la misma medida [25] en que éste hace a las circunstancias.


Esta suma de fuerzas productivas, capitales y formas de relación social con que cada individuo y cada generación se encuentran como con algo dado es el fundamento real de lo que los filósofos se representan como la «sustancia» y la «esencia del hombre», elevándolo a la apoteosis y combatiéndolo; un fundamento real que no se ve menoscabado en lo más mínimo en cuanto a su acción y a sus influencias sobre el desarrollo de los hombres por el hecho de que estos filósofos se rebelen contra él como «autoconciencia» y como el «Único». Y estas condiciones de vida con que las diferentes generaciones se encuentran al nacer deciden también si las conmociones revolucionarias que periódicamente se repiten en la historia serán o no lo suficientemente fuertes para derrocar la base de todo lo existente. Y si no se dan estos elementos materiales de una conmoción total, o sea, de una parte, las fuerzas productivas existentes y, de otra, la formación de una masa revolucionaria que se levante, no sólo en contra de ciertas condiciones de la sociedad anterior, sino en contra de la misma «producción de la vida» vigente hasta ahora, contra la «actividad de conjunto» sobre que descansa, en nada contribuirá a hacer cambiar la marcha práctica de las cosas el que la idea de esta conmoción haya sido proclamada ya una o cien veces, como lo demuestra la historia del comunismo.


[8. Inconsistencia de toda la concepción anterior, idealista de la historia, sobre todo de la filosofía alemana posthegeliana]


Toda la concepción histórica, hasta ahora, ha hecho caso omiso de esta base real de la historia, o la ha considerado simplemente como algo accesorio, que nada tiene que ver con el desarrollo histórico. Esto hace que la historia se escriba siempre con arreglo a una pauta situada fuera de ella; la producción real de la vida se revela como algo prehistórico, mientras que lo histórico se manifiesta como algo separado de la vida usual, como algo extra y supraterrenal. De este modo, se excluye de la historia la actitud de los hombres hacia la naturaleza, lo que engendra la oposición entre la naturaleza y la historia. Por eso, esta concepción sólo acierta a ver en la historia los grandes actos políticos y las acciones del Estado, las luchas religiosas y las luchas teóricas en general, y se ve obligada a compartir, especialmente, en cada época histórica, las ilusiones de esta época. Por ejemplo, si una época se imagina que se mueve por motivos puramente «políticos» o «religiosos», a pesar de que la «religión» o la «política» son simplemente las formas de sus motivos reales, el historiador de la época de que se trata acepta sin más tales opiniones. Lo que estos determinados hombres se «figuran», se «imaginan» acerca de su práctica real se convierte en la única potencia determinante y activa que domina y determina la práctica de estos hombres. Y así, cuando la forma tosca con que se presenta la división del trabajo entre los hindúes y los egipcios provoca en estos pueblos el régimen de castas propio de su Estado y de su religión, el historiador cree que el régimen de castas [26] fue la fuerza que engendró aquella tosca forma social.


Y, mientras que los franceses y los ingleses se aferran, por lo menos, a la ilusión política, que es, ciertamente, la más cercana a la realidad, los alemanes se mueven en la esfera del «espíritu puro» y hacen de la ilusión religiosa la fuerza motriz de la historia. La filosofía hegeliana de la historia es la última consecuencia, llevada a su «expresión más pura» de toda esta historiografía alemana, que no gira en torno a los intereses reales, ni siquiera a los intereses políticos, sino en torno a pensamientos puros, que más tarde San Bruno se representará necesariamente como una serie de «pensamientos» que se devoran los unos a los otros, hasta que, por último, en este entredevorarse, perece la «autoconciencia» [xxxi], y por este mismo camino marcha de un modo todavía más consecuente San Max Stirner, quien, volviéndose totalmente de espalda a la historia real, tiene necesariamente que presentar todo el proceso histórico como una simple historia de «caballeros», bandidos y espectros, de cuyas visiones sólo acierta a salvarse él, naturalmente, por lo «antisagrado». Esta concepción es realmente religiosa: presenta el hombre religioso como el protohombre de quien arranca toda la historia y, dejándose llevar de su imaginación, suplanta la producción real de los medios de vida y de la vida misma con la producción de quimeras religiosas.


Toda esta concepción de la historia, unida a su disolución y a las dudas y reflexiones nacidas de ella, es una incumbencia puramente nacional de los alemanes y sólo tiene un interés local para Alemania, como por ejemplo la importante cuestión, repetidas veces planteada en estos últimos tiempos, de cómo puede llegarse, en rigor, «del reino de Dios al reino del hombre», como si este «reino de Dios» hubiera existido nunca más que en la imaginación y los eruditos señores no hubieran vivido siempre, sin saberlo, en el «reino del hombre», hacia el que ahora buscan los caminos, y como si el entretenimiento científico, pues no es otra cosa, de explicar lo que hay de curioso en esta formación teórica perdida en las nubes no residiese cabalmente, por el contrario, en demostrar cómo nacen de las relaciones reales sobre la tierra. Para estos alemanes, se trata siempre, en general, de explicar los absurdos con que nos encontramos [27] por cualesquiera otras quimeras; es decir, de presuponer que todos estos absurdos tienen un sentido propio, el que sea, que es necesario desentrañar, cuando de lo que se trata es, simplemente, de explicar estas frases teóricas a base de las relaciones reales existentes. Como ya hemos dicho, la disolución real y práctica de estas frases, la eliminación de estas ideas de la conciencia de los hombres, es obra del cambio de las circunstancias, y no de las deducciones teóricas. Para la masa de los hombres, es decir, para el proletariado, estas ideas teóricas no existen y no necesitan, por tanto, ser eliminadas, y aunque esta masa haya podido profesar alguna vez ideas teóricas de algún tipo, por ejemplo ideas religiosas, hace ya mucho tiempo que las circunstancias se han encargado de eliminarlas.

El carácter puramente nacional de tales problemas y sus soluciones se revela, además, en el hecho de que estos teóricos crean seriamente que fantasmas cerebrales como los del «Hombre-Dios», el «Hombre», etc., han presidido en verdad determinadas épocas de la historia. San Bruno llega, incluso, a afirmar que sólo «la crítica y los críticos han hecho la historia» [17] y, cuando se aventuran por sí mismos a las construcciones históricas, saltan con la mayor premura sobre todo lo anterior y del «mongolismo» [18] pasan inmediatamente a la historia verdaderamente «plena de sentido», es decir, a la historia de los "Hallische" y los "Deutsche Jahrbücher" [19] y a la disolución de la escuela hegeliana en una gresca general. Se relegan al olvido todos las demás naciones y todos los aconteciinientos reales, y el theatrum mundi [xxxii]se limita a la Feria del Libro de Leipzig y a las disputas entre la «Crítica», el «Hombre» y el «Único» [xxxiii]. Y cuando la teoría se decide siquiera por una vez a tratar temas realmente históricos, por ejemplo, el siglo XVIII, se limita a ofrecernos la historia de las ideas, desconectada de los hechos y los desarrollos prácticos que les sirven de base, y también en esto la mueve el exclusivo propósito de presentar esta época como el preámbulo imperfecto, como el antecesor todavía incipiente de la verdadera época histórica, es decir, del período de la lucha entre filósofos alemanes (1840-44). A esta finalidad de escribir una historia anterior para hacer que brille con mayores destellos la fama de una persona no histórica y de sus fantasías responde el que se pasen por alto todos los acontecimientos realmente históricos, incluso las ingerencias realmente históricas de la política en la historia, ofreciendo a cambio de ello un relato no basado precisamente en estudios, sino en construcciones y en chismes literarios, como hubo de hacer San Bruno en su "Historia del Siglo XVIII" [20], de la que ya no se acuerda nadie. Estos arrogantes y grandilocuentes tenderos de ideas, que se consideran tan infinitamente por encima de todos los prejuicios nacionales, son, pues, en realidad, mucho más nacionales que esos filisteos de las cervecerías que sueñan con la unidad de Alemania. No reconocen como históricos los hechos de los demás pueblos, viven en Alemania, con Alemania [28] y para Alemania, convierten el canto del Rin [21] en un canto litúrgico y conquistan la Alsacia-Lorena despojando a la filosofía francesa en vez de despojar al Estado francés, germanizando, en vez de las provincias de Francia, las ideas francesas. El señor Venedey es todo un cosmopolita al lado de San Bruno y San Max, quienes proclaman en la hegemonía universal de la teoría la hegemonía universal de Alemania.


[9. Crítica suplementaria de Feuerbach y de su concepción idealista de la historia]

De estas consideraciones se desprende, asimismo, cuán equivocado está Feuerbach cuando (en la "Wigand's Vierteljahrsschrift", 1845, vol. 2) se declara comunista [22]al calificarse como «hombre común», convirtiendo esta cualidad en un predicado «del Hombre» y creyendo, por tanto, reducir de nuevo a una mera categoría la palabra «comunista», que en el mundo existente designa a los secuaces de un determinado partido revolucionario. Toda la deducción de Feuerbach en lo tocante a las relaciones entre los hombres tiende simplemente a demostrar que los hombres se necesitan los unos a los otros y siempre se han necesitado. Quiere establecer la conciencia, en torno a este hecho; aspira, pues, como los demás teóricos, a crear una conciencia exacta acerca de un hecho existente, mientras que lo que al verdadero comunista le importa es derrocar lo que existe. Reconocemos plenamente, por lo demás, que Feuerbach, al esforzarse por crear precisamente la conciencia de este hecho, llega todo lo lejos a que puede llegar un teórico sin dejar de ser un teórico y un filósofo. Es característico, sin embargo, que San Bruno y San Max coloquen inmediatamente la idea que Feuerbach se forma del comunista en lugar del comunista real, lo que hacen, en parte, para que también ellos puedan, como adversarios iguales en rango, combatir al comunismo como «espíritu del espíritu», como una categoría filosófica; y, por parte de San Bruno, respondiendo, además, a intereses de carácter pragmático.

Como ejemplo del reconocimiento, y a la vez desconocimiento, de lo existente, que Feuerbach sigue compartiendo con nuestros adversarios, recordemos el pasaje de su "Filosofía del Futuro" en que sostiene y desarrolla que el ser de una cosa o del hombre es, al mismo tiempo, su esencia [23], que las determinadas relaciones que forman la existencia, el modo de vida y la actividad de un individuo animal o humano constituye aquello en que su «esencia» se siente satisfecha. Toda excepción se considera aquí, expresamente, como un accidente, como una anomalía que no puede hacerse cambiar. Por tanto, cuando millones de proletarios no se sienten satisfechos, ni mucho menos, con sus condiciones de vida, cuando su «ser» [29] no corresponde ni de lejos a su «esencia», trátase, con arreglo al mencionado pasaje, de una desgracia inevitable que, según se pretende, hay que soportar tranquilamente. Pero, estos millones de proletarios o comunistas razonan de manera muy distinta y lo probarán cuando llegue la hora, cuando de modo práctico, mediante la revolución, pongan su «ser» en correspondencia con su «esencia». En semejantes casos, Feuerbach jamás habla, por eso, del mundo del hombre, sino que busca refugio en la esfera de la naturaleza exterior y, además, una naturaleza que todavía no se halla sometida a la dominación de los hombres. Pero, con cada nuevo invento, con cada nuevo paso de la industria, se arranca un nuevo trozo de esta esfera, y el suelo en que crecen los ejemplos para semejante tesis de Feuerbach se reduce cada vez más. Limitémonos a una tesis: la «esencia» del pez es su «ser», el agua. La «esencia» del pez de río es el agua de río. Pero esta agua deja de ser su «esencia», se convierte ya en medio inadecuado para su existencia tan pronto como el río se ve sometido por la industria, tan pronto como se ve contaminado por los colorantes y otros desechos, como comienzan a surcarlo buques, como sus aguas se desvían por un canal, en el que se podrá privar al pez de su medio ambiente, interceptando el paso del agua. El calificar de anomalía inevitable todas las contradicciones de análogo género no se distingue, en esencia, del consuelo con que se dirige San Max Stirner a los que no estén satisfechos, diciéndoles que la contradicción es una contradicción propia de ellos, que esa mala situación es una mala situación propia de ellos y que ellos pueden resignarse a eso o quedarse con su descontento para sus adentros, o bien sublevarse de algún modo fantástico contra esa situación. Es igualmente poca la diferencia entre esta concepción de Feuerbach y el reproche de San Bruno: estas desafortunadas circunstancias, dice, se deben a que las víctimas de las mismas se han atascado en la basura de las «sustancias», no han llegado a la «autoconciencia absoluta» y no han comprendido que estas malas relaciones son espíritu de su espíritu.




NOTAS

[i] Glosas marginales de Marx: «Liberación filosófica y real». «El hombre en generalEl únicoEl individuo». «Condiciones geológicas hidrográficas, etc. El cuerpo humano. La necesidad y el trabajo». (N. de la Edit.)
[ii] El manuscrito está deteriorada: falta la parte inferior de la hoja y una línea del texto. (N. de la Edit.)
[iii] Glosa marginal de Marx: «Frases y movimiento real. Significación de las frases para Alemania». (N. de la Edit.)
[iv] Glosa marginal de Marx: «El lenguaje es la lengua de la realidad». (N. de la Edit.)
[v] Aquí faltan cinco páginas del manuscrito. (N. de la Edit.)
[vi] En realidad. (N. de la Edit.)
[vii] NB. El error de Fenerbach no consiste en subordinar lo que está a mano, la apariencia sensorial a la realidad sensorial, comprobada mediante la indagación más exacta de los hechos percibidos por los sentidos, sino en que no acierte a enjuiciar en última instancia los datos de los sentidos sin verlos con los «ojos», es decir, a través de las «gafas», del filósofo.
[9] Se refiere al artículo de B. Bauer "Característica de Ludwig Feuerbach", inserto en la revista "Wigand's Vierteljahrsschrift" de 1845, t. III, págs. 86-146.
[viii] Goethe. "Fausto, Prólogo en los cielos". (N. de la Edit.)
[ix] Generación espontánea. (N. de la Edit.)
[xi] Luego sigue un texto tachado: «El que nos detengamos aquí, no obstante, en la historia más detalladamente, es porque los alemanes están acostumbrados a figurarse, al oír las palabras «historia» e «histórico», todo lo que se quiera menos la realidad, de lo cual ofrece un brillante ejemplo la «oratoría sagrada» de San Bruno». (N. de la Edit.)
[xii] Glosa marginal de Marx: «Historia». (N. de la Edit.)
[xiii] Cfr. el presente tomo, pág. 42. (N. de la Edit.)
[xiv] Glosa marginal de Marx: «Hegel. Condiciones geológicas, hidrográficas, etc. Cuerpos humauos. Necesidad, trabajo». (N. de la Edit.)
[10] Véase Hegel, "Filosofía de la Historia, Introducción, Base geográfica de la Historia Universal".
[11] Se alude a una expresión que B. Bauer hace en su "Característica de Ludwig Feuerbach" ("Wigand's Vierteljahrsschrift" de 1845, t. III, pág. 130).
[xv] Glosa marginal de Marx: «Los hombres tienen historia porque se ven obligados a producir su vida y deben, además, producirla de un determinado modo: esta necesidad viene impuesta por su organización física, y otro tanto ocurre con su conciencia». (N. de la Edit.)
[xvi] Luego, en el manuscrito sigue tachado: «Mi actitud hacia mi medio ambiente es mi conciencia» (N. de la Edit.)
[xvii] Glosa marginal de Marx: «Coincide con ello la primera forma de ideólogos, los curas». (N. de la Edit.)
[xviii] Glosa marginal de Marx: «Religión. Los alemanes con la ideología como tal». (N. de la Edit.)
[xix] Glosa marginal tachada de Marx: «actividad y pensamiento, es decir, la actividad carente de pensamiento y el pensamiento carente de actividad». (N. de la Edit.)
[12] "Deutsch-Französische Jahrbücher" ("Anales alemano-franceses") se publicaban en París bajo la dirección de C. Marx y A. Ruge en alemán. Salió sólo el primer número, doble, en febrero de 1844. Insertaba las obras de C. Marx "Contribución al problema hebreo" y "Contribución a la crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel. Introducción", así como las de F. Engels "Esbozos para la crítica de la economía política" y "La situación de Inglaterra. Tomás Carlyle. Lo pasado y lo presente". Estos trabajos implicaban el paso definitivo de Marx y Engels al materialismo y el comunismo. La causa principal de que esta revista dejara de aparecer fueron las discrepancias esenciales entre Marx y el radical burgués Ruge.— 32, 517
[xx] Estos dos párrafos están escritos con la mano de Engels al margen. (N. de la Edit.)
[xxi] A este lugar, Marx añadió, al margen, un texto que en la presente edición se reproduce a continuación del párrafo, constituyendo los dos párrafos siguientes. (N. de la Edit.)
[13] Esta deducción sobre la posibilidad de la victoria de la revolución proletaria sólo en el caso de que se hiciera simultáneamente en los países capitalistas adelantados y, por consiguiente, de la imposibilidad del triunfo de la revolución en un solo país, y que obtuvo la forma más acabada en el trabajo de Engels "Principios del comunismo" (1847) (véase el presente tomo, pág. 82) era acertada para el período del capitalismo premonopolista. Lenin, partiendo de la ley, que él descubrió, del desarrollo económico y político desigual del capitalismo en la época del imperialismo, llegó a la nueva conclusión de que era posible la victoria de la revolución socialista primero en varios países o incluso en uno solo, tomado por separado, y de que era imposible la victoria simultánea de la revolución en todos los países o en la mayoría de ellos. La fórmula de esta nueva deducción se dio por vez primera en el artículo de Lenin "La consigna de los Estados Unidos de Europa" (1915).— 34, 93, 277.
[xxii] Encima de la continuación de este texto, que comienza en la página siguiente del manuscrito, figura una glosa de Marx: «Comunismo». (N. de la Edit.)
[xxiii] En el manuscrito este párrafo viene introducido por Marx antes del primer párrafo de dicho apartado. (N. de la Edit.)
[xxiv] Glosa marginal de Marx: «El intercambio y la fuerza productiva». (N. de la Edit.)
[xxv] El final de la página del manuscrito está en blanco. Luego, en la página siguiente comienza la exposición de las conclusiones que se desprenden de la concepción materialista de la historia. (N. de la Edit.)
[14] El sistema continental, o bloqueo continental: prohibición, declarada en 1806 por Napoleón I para los países del continente europeo de comerciar con Inglaterra. El bloqueo continental cayó después de la derrota de Napoleón en Rusia.
[xxvi] Glosa marginal de Marx: «La producción de la conciencia». (N. de la Edit.)
[xxvii] Glosa marginal de Marx: «Estos hombres están interesados en mantener el estado actual de la producción». (N. de la Edit.)
[xxviii] Luego sigue un texto tachado: «una forma de actividad, en la que la dominación...» (N. de la Edit.)
[xxix] Luego viene en el manuscrito un texto tachado: «Mientras todos los comunistas de Francia, lo mismo que de Inglaterra y Alemania, están de acuerdo desde hace mucho tiempo en cuanto a la necesidad de la revolución, San Bruno sigue soñando tranquilamente y considerando que el «humanismo real», es decir, el comunismo, se pone «en el lugar del espiritualismo» (que no ocupa lugar alguno) sólo para ganarse respeto. Y entonces, sigue en sus ensueños, «llegará, finalmente, la salvación, la tierra se trocará en cielo y el cielo, en tierra». (El teólogo no consigue olvidarse del cielo). «La alegría y la bienaventuranza sonarán como armonía celestial en la eternidad. (pág. 140) [Nota final 10]. El santo padre de la Iglesia quedará bastante sorprendido al sobrevenir inopinadamente para él el día del juicio final, en el que se realizará todo eso, el día caya aurora será el resplandor de las ciudades en llamas, cuando en medio de estas «armonías celestiales» sonará la melodía de "La Marsellesa" y la "Carmañola" acompañada inevitablemente del rugido de los cañones, marcando el tacto la guillotina, cuando la «masa» vil grite ça ira, ça ira y suprima la «autoconciencia» con la ayuda de los faroles [Nota final 16]. San Bruno no tiene el menor motivo para imaginarse el edificante cuadro de la «alegría y la bienaventuranza en la eternidad». Nos abstenemos de la satisfacción de delinear a priori la conducta de San Bruno el día del juicio final. Es difícil también decidir si cabe entender a los proletarios en revolución como «sustancia», como «masa» que quiere derrocar la crítica o como «emanación» del espíritu que todavía no posee la suficiente consistencia para digerir las ideas de Bauer». (N. de la Edit.)
[15] "La Marsellesa", "La Carmagnola", "Ça ira": canciones revolucionarias del período de la revolución burguesa de fines del siglo XVIII en Francia. La última canción tenía el estribillo: «Ah! ça ira, ça ira. Les aristocrates à la lanterne!». («¡La cosa irá, la cosa irá. Los aristócratas, a la farola!»).
[16] 17. Expresiones del libro de M. Stirner "El único y su propiedad" (M. Stirner. "Der Einzige und sein Eigenthum". Leipzig, 1845).
[xxx] Expresión de B. Bauer. (N. de la Edit.)
[xxxi] Glosa marginal de Marx: «La llamada historiografía objetiva consistía, precisamente, en concebir las relaciones históricas como algo aparte de la actividad. Carácter reaccionario». (N. de la Edit.)
[17] Esta expresión es del artículo de B. Bauer "Características de Ludwig Feuerbach" (véase la revista "Wigand's Vierteljahrsschrift" de 1845, t. III, pág. 139).
[18] Expresión del libro de M. Stirner "El único y su propiedad".
[19] "Hallische Jahrbücher" y "Deutsche Jahrbücher", título abreviado de la revista literario-filosófica de los jóvenes hegelianos que se publicaba en forma de hojas diarias en Leipzig desde enero de 1838 hasta junio de 1841. El título completo era "Hallische Jahrbücher für deutsche Wissenschaft und Kunst" (Anuario de Halle sobre problemas de la ciencia y el arte alemanes) y desde julio de 1841 hasta enero de 1843 con el título de "Deutsche Jahrbücher für Wissenschaft und Kunst" (Anuario alemán sobre problemas de la ciencia y el arte). En enero de 1843 fue suspendida por el gobierno.
[xxxii] La palestra mundial. (N. de la Edit.)
[xxxiii] Es decir, B. Bauer, L. Feuerbach y M. Stirner. (N. de la Edit.)
[20] B. Bauer. "Geschichte der Politik, Cultur und Aufklärung der achtzehnten Jahrhunderts". Bd. 1-2, Charlottenburg, 1843-1845 (B. Bauer. "Historia de la política, la cultura y la instrucción del siglo dieciocho". Tomos 1-2, Charlottenburgo, 1843-1845).
[21] "Canción del Rin": de la poesía "El Rin alemán" del poeta pequeñoburgués alemán N. Bekker, muy utilizada por los nacionalistas. Fue escrita en 1840 y desde entonces se le ha puesto muchas veces música.
[22] Se alude al artículo de L. Feuerbach "Sobre la esencia del cristianismo", motivado por "El único y su propiedad", que se publicó en la revista "Wigand's Vierteljahrsschrift" de 1845, t. II, págs. 193-205. El artículo termina así: «Por consiguiente, a F[euerbach] no se le puede llamar ni materialista, ni idealista, ni filósofo de la identidad. ¿Qué es, pues? Lo mismo en el pensamiento que en la realidad, así en el espíritu como en la carne, en su esencia sensorial: es una persona o, mejor dicho, ya que la esencia del hombre F. la supone sólo en la sociedad, es una persona social, un comunista».
[23] L. Feuerbach. "Grundsätze der Philosophie der Zukunft". Zurich und Wintherthur, 1843, S. 47 (L. Feuerbach. "Tesis fundamentales de la filosofía del futuro". Zurich y Wintherthur, 1843, pág. 47).
En sus notas, tituladas "Feuerbach" y destinadas, probablemente, para el primer capítulo del primer tomo de "La Ideología Alemana", Engels cita y comenta el lugar indicado del libro de Feuerbach:
«El ser no es un concepto universal que se puede separar de las cosas. Forma un todo con lo existente... El ser es la posición de la esencia. Mi esencia es lo mismo que mi ser. El pez existe en el agua, pero de ese ser no se separa su esencia. La lengua identifica ya el ser y la esencia. Sólo en la vida de la humanidad, y aun así únicamente en los casos anormalesdesdichados, el ser se separa de la esencia; aquí ocurre que la esencia del hombre no se halla allí donde él existe, sino debido precisamente a esta división, ya no se halla con su alma en el verdadero sentido allí donde se encuentra realmente su cuerpo. Tú estás sólo allí donde está Tu corazón. Pero todas las cosas, salvo los casos antinaturales, se hallan de buen grado allí donde se encuentran y son a gusto lo que son» (pág. 47).
Excelente apología de lo existente. A excepción de los casos antinaturales y de algunos anormales. Tú te colocas de buen grado, en el séptimo año de vida, de guarda en una mina de hulla, pasas catorce horas al día solo en la oscuridad y ya que Tu ser es ése, ésa es también Tu esencia. Lo mismo ocurre al operario de la selfactina. Tu «esencia» es tal que debes someterte a alguna rama determinada del trabajo».




Todos los encabezamientos y adiciones necesarias de la editorial van entre corchetes, así como también los números de las páginas del manuscrito. Los folios de la segunda copia en limpio, que es la fundamental, están numerados por Marx y Engels y señalados con la letra «f» y una cifra: [f. 1], etc. Las páginas de la primera copia en limpio no tienen numeración del autor y están indicadas con la letra «p» y una cifra [p. 1], etc. Las páginas de las tres partes del borrador, numeradas por Marx, se indican con una simple cifra [1], etc.

III. [III]


[1. La clase dominante y la conciencia dominante. Cómo se ha formado la concepción hegeliana de la dominación del espíritu en la historia]


[30] Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante, o sea, las ideas de su dominación. Los individuos que forman la clase dominante tienen también, entre otras cosas, la conciencia de ello y piensan a tono con ello; por eso, en cuanto dominan como clase y en cuanto determinan todo el ámbito de una época histórica, se comprende de suyo que lo hagan en toda su extensión, y, por tanto, entre otras cosas, también como pensadores, como productores de ideas, que regulan la producción y distribución de las ideas de su tiempo; y que sus ideas sean; por ello mismo, las ideas dominantes de la época. Por ejemplo, en una época y en un país en que se disputan el poder la corona, la aristocracia y la burguesía, en que, por tanto, se halla dividida la dominación, se impone como idea dominante la doctrina de la división de poderes, proclamada ahora como «ley eterna».


La división del trabajo, con que nos encontrábamos ya más arriba (págs. [15-18]) [i] como una de las potencias fundamentales de la historia anterior, se manifiesta también en el seno de la clase dominante como división del trabajo espiritual y [31] material, de tal modo que una parte de esta clase se revela como la que da sus pensadores (los ideólogos conceptivos activos de dicha clase, que hacen del crear la ilusión de esta clase acerca de sí mismo su rama de alimentación fundamental), mientras que los demás adoptan ante estas ideas e ilusiones una actitud más bien pasiva y receptiva, ya que son en realidad los miembros activos de esta clase y disponen de poco tiempo para formarse ilusiones e ideas acerca de sí mismos. Puede incluso ocurrir que, en el seno de esta [[46]] clase, el desdoblamiento a que nos referimos llegue a desarrollarse en términos de cierta hostilidad y de cierto encono entre ambas partes, pero esta hostilidad desaparece por sí misma tan pronto como surge cualquier colisión práctica susceptible de poner en peligro a la clase misma, ocasión en que desaparece, asimismo, la apariencia de que las ideas dominantes no son las de la clase dominante, sino que están dotadas de un poder propio, distinto de esta clase. La existencia de ideas revolucionarias en una determinada época presupone ya la existencia de una clase revolucionaria, acerca de cuyas premisas ya hemos dicho más arriba (págs. [18-19, 22-23]) [ii] lo necesario.


Ahora bien, si, en la concepción del proceso histórico, se separan las ideas de la clase dominante de esta clase misma; si se las convierte en algo aparte e independiente; si nos limitamos a afirmar que en una época han dominado tales o cuales ideas, sin preocuparnos en lo más mínimo de las condiciones de producción ni de los productores de estas ideas; si, por tanto, damos de lado a los individuos y a las situaciones universales que sirven de base a las ideas, podemos afirmar, por ejemplo, que en la época en que dominó la aristocracia imperaron las ideas del honor, la lealtad, etc., mientras que la dominación de la burguesía representó el imperio de las ideas de la libertad, la igualdad, etc. Así se imagina las cosas, por regla general, la propia clase dominante. Esta concepción de la historia, que prevalece entre todos los historiadores desde el siglo XVIII, tropezará necesariamente con el [32] caso de que imperan ideas cada vez más abstractas, es decir, que se revisten cada vez más de la forma de lo general. En efecto, cada nueva clase que pasa a ocupar el puesto de la que dominó antes de ella se ve obligada, para poder sacar adelante los fines que persigue, a presentar su propio interés como el interés común de todos los miembros de la sociedad, es decir, expresando esto mismo en términos ideales, a imprimir a sus ideas la forma de la universalidad, a presentar estas ideas como las únicas racionales y dotadas de vigencia absoluta. La clase revolucionaria aparece en un principio, ya por el solo hecho de contraponerse a una clase, no como clase, sino como representante de toda la sociedad, como toda la masa de la sociedad, frente a la clase única, a la clase dominante. [iii]Y puede hacerlo así, porque en los comienzos su interés se armoniza realmente todavía más o menos con el interés común de todas las demás clases no dominantes y, bajo la opresión de las relaciones existentes, no ha podido desarrollarse aún como el interés específico de una clase especial. Su triunfo aprovecha también, por tanto, a muchos individuos de las demás clases que no llegan a dominar, pero sólo en la medida en que estos individuos se hallen ahora en condiciones de elevarse hasta la clase dominante. Cuando la burguesía francesa derrocó el poder de la aristocracia, hizo posible con ello que muchos proletarios se elevasen por encima del proletariado, pero sólo los que pudieron llegar a convertirse en burgueses. Por eso, cada nueva clase instaura su dominación siempre sobre una base más extensa que la dominante con anterioridad a ella, lo que, a su vez, hace que, más tarde, se ahonde y agudice todavía más la oposición entre la clase no dominante y la dominante ahora. Y ambos factores hacen que la lucha que ha de librarse contra esta nueva clase dominante tienda, a su vez, a una negación más resuelta, más radical de los estados sociales anteriores [33] de la que pudieron expresar todas las clases que anteriormente habían aspirado al poder.

Toda esta apariencia de que la dominación de una determinada clase no es más que la dominación de ciertas ideas, se esfuma, naturalmente, de por sí, tan pronto como la dominación de clases en general deja de ser la forma de organización de la sociedad; tan pronto como, por consiguiente, ya no es necesario presentar un interés particular como general o hacer ver que es «lo general», lo dominante.


Una vez que las ideas dominantes se desglosan de los individuos dominantes y, sobre todo, de las relaciones que brotan de una fase dada del modo de producción, lo que da como resultado el que el factor dominante en la historia son siempre las ideas, resulta ya muy fácil abstraer de estas diferentes ideas el pensamiento, «la idea», etc., como lo que impera en la historia, presentando así todos estos conceptos e ideas concretos como «autodeterminaciones» del Concepto que se desarrolla por sí mismo en la historia. Así consideradas las cosas, es perfectamente natural también que todas las relaciones existentes entre los hombres se deriven del concepto del hombre, del hombre imaginario, de la esencia del hombre, del «Hombre». Así lo ha hecho, en efecto, la filosofía especulativa. El propio Hegel confiesa, al final de su "Filosofía de la Historia", que «sólo considera el desarrollo ulterior del concepto» y que ve y expone en la historia la «verdadera teodicea» (pág. 446). Pero, cabe remontarse, a su vez, a los productores del «concepto», a los teóricos, ideólogos y filósofos, y se llegará entonces a la conclusión de que los filósofos, los pensadores como tales, han dominado siempre en la historia; conclusión que, en efecto, según veremos, ha sido proclamada ya por Hegel [24].


Por tanto, todo el truco que consiste en demostrar el alto imperio del espíritu en la historia (de la jerarquía, en Stirner) se reduce a los tres esfuerzos siguientes:

[34] Nº 1. Desglosar las ideas de los individuos dominantes, que dominan por razones empíricas, bajo condiciones empíricas y como individuos materiales, de estos individuos dominantes, reconociendo con ello el imperio de las ideas o las ilusiones en la historia.

Nº 2. Introducir en este imperio de las ideas un orden, demostrar la existencia de una conexión mística entre las ideas sucesivamente dominantes, lo que se logra concibiéndolas como «autodeterminaciones del concepto» (lo que es posible porque estas ideas, por medio del fundamento empírico sobre que descansan, forman realmente una conexión y porque, concebidas como meras ideas, se convierten en autodistinciones, en distinciones establecidas por el propio pensamiento).

Nº 3. Para eliminar la apariencia mística de este «concepto que se determina a sí mismo», se lo convierte en una persona, «Autoconciencia» o, si se quiere aparecer como muy materialista, en una serie de personas representantes del «concepto» en la historia, en los «pensadores», los «filósofos», los ideólogos, concebidos a su vez como los productores de la historia, como el «Consejo de los Guardianes», como los dominantes [iv]. Con lo cual habremos eliminado de la historia todos los elementos materialistas y podremos soltar tranquilamente las riendas al potro especulativo.


Este método histórico, que en Alemania ha llegado a imperar, y la causa de su dominio en este país, preferentemente, deben ser explicados en relación con las ilusiones de los ideólogos, en general, por ejemplo, con las ilusiones de los juristas y los políticos (incluyendo entre éstos a los estadistas prácticos), en relación con los dogmáticos ensueños y tergiversaciones de estos individuos. Estas ilusiones, ensueños e ideas tergiversadas se explican de un modo muy sencillo por la posición práctica de los mismos en la vida, por los negocios y por la división del trabajo existente.


[35] Mientras que en la vida vulgar y corriente todo shopkeeper [v] sabe distinguir perfectamente entre lo que alguien dice ser y lo que realmente es, nuestra historiografía no ha logrado todavía penetrar en un conocimiento tan trivial como éste. Cree a cada época por su palabra, por lo que ella dice acerca de sí misma y lo que se figura ser.




NOTAS
[i] Véase el presente tomo, págs. 29-33. (N. de la Edit.)
[ii] Véase el presente tomo, págs. 34-35, 37-38. (N. de la Edit.)
[iii] Glosa marginal de Marx «(La generalidad corresponde: 1) a la c]ase contra el estamento; 2) a la competencia, al intercambio mundial, etc.; 3) al gran contingente numérico de la clase dominante; 4) a la ilusión de los intereses comunes, en un principio, la ilusión es verdadera; 5) a la ilusión de los propios ideólogos y a la división del trabajo)». (N. de la Edit.)
[iv] Glosa marginal de Marx: «El hombre como tal= al «espíritu humano pensador». (N. de la Edit.)
[v] Tendero. (N. de la Edit.)
[24] Marx y Engels se refieren al tercer capítulo del primer tomo de "La Ideología Alemana". Esta parte del capítulo sobre Feuerbach entraba en un principio en este tercer capítulo y seguía directamente al texto aludido aquí por Marx y Engels. En el citado lugar del tercer capítulo Marx y Engels citan la obra de Hegel "Filosofía de la Historia" y otras.




Todos los encabezamientos y adiciones necesarias de la editorial van entre corchetes, así como también los números de las páginas del manuscrito. Los folios de la segunda copia en limpio, que es la fundamental, están numerados por Marx y Engels y señalados con la letra «f» y una cifra: [f. 1], etc. Las páginas de la primera copia en limpio no tienen numeración del autor y están indicadas con la letra «p» y una cifra [p. 1], etc. Las páginas de las tres partes del borrador, numeradas por Marx, se indican con una simple cifra [1], etc.


IV.  [IV]

[1. Instrumentos de producción y formas de propiedad]


[i]...[40] De lo primero se desprende la premisa de una división del trabajo desarrollada y de un comercio extenso; de lo segundo, la localidad. En el primer caso, es necesario reunir a los individuos; en el segundo, se los encuentra ya como instrumentos de producción, junto al instrumento de producción mismo.

Se manifiesta aquí, por tanto, la diferencia entre los instrumentos de producción naturales y los creados por la civilización. El campo (lo mismo que el agua, etc.) puede considerarse como instrumento natural de producción. En el primer caso, cuando se trata de un instrumento natural de producción, los individuos se ven subordinados a la naturaleza; en el segundo caso, a un producto del trabajo. Por eso, en el primer caso, la propiedad (propiedad territorial) aparece también como un poder directo y surgido de la naturaleza, y en el segundo caso como poder del trabajo, especialmente del trabajo acumulado, del capital. El primer caso presupone que los individuos aparezcan agrupados por cualquier vínculo, ya sea el de la familia, el de la tribu, el de la tierra, etc.; en el segundo caso, en cambio, se los supone independientes los unos de los otros y relacionados solamente por medio del intercambio. En el primer caso, el intercambio es, fundamentalmente, un intercambio entre los hombres y la naturaleza, en el que se trueca el trabajo de los primeros por los productos de la última; en el segundo caso trátase, más que nada, de intercambio entre los hombres. En el primer caso basta el sentido común y corriente, la actividad física no se ha separado aún del todo de la intelectual; en el segundo caso, tiene que haberse ya llevado prácticamente a cabo la división entre el trabajo físico y el intelectual. En el primer caso, el poder del propietario sobre quienes no lo son puede descansar en relaciones personales, en una especie de comunidad [Gemeinwesen]; en el segundo caso, tiene necesariamente que haber cobrado forma material en un tercer objeto, en el dinero. En el primer caso, existe la pequeña industria, pero subordinada al empleo del instrumento natural de producción y, por tanto, sin distribución del trabajo entre diferentes individuos; en el segundo caso, la industria se basa en la división del trabajo y sólo se realiza por medio de ésta.


[41] Hemos partido, hasta ahora, de los instrumentos de producción y ya aquí se nos ha revelado la necesidad de la propiedad privada para ciertas fases industriales. En la industrie extractive la propiedad privada coincide todavía con el trabajo; en la pequeña industria y en toda la agricultura hasta hoy día, la propiedad es consecuencia necesaria de los instramentos de producción existentes; sólo en la gran industria, la contradicción entre el instrumento de producción y la propiedad privada es un producto de la industria, y hace falta que, para poder engendrarlo, la gran industria se halle ya bastante desarrollada. Por tanto, sólo con ella surge la posibilidad de la abolición de la propiedad privada.


[2. La división del trabajo material y mental.
La separación entre la ciudad y el campo.
El sistema gremial]



La más importante división del trabajo físico e intelectual es la separación entre la ciudad y el campo. La oposición entre el campo y la ciudad comienza con el tránsito de la barbarie a la civilización, del régimen tribal al Estado, de la localidad a la nación, y se mantiene a lo largo de toda la historia de la civilización hasta llegar a nuestros días (anticorn-law-league [25]).


Con la ciudad aparece la necesidad de la administración, de la policía, de los impuestos, etc., en una palabra, de la organización política comunal [des Gemeindwesens] y, por tanto, de la política en general. Se manifiesta aquí por vez primera la separación de la población en dos grandes clases, basada directamente en la división del trabajo y en los instrumentos de producción. La ciudad es ya obra de la concentración de la población, de los instrumentos de producción, del capital, del disfrute y de las necesidades, al paso que el campo sirve de exponente cabalmente al hecho contrario, al aislamiento y la soledad. La oposición entre la ciudad y el campo sólo puede darse dentro de la propiedad privada. Es la expresión más palmaria del sometimiento del individuo a la división del trabajo, a una determinada actividad que le viene impuesta, sometimiento que convierte a unos en limitados animales urbanos y a otros en limitados animales rústicos, reproduciendo diariamente esta oposición de intereses. El trabajo vuelve a ser aquí lo fundamental, el poder sobre los individuos, y mientras exista este poder, tiene que existir necesariamente la propiedad privada. La abolición de la antítesis entre la ciudad y el campo es una de las primeras condiciones [42] para la comunidad, condición que depende, a su vez, de una masa de premisas materiales, que no es posible alcanzar por obra de la simple voluntad, como cualquiera puede percibir a primera vista. (Estas condiciones habrán de ser examinadas más adelante). La separación entre la ciudad y el campo puede concebirse también como la separación entre el capital y la propiedad sobre la tierra, como el comienzo de una existencia y de un desarrollo del capital independientes de la propiedad territorial, es decir, de una propiedad basada solamente en el trabajo y en el intercambio.


En las ciudades, que la Edad Media no heredó ya acabadas de la historia anterior, sino que surgieron como formaciones nuevas a base de los siervos de la gleba convertidos en hombres libres, el trabajo especial de cada uno de éstos era la única propiedad con que contaba, fuera del pequeño capital aportado por él y que no era otra cosa casi exclusivamente que las herramientas más necesarias. La competencia de los siervos fugitivos que constantemente afluían a la ciudad, la guerra continua del campo contra los centros urbanos y, como consecuencia de ello, la necesidad de un poder militar organizado por parte de las ciudades, el nexo de la propiedad en común sobre determinado trabajo, la necesidad de disponer de lonjas comunes para vender las mercaderías, en una época en que los artesanos eran al mismo tiempo commerçants, y la consiguiente exclusión de estas lonjas de los individuos que no pertenecían a la profesión, el antagonismo de intereses entre unos y otros oficios, la necesidad de proteger un trabajo aprendido con mucho esfuerzo y la organización feudal de todo el país: tales fueron las causas que movieron a los trabajadores de cada oficio a agruparse en gremios. No tenemos por qué entrar aquí en las múltiples modificaciones del régimen gremial, producto de la trayectoria histórica ulterior. La huida de los siervos de la gleba a las ciudades tuvo lugar durante toda la Edad Media. Estos siervos, perseguidos en el campo por sus señores, presentábanse individualmente en las ciudades, donde se encontraban con agrupaciones organizadas contra las que eran impotentes y en las que tenían que resignarse a ocupar el lugar que les asignaran la demanda de su trabajo y el interés de sus competidores urbanos, ya agremiados. Estos trabajadores, que afluían a la ciudad cada cual por su cuenta, no podían llegar a ser nunca una fuerza, ya que, si su trabajo era un trabajo gremial que tuviera que aprenderse, los maestros de los gremios se apoderaban de ellos y los organizaban con arreglo a sus intereses, y en los casos en que el trabajo no tuviera que aprenderse y no se hallara, por tanto, encuadrado en ningún gremio, sino que fuese simple trabajo de jornaleros, quienes lo ejercían no llegaban a formar ninguna organización y seguían siendo para siempre una muchedumbre desorganizada. Fue la necesidad del trabajo de los jornaleros en las ciudades la que creó esta plebe.


Estas ciudades eran verdaderas «asociaciones» [26] creadas por la necesidad [43] inmediata, por la preocupación de defender la propiedad y de multiplicar los medios de producción y los medios de defensa de los diferentes vecinos. La plebe de estas ciudades hallábase privada de todo poder, ya que se hallaba formada por un tropel de individuos extraños los unos a los otros y venidos allí cada uno por su cuenta, frente a los cuales se encontraba un poder organizado, militarmente pertrechado, que los miraba con malos ojos y los vigilaba celosamente. Los oficiales y aprendices de coda oficio se hallaban organizados como mejor cuadraba al interés de los maestros; la relación patriarcal que les unía a los maestros de los gremios dotaba a éstos de un doble poder, de una parte mediante su influencia directa sobre la vida toda de los oficiales y, de otra parte, porque para los oficiales que trabajaban con el mismo maestro éste constituía un nexo real de unión que los mantenía en cohesión frente a los oficiales de los demás maestros y los separaba de éstos; por último, los oficiales se hallaban vinculados a la organización existente por su interés en llegar a ser un día maestros. Esto explica por qué, mientras la plebe se lanzaba, por lo menos, de vez en cuando, a sublevaciones y revueltas contra toda esta organización urbana, las cuales, sin embargo, no surtían efecto alguno, por la impotencia de quienes las sostenían, los oficiales, por su parte, sólo se dejaran arrastrar a pequeños actos de resistencia y de protesta dentro de cada gremio, actos que son, en realidad, parte integrante de la existencia del propio régimen gremial. Las grandes insurrecciones de la Edad Media partieron todas del campo, pero, igualmente resultaron fallidas, debido precisamente a su dispersión y a la tosquedad inherente a la población campesina.


El capital, en estas ciudades, era un capital natural, formado por la vivienda, las herramientas del oficio y la clientela tradicional y hereditaria; capital irrealizable por razón del incipiente intercambio y de la escasa circulación, y que se heredaba de padres a hijos. No era, como en los tiempos modernos, un capital tasable en dinero, en el que tanto da que se invierta en tales o en cuales cosas, sino un capital directamente entrelazado con el trabajo determinado y concreto de su poseedor e inseparable de él; era, por tanto, en este sentido, un capital de estamento.


La división del trabajo entre los distintos gremios, en las ciudades, [44] era todavía [completamente primitiva[ii], y en los gremios mismos no existía para nada entre los diferentes trabajadores. Cada uno de éstos tenía que hallarse versado en toda una serie de trabajos y hacer cuanto sus herramientas le permitieran; el limitado intercambio y las escasas relaciones de unas ciudades con otras, la escasez de población y la limitación de las necesidades no permitían que la división del trabajo se desarrollara, razón por la cual quien quisiera llegar a ser maestro necesitaba dominar todo el oficio. De aquí que todavía encontremos en los artesanos  medievales cierto interés por su trabajo especial y por su destreza para ejercerlo, destreza que puede, incluso, llegar hasta un sentido artístico limitado. Pero a esto se debe también el que los artesanos medievales viviesen totalmente consagrados a su trabajo, mantuviesen una resignada actitud de vasallaje con respecto a él y se viesen enteramente absorbidos por sus ocupaciones, mucho más que el obrero moderno, a quien su trabajo le es indiferente.


[3. Prosigue la división del trabajo. El comercio se separa de la industria. División del trabajo entre las distintas ciudades. La manufactura]


El paso siguiente, en el desarrollo de la división del trabajo, fue la separación entre la producción y el trato, la formación de una clase especial de comerciantes, separación que en las ciudades tradicionales (en las que, entre otras cosas, existían judíos) se había heredado del pasado y que en las ciudades recién fundadas no tardó en aparecer. Se establecía con ello la posibilidad de relaciones comerciales que fuesen más allá de los ámbitos inmediatos, posibilidad cuya realización dependía de los medios de comunicación existentes, del estado de seguridad pública logrado en el país y condicionado por las circunstancias políticas (sabido es que en toda la Edad Media los mercaderes hacían sus recorridos en caravanas armadas) y de las necesidades más primitivas o más desarrolladas de las zonas asequibles al comercio, con arreglo a su correspondiente grado de cultura.


Al centrarse el trato en manos de una clase especial y al extenderse el comercio, por medio de los mercaderes, hasta más allá de la periferia inmediata a la ciudad, se opera inmediatamente una relación de interdependencia entre la producción y el trato. Las ciudades se relacionan unas con otras, se llevan de una ciudad a otra nuevos instrumentos de trabajo, y la separación entre la producción y el intercambio no tarda en provocar una nueva división de la producción entre las distintas [45] ciudades, y pronto vemos que cada una de ellas tiende a explotar, predominantemente, una rama industrial. La limitación inicial a una determinada localidad comienza a desaparecer poco a poco.


El que las fuerzas productivas obtenidas en una localidad, y principalmente los inventos, se pierdan o no para el desarrollo ulterior, dependerá exclusivamente de la extensión del trato. Cuando aún no existe un intercambio que trascienda más allá de la vecindad más inmediata, cada invento tiene que hacerse en cada localidad, y bastan los simples accidentes fortuitos, tales como las irrupciones de los pueblos bárbaros e incluso las guerras habituales, para reducir las fuerzas productivas y las necesidades de un país a un punto en que se vea obligado a comenzar todo de nuevo. En los inicios de la historia, todos los inventos tenían que hacerse diariamente de nuevo y en cada localidad, con independencia de las otras. Cuán poco seguras se hallaban de una destrucción total las fuerzas productivas pobremente desarrolladas, aun en casos en que el comercio había logrado una relativa extensión, lo muestran los fenicios [iii], cuyas invenciones desaparecieron en su mayoría por largo tiempo al ser desplazada esta nación del comercio, avasallada por Alejandro y al sobrevenir la consiguiente decadencia. Y lo mismo ocurrió en la Edad Media, por ejemplo, con la industria del cristal policromado. La conservación de las fuerzas productivas obtenidas sólo se garantiza al adquirir carácter universal el intercambio, al tener como base la gran industria y al incorporarse todas las naciones a la lucha de la competencia.



La división del trabajo entre las diferentes ciudades trajo como consecuencia inmediata el nacimiento de las manufacturas, como ramas de producción que se salían ya de los marcos del régimen gremial. El primer florecimiento de las manufacturas —en Italia, y más tarde en Flandes— tuvo como premisa histórica el intercambio con naciones extranjeras. En otros países —en Inglaterra y Francia, por ejemplo—, las manufacturas comenzaron limitándose al mercado interior. Aparte de las premisas ya indicadas, las manufacturas presuponen una concentración ya bastante avanzada de la población —sobre todo en el campo— y del capital, que comienza a reunirse en pocas manos, ya en los gremios, a despecho de las ordenanzas gremiales, ya entre los comerciantes.

[46] El trabajo que desde el primer momento presuponía el funcionamiento de una máquina, siquiera fuese la más rudimentaria, no tardó en revelarse como el más susceptible de desarrollo. El primer trabajo que se vio impulsado y adquirió nuevo desarrollo mediante la extensión del intercambio fue la tejeduría, que hasta entonces venían ejerciendo los campesinos como actividad accesoria, para procurarse las necesarias prendas de vestir. La tejeduría fue la primera y siguió siendo luego la más importante de todas. La demanda de telas para vestir, que crecía a medida que aumentaba la población, la incipiente acumulación y movilización del capital natural por efecto de la circulación acelerada y la necesidad de cierto lujo, provocada por todos estos factores y propiciada por la gradual expansión del intercambio, imprimieron al arte textil un impulso cuantitativo y cualitativo que lo obligó a salirse del marco de la forma de producción tradicional.  Junto a los campesinos que tejían para atender a sus propias necesidades, los cuales siguieron existiendo y existen todavía hoy, apareció en las ciudades una nueva clase de tejedores que destinaban todos sus productos al mercado interior y, muchas veces, incluso a los mercados de fuera.

La tejeduría, que en la mayoría de los casos requería poca destreza y que no tardó en desdoblarse en una serie infinita de ramas, se resistía por su propia naturaleza a soportar las trabas del régimen gremial. Esto explica por qué los tejedores trabajaban casi siempre en aldeas y en zonas de mercado sin organización gremial, que poco a poco fueron convirtiéndose en ciudades y que no tardaron en figurar, además, entre las más florecientes de cada país.

Con la manufactura exenta de las trabas gremiales cambiaron también las relaciones de propiedad. El primer paso para superar el capital natural de estamento se había dado al aparecer los comerciantes, cuyo capital fue desde el primer momento un capital móvil, es decir, un capital en el sentido moderno de la palabra, en la medida en que ello era posible en las circunstancias de aquel entonces. El segundo paso de avance lo dio la manufactura, que a su vez movilizó una masa del capital natural e incrementó en general la masa del capital móvil frente a la de aquél.

Y la manufactura se convirtió, al mismo tiempo, en el refugio de los campesinos contra los gremios a que ellos no tenían acceso o que les pagaban mal, lo mismo que en su tiempo las ciudades dominadas por los gremios habían brindado a la población campesina refugio [47] contra [la nobleza rural que la oprimía] [iv].

El comienzo de las manufacturas trajo consigo, además, un período de vagabundaje, provocado por la supresión de las mesnadas feudales, por el licenciamiento de los ejércitos que habían servido a los reyes contra los vasallos, por los progresos de la agricultura y la transformación de grandes extensiones de tierras de labor en pasturas. Ya esto sólo demuestra que la aparición de este vagabundaje coincide exactamente con la desintegración del feudalismo. En el siglo XIII nos encontramos ya con determinados períodos de este tipo, aunque el vagabundaje sólo se generaliza y se convierte en un fenómeno permanente a fines del XV y comienzos del XVI. Tan numerosos eran estos vagabundos, que Enrique VIII de Inglaterra, para no citar más que a este monarca, mandó ahorcar a 72.000. Hubo que vencer enormes dificultades y una larguísima resistencia hasta lograr que estas grandes masas de gentes llevadas a la miseria extrema se decidieran a trabajar. El rápido florecimiento de las manufacturas, sobre todo en Inglaterra, fue absorbiéndolas, poco a poco.


La manufactura lanzó a las diversas naciones al terreno de la competencia, a la lucha comercial, ventilada en forma de guerras, aranceles proteccionistas y prohibiciones, al paso que antes las naciones, cuando se hallaban en contacto, mantenían entre sí un inofensivo intercambio comercial. A partir de ahora, el comercio adquiere una significación política.


La manufactura trajo consigo, al mismo tiempo, una actitud distinta del trabajador ante el patrono. En los gremios persistía la vieja relación patriarcal entre oficiales y maestros; en la manufactura esta relación fue suplantada por la relación monetaria entre el trabajador y el capitalista; en el campo y en las pequeñas ciudades, esta relación seguía teniendo un color patriarcal, pero en las grandes ciudades, en las ciudades manufactureras por excelencia, perdió en seguida, casi en absoluto, ese matiz.
La manufactura y, en general, el movimiento de la producción experimentaron un auge enorme gracias a la expansión del trato como consecuencia del descubrimiento de América y de la ruta marítima hacia las Indias orientales. Los nuevos productos importados de estas tierras, y principalmente las masas de oro y plata lanzadas a la circulación, hicieron cambiar totalmente la posición de unas clases con respecto a otras y asestaron un rudo golpe a la propiedad feudal de la tierra y a los trabajadores, al paso que las expediciones de aventureros, la colonización y, sobre todo, la expansión de los mercados hacia el mercado mundial, que ahora se hacía posible y se iba realizando día tras día, daban comienzo a una nueva fase [48] del desarrollo histórico, en la que en general no hemos de detenernos aquí. La colonización de los países recién descubiertos sirvió de nuevo incentivo a la lucha comercial entre las naciones y le dio, por tanto, mayor extensión y mayor encono.

La expansión del comercio y de la manufactura sirvió para acelerar la acumulación del capital móvil, mientras en los gremios, en los que nada estimulaba la ampliación de la producción, el capital natural permanecía estable o incluso decrecía. El comercio y la manufactura crearon la gran burguesía, al paso que en los gremios se concentraba la pequeña burguesía, que ahora ya no seguía dominando, como antes, en las ciudades, sino que tenía que inclinarse bajo la dominación de los grandes comerciantes y manufactureros [v]. De ahí la decadencia de los gremios en cuanto entraban en contacto con la manufactura.


Durante la época de que hablamos, las relaciones entre las naciones adquieren dos formas distintas. Al principio, la escasa cantidad de oro y plata circulantes condicionaba la prohibición de exportar estos metales, y la industria, generalmente importada del extranjero e impuesta por la necesidad de dar ocupación a la creciente población urbana, no podía desenvolverse sin un régimen de protección, que, naturalmente, no iba dirigido solamente contra la competencia interior, sino también, y fundamentalmente, contra la competencia de fuera. El privilegio local de los gremios hacíase extensivo, en estas prohibiciones primitivas, a toda la nación. Los aranceles aduaneros surgieron de los tributos que los feudales cobraban a los comerciantes que atravesaban sus dominios, redimiéndose de ese modo del saqueo, tributos que más tarde cobraban también las ciudades y que, al surgir los Estados modernos, han sido el recurso más al alcance de la mano del fisco para obtener dinero.


La aparición del oro y la plata de América en los mercados europeos, el desarrollo gradual de la industria, el rápido auge del comercio y, como consecuencia de ello, el florecimiento de la burguesía no gremial y la propagación del dinero, dieron a todas estas medidas una significación distinta. El Estado, que cada día podía prescindir menos del dinero, mantuvo ahora, por razones de orden fiscal, la prohibición de exportar oro y plata; los burgueses, que veían su gran objetivo de acaparación en estas masas de dinero lanzadas ahora nuevamente sobre el mercado, sentíanse plenamente satisfechos con ello; los anteriores privilegios, vendidos por dinero, convirtiéronse en fuente de ingresos para el gobierno; surgieron en la legislación aduanera los aranceles de exportación que, interponiendo un obstáculo en el camino de la industria, perseguían fines puramente fiscales.


El segundo período comenzó a mediados del siglo XVII y duró casi hasta finales del XVIII. El comercio y la navegación habíanse desarrollado más rápidamente que la manufactura, la cual desempeñaba un papel secundario; las colonias comenzaron a convertirse en importantes consumidores y las diferentes naciones fueron tomando posiciones, mediante largas luchas, en el mercado mundial que se abría. Este período comienza con las leyes de navegación y los monopolios coloniales. La competencia entre unas y otras naciones era eliminada, dentro de lo posible, por medio de aranceles, prohibiciones y tratados; en última apelación, la lucha de competencia se libraba y decidía por medio de la guerra (principalmente, de la guerra marítima). La nación más poderosa en el mar, Inglaterra, mantenía su supremacía en el comercio y en la manufactura. Vemos ya aquí la concentración en un solo país.


La manufactura había disfrutado de una constante protección, por medio de aranceles proteccionistas en el mercado interior, mediante monopolios en el mercado colonial y, en el mercado exterior, llevando hasta el máximo las tarifas aduaneras diferenciales. Se favorecía la elaboración de las materias primas producidas en el propio país (lana y lino en Inglaterra, seda en Francia), prohibiéndose su exportación (la de la lana, en Inglaterra), a la par que se descuidaba o se perseguía la exportación de la materia prima importada (así, en Inglaterra, del algodón). Como es natural, la nación predominante en el comercio marítimo y como potencia colonial procuró asegurarse también la mayor extensión cuantitativa y cualitativa de la manufactura. Esta no podía en modo alguno prescindir de un régimen de protección, ya que fácilmente podía perder su mercado y verse arruinada por los más pequeños cambios producidos en otros países; era fácil introducirla en un país de condiciones hasta cierto punto favorables, pero esto mismo hacía que fuese también fácil destruirla. Pero, al mismo tiempo, merced a los métodos de funcionamiento en el país, principalmente en el siglo XVIII, la manufactura se entrelazaba de tal modo con las relaciones de vida de una gran masa de individuos, que ningún país podía aventurarse a poner en juego su existencia abriendo el paso a la libre competencia. Dependía, enteramente, por tanto, en cuanto se la llevaba hasta la exportación, de la expansión o la restricción del comercio y ejercía sobre éste un efecto relativamente muy pequeño. De aquí su significación secundaria y de aquí también la influencia de los comerciantes en el siglo XVIII. [50] Eran los comerciantes, y sobre todo los armadores de buques; los que por encima de los demás acuciaban para conseguir protección del Estado y monopolios; y aunque también los manufactureros, es cierto, demandaban y conseguían medidas proteccionistas, marchaban constantemente, en cuanto a importancia política, a la zaga de los comerciantes. Las ciudades comerciales, y principalmente las ciudades marítimas, convirtiéronse en cierto modo en centros civilizados y de la gran burguesía, al paso que en las ciudades fabriles persistía la pequeña burguesía. Cfr. Aikin, etc. [27]. El siglo XVIII fue el siglo del comercio. Así lo dice expresamente Pinto: «Le commerce fait la marotte du siècle» [vi] y «Depuis quelque temps il n'est plus question que de commerce, de navigation et de marine» [vii] [28].
Sin embargo, el movimiento del capital, aunque notablemente acelerado, siguió manteniéndose relativamente lento. El desperdigamiento del mercado mundial en diferentes partes, cada una de ellas explotada por una nación distinta, la eliminación de la competencia entre las naciones, el desmaño de la misma producción y el régimen monetario, que apenas comenzaba a salir de sus primeras fases, entorpecían bastante la circulación. Consecuencia de ello era aquel sucio y mezquino espíritu de tendero que permanecía adherido todavía a todos los comerciantes y al modo y al estilo de la vida comercial en su conjunto. Comparados con los manufactureros, y sobre todo con los artesanos, estos mercaderes eran, indudablemente, burgueses y grandes burgueses,  pero en comparación con los comerciantes e industriales del período siguiente, no pasaban de pequeños burgueses. Cfr. A. Smith [29].


Este período se caracteriza también por el cese de las prohibiciones de exportación de oro y plata, por el nacimiento del comercio de dinero, la aparición de los bancos, de la deuda pública, del papel-moneda, de las especulaciones con acciones y valores, del agiotaje en toda clase de artículos y del desarrollo del dinero en general. El capital vuelve a perder ahora gran parte del carácter natural que todavía le queda.

[4. La más extensa división del trabajo.
La gran industria]


La concentración del comercio y de la manufactura en un país —Inglaterra— mantenida y desarrollada incesantemente a lo largo del siglo XVII, fue creando para este país poco a poco un relativo mercado mundial y, con ello, una demanda para los productos manufactureros de este mismo país, que las anteriores fuerzas productivas de la industria no alcanzaban ya a satisfacer. Y esta demanda, que rebasaba la capacidad de las fuerzas productivas, fue la fuerza propulsora que dio nacimiento al tercer [51] período de la propiedad privada desde la Edad Media, creando la gran industria y, con ella, la aplicación de las fuerzas naturales a la producción industrial, la maquinaria y la más extensa división del trabajo. Las restantes condiciones de esta nueva fase —la libertad de competencia dentro del país, el desarrollo de la mecánica teórica (la mecánica llevada a su apogeo por Newton había sido la ciencia más popular de Francia e Inglaterra, en el siglo XVIII), etc.— existían ya en Inglaterra. (La libre concurrencia en el seno del país hubo de ser conquistada en todas partes por una revolución: en 1640 y 1688 en Inglaterra, en 1789 en Francia.)


La competencia obligó en seguida a todo país deseoso de conservar su papel histórico a proteger sus manufacturas por medio de nuevas medidas arancelarias (ya que los viejos aranceles resultaban insuficientes frente a la gran industria), y poco después a introducir la gran industria al amparo de arancelas proteccionistas.  Pese a estos recursos protectores, la gran industria universalizó la competencia (la gran industria es la libertad práctica de comercio, y los aranceles proteccionistas no pasan de ser, en ella, un paliativo, un dique defensivo dentro de la libertad comercial), creó los medios de comunicación y el moderno mercado mundial, sometió a su férula el comercio, convirtió todo el capital en capital industrial y engendró, con ello, la rápida circulación (el desarrollo del sistema monetario) y la centralización de los capitales. Por medio de la competencia universal obligó a todos los individuos a poner en tensión sus energías hasta el máximo. Destruyó donde le fue posible la ideología, la religión, la moral, etc., y, donde no pudo hacerlo, las convirtió en una mentira palpable. Creó por vez primera la historia universal, haciendo que toda nación civilizada y todo individuo, dentro de ella, dependiera del mundo entero para la satisfacción de sus necesidades y acabando con el exclusivismo natural y primitivo de naciones aisladas, que hasta ahora existía. Colocó la ciencia de la naturaleza bajo la férula del capital y arrancó a la división del trabajo la última apariencia de un régimen natural. Acabo, en términos generales, con todas las relaciones naturales, en la medida en que era posible hacerlo dentro del trabajo, y redujo todas las relaciones naturales a relaciones basadas en el dinero. Creo, en vez de las ciudades formadas naturalmente, las grandes ciudades industriales modernas, que surgían de la noche a la mañana. Destruyó, donde quiera que penetrase, la artesanía y todas las fases anteriores de la industria. Puso cima al triunfo de la ciudad comercial sobre el campo. Su [primera premisa] [viii] era el sistema automático. [Su desarrollo] [ix] engendró una masa de fuerzas productivas que encontraban en la propiedad privada una traba entorpecedora, [52] como los gremios lo habían sido para la manufactura y la pequeña explotación agrícola para los avances de la artesanía. Estas fuerzas productivas, bajo el régimen de la propiedad privada, sólo experimentaban un desarrollo unilateral, se convertían para la mayoría en fuerzas destructivas y gran cantidad de ellas ni siquiera podían llegar a aplicarse con la propiedad privada. La gran industria creaba por doquier, en general, las mismas relaciones entre las clases de la sociedad, destruyendo con ello el carácter propio y peculiar de las distintas nacionalidades. Finalmente, mientras la burguesía de cada nación seguía manteniendo sus intereses nacionales aparte, la gran industria creaba una clase que en todas las naciones se movía por el mismo interés y en la que quedaba ya destruida toda nacionalidad; una clase que se desentendía realmente de todo el viejo mundo y que, al mismo tiempo, se le enfrentaba. La gran industria hacía  insoportable al obrero no sólo la relación con el capitalista, sino incluso el mismo trabajo.


Huelga decir que la gran industria no alcanza el mismo nivel de desarrollo en todas y cada una de las localidades de un país. Sin embargo, esto no detiene el movimiento de clase del proletariado, ya que los proletarios engendrados por la gran industria se ponen a la cabeza de este movimiento y arrastran consigo a toda la masa, y puesto que los obreros eliminados por la gran industria se ven empujados por ésta a una situación de vida aún peor que la de los obreros de la gran industria misma. Y, del mismo modo, los países en que se ha desarrollado una gran industria influyen sobre los países plus ou moins [x] no industriales, en la medida en que éstos se ven impulsados por el intercambio mundial a la lucha universal de competencia.

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Estas diferentes formas [de producción] son otras tantas formas de la organización del trabajo y, por tanto, de la propiedad. En todo período se ha dado una agrupación de las fuerzas productivas existentes, siempre y cuando que así lo exigieran e impusieran las necesidades.
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[5. La contradicción entre las fuerzas productivas y la forma de relación, como base de la revolución social]

La contradicción entre las fuerzas productivas y la forma de relación que, como veíamos, se ha producido ya repetidas veces en la historia anterior, pero sin llegar a poner en peligro la base de la misma, tenía que traducirse necesariamente, cada vez que eso ocurría, en una revolución, pero adoptando al mismo tiempo diversas formas accesorias, como totalidad de colisiones, colisiones entre diversas clases, contradicción de las conciencias, lucha de ideas, etc., lucha política, etc. Desde un punto de vista limitado, cabe destacar una de estas formas accesorias y considerarla como la base de estas revoluciones, cosa tanto más fácil cuanto que los mismos individuos que sirven de punto de partida a las revoluciones se hacen ilusiones acerca de su propia actividad, con arreglo a su grado de cultura y a la fase del desarrollo histórico de que se trata.
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Todas las colisiones de la historia nacen, pues, según nuestra concepción, de la contradicción entre las fuerzas productivas y la forma de [53] relación. Por lo demás, no es necesario que esta contradicción, para provocar colisiones en un país, se agudice precisamente en este país mismo. La competencia con países industrialmente más desarrollados, provocada por un mayor intercambio internacional, basta para engendrar también una contradicción semejante en países de industria menos desarrollada (así, por ejemplo, el proletariado latente en Alemania se ha puesto de manifiesto por la competencia de la industria inglesa).


[6. La competencia de los individuos y la formación de las clases. El desarrollo de la oposición entre los individuos y las condiciones de su vida. La comunidad ilusoria de los individuos en la sociedad burguesa y la unidad efectiva de los individuos en la sociedad comunista. El sometimiento de las condiciones de vida de la sociedad al poder de los individuos unidos]


La competencia aísla a los individuos, no sólo a los burgueses, sino aún más a los proletarios, enfrentándolos los unos con los otros, a pesar de que los aglutine. De aquí que tenga que pasar largo tiempo antes de que estos individuos puedan agruparse, aparte de que para dicha agrupación —si ésta no ha de ser puramente local— tiene que empezar cuando la gran industria ofrezca los medios necesarios, las grandes ciudades industriales y los medios de comunicación baratos y rápidos, razón por la cual sólo es posible vencer tras largas luchas a cualquier poder organizado que se enfrente a estos individuos aislados, que viven en condiciones que reproducen diariamente su aislamiento. Pedir lo contrario sería tanto como pedir que la competencia no existiera en esta determinada época histórica o que los individuos se quitaran de la cabeza las relaciones sobre las que, como individuos aislados, no tienen el menor control.


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La construcción de viviendas. De suyo se entiende que entre los salvajes cada familia tiene su cueva o cabaña propia, lo mismo que los nómadas poseen su tienda. Esta economía doméstica individual se hace todavía más necesaria en virtud del ulterior desarrollo de la propiedad privada. Entre los pueblos agrícolas, la economía doméstica en común es tan imposible como el cultivo de la tierra en común. Un gran paso adelante ha sido la construcción de las ciudades. No obstante, en todos los períodos anteriores, la abolición de la economía individual, inseparable de la supresión de la propiedad privada, era imposible ya por la sencilla razón de que no existían para ello las condiciones materiales. La organización de la economía doméstica en común implica el desarrollo de la maquinaria, la utilización de las fuerzas naturales y de muchas otras fuerzas productivas, como, por ejemplo, el agua corriente en las casas, [54] el alumbrado de gas, la calefacción de vapor, etc., la supresión de la [oposición] entre la ciudad y el campo. Sin estas condiciones, la economía común no llegará, a su vez, a ser una nueva fuerza productiva, estará privada de toda base material, se asentará en una base puramente teórica, es decir, será un mero capricho y no conducirá más que a una economía de monasterio. No ha sido posible más que la concentración en las ciudades y la construcción de edificios comunales para varios fines concretos (cárceles, cuarteles, etc.). Por supuesto, la supresión de la economía individual es inseparable de la supresión [Aufhebung] de la familia.

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(La tesis que con tanta frecuencia encontramos en San Max y según la cual todo lo que cada uno es lo es por medio del Estado, es en el fondo la misma que la que sostiene que el burgués no es más que un ejemplar del género burgués, tesis en la que se presupone que la clase burguesa existía ya antes que los individuos que la integran [xi].)


En la Edad Media, los vecinos de cada ciudad veíanse obligados a agruparse en contra de la nobleza rural, para defender su pellejo; la expansión del comercio y el desarrollo de las comunicaciones empujaron a cada ciudad a conocer a otras, que habían hecho valer los mismos intereses, en lucha contra el mismo adversario. De las muchas vecindades locales de las diferentes ciudades fue surgiendo así, paulatinamente, la clase de vecinos de la ciudad, del burgo, o burgueses. Las condiciones de vida de los diferentes burgueses o vecinos de los burgos o ciudades, empujadas por su oposición a las relaciones existentes o por el tipo de trabajo que ello imponía, convertíanse al mismo tiempo en condiciones comunes a todos ellos e independientes de cada individuo. Los vecinos de las ciudades fueron creando estas condiciones al separarse de las agrupaciones feudales, a la vez que fueron creados por ellas, por cuanto que se hallaban condicionados por su oposición al feudalismo, con el que se habían encontrado. Al entrar en contacto unas ciudades con otras, estas condiciones comunes se desarrollaron hasta convertirse en condiciones de clase. Idénticas condiciones, idénticas antítesis e idénticos intereses tenían necesariamente que provocar en todas partes, muy a grandes rasgos, idénticas costumbres. La burguesía misma comienza a desarrollarse poco a poco con sus condiciones, se escinde luego, bajo la acción de la división del trabajo, en diferentes fracciones y, por último, absorbe todas las clases [xii] poseedoras con que se había encontrado al nacer (al paso que hace que la mayoría de la clase desposeída con que se encuentra y una parte de la clase poseedora anterior se desarrollen para formar una nueva clase, el proletariado), en la medida en que toda la propiedad anterior se convierte en capital industrial o comercial.


Los diferentes individuos sólo forman una clase [55] en cuanto se ven obligados a sostener una lucha común contra otra clase, pues de otro modo ellos mismos se enfrentan los unos con los otros, hostilmente, en el plano de la competencia. Y, de otra parte, la clase se sustantiva, a su vez, frente a los individuos que la forman, de tal modo que éstos se encuentran ya con sus condiciones de vida predestinadas; se encuentran con que la clase les asigna su posición en la vida y, con ello, la trayectoria de su desarrollo personal; se ven absorbidos por ella. Es el mismo fenómeno que el sometimiento de los diferentes individuos a la división del trabajo, y para eliminarlo no hay otro camino que la abolición de la propiedad privada y del trabajo mismo [xiii]. Ya hemos indicado varias veces cómo este sometimiento de los individuos a la clase se desarrolla hasta convertirse, al mismo tiempo, en un sometimiento a diversas ideas, etc.


Si consideramos filosóficamente este desarrollo de los individuos en las condiciones comunes de existencia de los estamentos y las clases que se suceden históricamente y con arreglo a las ideas generales que de este modo se les han impuesto, llegamos fácilmente a imaginarnos que en estos individuos se ha desarrollado el Género o el Hombre o que ellos han desarrollado al Hombre; un modo de imaginarse éste que se da de bofetadas con la historia. Luego, podemos concebir estos diferentes estamentos y clases como especificaciones del concepto general, como variedad del Género, como fases de desarrollo del Hombre.


Esta inclusión de los individuos en determinadas clases no podrá superarse, en efecto, hasta que se forme una clase que no tenga ya por qué oponer ningún interés especial de clase a la clase dominante.

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La transformación de las fuerzas (relaciones) personales en materiales por obra de la división del trabajo no puede revocarse quitándose de la cabeza la idea general acerca de ella, sino haciendo que los individuos sometan de nuevo a su mando estos poderes materiales y supriman la división del trabajo [xiv]. Y esto no es posible hacerlo sin la comunidad. Solamente dentro de la comunidad tiene todo individuo los medios [56] necesarios para desarrollar sus dotes en todos los sentidos; solamente dentro de la comunidad es posible, por tanto, la libertad personal. En los sustitutivos de la comunidad que hasta ahora han existido, en el Estado, etc., la libertad personal sólo existía para los individuos desarrollados dentro de las relaciones de la clase dominante y sólo tratándose de individuos de esta clase. La aparente comunidad en que se han asociado hasta ahora los individuos ha cobrado siempre una existencia propia e independiente frente a ellos y, por tratarse de la asociación de una clase en contra de otra, no sólo era, al mismo tiempo, una comunidad puramente ilusoria para la clase dominada, sino también una nueva traba. Dentro de la comunidad real, los individuos adquieren, al mismo tiempo, su libertad al asociarse y por medio de la asociación.


Los individuos han partido siempre de sí mismos, aunque naturalmente, dentro de sus condiciones y relaciones históricas dadas, y no del individuo «puro», en el sentido de los ideólogos. Pero, en el curso del desarrollo histórico, y precisamente por medio de la sustantivación de las relaciones sociales que es inevitable dentro de la división del trabajo, se acusa una diferencia entre la vida de cada individuo, en cuanto se trata de su vida personal, y esa misma vida supeditada a una determinada rama del trabajo y a las correspondientes condiciones. (Lo que no debe entenderse en el sentido de que, por ejemplo, el rentista, el capitalista, etc., dejen de ser personas, sino en el de que su personalidad se halla condicionada y determinada por relaciones de clase muy concretas, y la diferencia sólo se pone de manifiesto en contraposición con otra clase y, con respecto a ellas mismas, solamente cuando se presenta la bancarrota). En el estamento (y más todavía en la tribu) esto aparece aún velado; y así, por ejemplo, un noble sigue siendo un noble y un plebeyo un plebeyo, independientemente de sus otras relaciones, por ser aquélla una cualidad inseparable de su personalidad. La diferencia del individuo personal con respecto al individuo de clase, el carácter fortuito de las condiciones de vida para el individuo, sólo se manifiestan con la aparición de la clase, que es, a su vez, un producto de la burguesía. La competencia y la lucha de unos individuos con otros es la que engendra y desarrolla [57] este carácter fortuito en cuanto tal. Por eso en la imaginación, los individuos, bajo el poder de la burguesía, son más libres que antes, porque sus condiciones de vida son, para ellos, algo puramente fortuito; pero, en la realidad, son, naturalmente, menos libres, ya que se hallan más supeditados a un poder material. La diferencia del estamento se manifiesta, concretamente, en la antítesis de burguesía y proletariado. Al aparecer el estamento de los vecinos de las ciudades, las corporaciones, etc., frente a la nobleza rural, sus condiciones de existencia, la propiedad mobiliaria y el trabajo artesanal, que existían ya de un modo latente antes de su separación de la asociación feudal, aparecieron como algo positivo, que se hacían valer frente a la propiedad inmueble feudal, y ésta era la razón de que volvieran a revestir en su modo, primeramente, la forma feudal. Es cierto que los siervos de la gleba fugitivos consideraban a su servidumbre anterior como algo fortuito en su personalidad. Pero, con ello no hacían sino lo mismo que hace toda clase que se libera de una traba, aparte de que ellos, al obrar de este modo, no se liberaban como clase, sino aisladamente. Además, no se salían del marco del régimen de los estamentos, sino que formaban un estamento nuevo y retenían en su nueva situación su modo de trabajo anterior, y hasta lo desarrollaban, al liberarlo de trabas que ya no correspondían al desarrollo que había alcanzado.


Tratándose de los proletarios, por el contrario, su propia condición de vida, el trabajo, y con ella todas las condiciones de existencia de la sociedad actual, se han convertido para ellos en algo fortuito, sobre lo que cada proletario de por sí no tiene el menor control y sobre lo que no puede darle tampoco el control ninguna organización social, y la contradicción entre la personalidad del proletario individual y su condición de vida, tal como le viene impuesta, es decir, el trabajo, se revela ante él mismo, sobre todo porque se ve sacrificado ya desde su infancia y porque no tiene la menor probabilidad de llegar a obtener, dentro de su clase, las condiciones que le coloquen en otra situación.


[58], NB. No debe olvidarse que la misma necesidad de los siervos de existir y la imposibilidad de las grandes haciendas, que trajo consigo la distribución de los allotments [xv] entre los siervos, no tardaron en reducir las obligaciones de los siervos para con su señor feudal a un promedio de prestaciones en especie y en trabajo que hacía posible al siervo la acumulación de propiedad mobiliaria, facilitándole con ello la posibilidad de huir de las tierras de su señor y permitiéndole subsistir como vecino de una ciudad, lo que contribuyó, al mismo tiempo, a crear gradaciones entre los siervos, y así, vemos que los siervos fugitivos son ya, a medias, vecinos de las ciudades. Y fácil es comprender que los campesinos siervos conocedores de un oficio eran los que más probabilidades tenían de adquirir propiedades mobiliarias.


Así, pues, mientras que los siervos fugitivos sólo querían desarrollar libremente y hacer valer sus condiciones de vida ya existentes, razón por la cual sólo llegaron, en fin de cuentas, al trabajo libre, los proletarios, para hacerse valer personalmente, necesitan acabar con su propia condición de existencia anterior, que es al mismo tiempo la de toda la anterior sociedad, es decir, acabar con el trabajo. Se hallan también, por tanto, en contraposición directa con la forma en que los individuos componentes de la sociedad se manifestaban hasta ahora en conjunto con el Estado, y necesitan derrocar al Estado, para imponer su personalidad.

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De toda la exposición anterior se desprende que la relación de comunidad en que entran los individuos de una clase, relación condicionada por sus intereses comunes frente a un tercero, era siempre una comunidad a la que pertenecían estos individuos solamente como individuos medios, solamente en cuanto vivían dentro de las condiciones de existencia de su clase; es decir, una relación que no los unía en cuanto tales individuos, sino en cuanto miembros de una clase. En cambio, con la comunidad de los proletarios revolucionarios, que toman bajo su control sus condiciones [59] de existencia y las de todos los miembros de la sociedad, sucede cabalmente lo contrario: en ella toman parte los individuos en cuanto tales individuos. Esta comunidad no es otra cosa, precisamente, que la asociación de los individuos (partiendo, naturalmente, de la premisa de las fuerzas productivas tal y cómo ahora se han desarrollado), que entrega a su control las condiciones de libre desarrollo y movimiento de los individuos, condiciones que hasta ahora se hallaban a merced del azar y habían cobrado existencia propia e independiente frente a los diferentes individuos precisamente por la separación de éstos como individuos y que luego, con su necesaria asociación merced a la división del trabajo era sencillamente una asociación (de ningún modo arbitraria, a la manera de la que se nos pinta, por ejemplo, en el «Contrat social» [30], sino necesaria) (cfr., por ejemplo la formación del Estado norteamericano y las repúblicas sudamericanas) acerca de estas condiciones, dentro de las cuales lograban luego los individuos el disfrute de la casualidad. A este derecho a disfrutar libremente, dentro de ciertas condiciones, de lo que ofreciera el azar se le llamaba, hasta ahora, libertad personal. Estas condiciones de existencia sólo son, naturalmente, las fuerzas productivas y las formas de relación existentes en cada caso.
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El comunismo se distingue de todos los movimientos anteriores en que echa por tierra la base de todas las relaciones de producción y de trato que hasta ahora han existido y por primera vez aborda de un modo consciente todas las premisas naturales como creación de los hombres anteriores, despojándolas de su carácter natural y sometiéndolas al poder de los individuos asociados. Su institución es, por tanto, esencialmente económica, la de las condiciones materiales de esta asociación; hace de las condiciones existentes condiciones para la asociación. Lo existente, lo que crea el comunismo, es precisamente la base real para hacer imposible cuanto existe independientemente de los individuos, en cuanto este algo existente no es, sin embargo, otra cosa que un producto de la relación anterior de los individuos mismos. Los comunistas tratan, por tanto, prácticamente, las condiciones creadas por la producción y la relación anteriores como condiciones inorgánicas, sin llegar siquiera a imaginarse que las generaciones anteriores se propusieran o pensaran suministrarles materiales y sin creer que estas condiciones fuesen inorgánicas para los individuos que las creaban.


[7. La contradicción entre los individuos y las condiciones de su vida, como contradicción entre las fuerzas productivas y la forma de relación. El progreso de las fuerzas productivas y la sustitución de las formas de relación]


[60] La diferencia entre el individuo personal y el individuo contingente no es una diferencia de concepto, sino un hecho histórico. Y esta diferencia tiene diferente sentido según las diferentes épocas, como ocurre, por ejemplo, con el estamento, algo casual para el individuo en el siglo XVIII, y también, plus ou moins [xvi], la familia. No es una diferencia que nosotros tengamos que establecer  para todos los tiempos, sino que cada tiempo de por sí la establece entre los diferentes elementos con que se encuentra, y no ciertamente en cuanto al concepto, sino obligado por las colisiones materiales de la vida.


Lo que a la época posterior le parece casual en contraposición a la anterior y también, por tanto, entre los elementos que de la anterior han pasado a ella, es una forma de relación que correspondía a un determinado desarrollo de las fuerzas productivas. La relación entre las fuerzas productivas y la forma de trato es la que media entre ésta y la actividad u ocupación de los individuos. (La forma fundamental de esta ocupación es, naturalmente, la forma material, de la que dependen todas las demás: la espiritual, la política, la religiosa, etc.) La diversa organización de la vida material depende en cada caso, naturalmente, de las necesidades ya desarrolladas, y tanto la creación como la satisfacción de estas necesidades es de suyo un proceso histórico, que no encontraremos en ninguna oveja ni en ningún perro (recalcitrante argumento fundamental de Stirner [31] adversus hominem [xvii], a pesar de que las ovejas y los perros, bajo su forma actual, son también, ciertamente, aunque malgré eux [xviii], productos de un proceso histórico). Las condiciones bajo las cuales se relacionan los individuos, antes de que se interponga la contradicción [entre aquellas y éstos], son condiciones inherentes a su individualidad y no algo externo a ellos, condiciones en las cuales estos determinados individuos existentes bajo determinadas relaciones pueden únicamente producir su vida material y lo relacionado con ella; son, por tanto, las condiciones de su propio modo de ocupación, y este mismo modo de ocupación las produce [xix]. La determinada condición bajo la que proceden corresponde, pues, mientras [61] no se interpone la contradicción [señalada], a su condicionalidad real, a su existencia unilateral, cuya unilateralidad sólo se revela al interponerse la contradicción y que, por consiguiente, sólo existe para los que vienen después. Luego, esta condición aparece como una traba casual, y entonces se desliza también para la época anterior la conciencia de que es una traba.

Estas diferentes condiciones, que primeramente aparecen como condiciones del propio modo de actividad propia y más tarde como trabas de él, forman a lo largo de todo el desarrollo histórico una serie coherente de formas de relación, cuya cohesión consiste en que la forma anterior de relación, convertida en una traba, es sustituida por otra nueva, más a tono con las fuerzas productivas desarrolladas y, por tanto, con un modo más progresivo de la propia actividad de los individuos, que à son tour [xx]se convierte de nuevo en una traba y es sustituida, a su vez, por otra. Y, como estas condiciones corresponden en cada fase al desarrollo simultáneo de las fuerzas productivas, tenemos que su historia es, al propio tiempo, la historia de las fuerzas productivas en desarrollo y heredadas por cada nueva generación y, por tanto, la historia del desarrollo de las fuerzas de los mismos individuos.

Y, como este desarrollo se opera de un modo espontáneo, es decir, no se halla subordinado a un plan de conjunto de individuos libremente asociados, parte de diferentes localidades, tribus, naciones, ramas de trabajo, etc., cada una de las cuales se desarrolla con independencia de las otras y sólo paulatinamente entra en relación con ellas. Este proceso se desarrolla, además, muy lentamente; las diferentes fases y los diversos intereses no se superan nunca del todo, sino que sólo se subordinan al interés victorioso y van arrastrándose siglo tras siglo al lado de éste. De donde se sigue que, incluso dentro de una nación, los individuos, aun independientemente de sus condiciones patrimoniales, siguen líneas de desarrollo completamente distintas y que un interés anterior cuya forma peculiar de relación se ve ya desplazada por otra correspondiente a un interés posterior, puede mantenerse durante largo tiempo en posesión de un poder tradicional en la aparente comunidad sustantivada frente a los individuos (en el Estado y en el derecho), poder al que en última instancia sólo podrá poner fin una revolución. Y así se explica también por qué, con respecto a ciertos puntos [62] concretos susceptibles de una síntesis más general, la conciencia puede, a veces, parecer que se halla más avanzada que las relaciones empíricas contemporáneas, razón por la cual vemos cómo, muchas voces, a la vista de las luchas de una época posterior se invocan como autoridades las doctrinas de teóricos anteriores.


En cambio, en países como Norteamérica, que comienzan desde el principio en una época histórica ya muy avanzada, el proceso de desarrollo marcha muy rápidamente. Estos países no tienen más premisas naturales que los individuos que allí se instalan como colonos, movidos a ello por las formas de relación de los viejos países, que no corresponden ya a sus necesidades. Comienzan, pues, con los individuos más progresivos de los viejos países y, por tanto, con la forma de relación más desarrollada, correspondiente a esos individuos, antes ya de que esta forma de relación haya podido imponerse en los países viejos. Tal es lo que ocurre con todas las colonias, cuando no se trata de simples estaciones militares o factorías comerciales. Ejemplos de ello los tenemos en Cartago, las colonias griegas y la Islandia de los siglos XI y XII. Y una situación parecida se da también en caso de conquista, cuando se trasplanta directamente al país conquistado la forma de relación desarrollada sobre otro suelo; mientras que en su país de origen esta forma se hallaba aún impregnada de intereses y relaciones procedentes de épocas anteriores, aquí, en cambio, puede y debe imponerse totalmente y sin el menor obstáculo, entre otras razones para asegurar de un modo estable el poder de los conquistadores. (Inglaterra y Nápoles después de la conquista por los normandos [32], que llevó a uno y otro sitio la forma más acabada de la organización feudal).




[8. El papel de la violencia (la conquista) en la historia]


A toda esta concepción de la historia parece contradecir el hecho de la conquista. Hasta ahora, venía considerándose la violencia, la guerra, el saqueo, el asesinato para robar, etc., como la fuerza propulsora de la historia. Aquí, tenemos que limitarnos necesariamente a los puntos capitales, razón por la cual tomaremos el ejemplo más palmario de la destrucción de una vieja civilización por obra de un pueblo bárbaro y, como consecuencia de ello, la creación de una nueva estructura de la sociedad, volviendo a comenzar desde el principio. (Roma y los bárbaros, el feudalismo y las Galias, el Imperio Romano de Oriente y los turcos [33]).

[63] En cuanto al pueblo bárbaro conquistador, la guerra sigue siendo, como ya apuntábamos más arriba, una forma normal de relación, explotada tanto más celosamente cuanto que, dentro del tosco modo de producción tradicional y único posible para estos pueblos, el incremento de la población crea más apremiantemente la necesidad de nuevos medios de producción. En Italia, por el contrario, por virtud de la concentración de la propiedad territorial (determinada, además de la compra de tierras y el recargo de deudas de sus cultivadores, por la herencia, ya que, a consecuencia de la gran ociosidad y de la escasez de matrimonios, los viejos linajes iban extinguiéndose poco a poco y sus bienes quedaban reunidos en pocas manos) y de la transformación de las tierras de labor en terrenos de pastos (provocada, aparte de las causas económicas normales todavía en la actualidad vigentes, por la importación de cereales robados y arrancados en concepto de tributos y de la consiguiente escasez de consumidores para el grano de Italia), casi desapareció la población libre y los mismos esclavos morían en masa por inanición, y tenían que ser reemplazados constantemente por otros nuevos. La esclavitud seguía siendo la base de toda la producción. Los plebeyos, que ocupaban una posición intermedia entre los libres y los esclavos, no llegaron a ser nunca más que una especie de lumpemproletariado. Por otra parte y en general, Roma nunca fue más que una ciudad, que mantenía con las provincias una relación casi exclusivamente política, la cual, como es natural, podía verse rota o quebrantada de nuevo por acontecimientos de orden político.
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Nada más usual que la idea de que en la historia, hasta ahora, todo se ha reducido a la conquista. Los bárbaros se apoderaron del Imperio romano, y con esta conquista se explica el paso del mundo antiguo al feudalismo. Pero, en la conquista por los bárbaros, se trata de saber si la nación sojuzgada por ellos llegó a desarrollar fuerzas productivas industriales como ocurre en los pueblos modernos, o si sus fuerzas productivas descansaban, en lo fundamental, simplemente sobre su unión y sobre la comunidad [Gemeinwesen]. El acto de apoderarse se halla, además, condicionado por el objeto de que se apodera. La fortuna de un banquero, consistente en papeles, no puede en modo alguno ser tomada sin que quien la toma se someta a las condiciones de producción y de relación del país ocupado. Y lo mismo ocurre con todo el capital industrial de un país industrial moderno. Finalmente, la acción de apoderarse se termina siempre muy pronto, y cuando ya no hay nada que tomar necesariamente hay que empezar a producir. Y de esta necesidad de producir, muy pronto declarada, se sigue [64] que la forma de la comunidad [Gemeinwesen] adoptada por los conquistadores instalados en el país tiene necesariamente que corresponder a la fase de desarrollo de las fuerzas productivas con que allí se encuentran o, cuando no es ése el caso, modificarse a tono con las fuerzas productivas. Y esto explica también el hecho que se creyó observar por todas partes en la época posterior a la transmigración de los pueblos, a saber: que los vasallos se convirtieron en señores y los conquistadores adoptaron muy pronto la lengua, la cultura y las costumbres de los conquistados. El feudalismo no salió ni mucho menos, ya listo y organizado, de Alemania, sino que tuvo su origen, por parte de los conquistadores, en la organización guerrera que los ejércitos fueron adquiriendo durante la propia conquista y se desarrolló hasta convertirse en el verdadero feudalismo después de ella, gracias a la acción de las fuerzas productivas encontradas en los países conquistados. Hasta qué punto se hallaba condicionada esta forma por las fuerzas productivas lo revelan los intentos frustrados que se hicieron para imponer otras formas nacidas de viejas reminiscencias romanas (Carlomagno, etc.).
Continuarla.
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[9. El desarrollo de la contradicción entre las fuerzas productivas y la forma de relación en las condiciones creadas por la gran industria y la libre competencia. El antagonismo entre el trabajo y el capital]


La gran industria y la competencia funden todas las condiciones de existencia, condicionalidades y unilateralidades de los individuos bajo las dos formas más simples: la propiedad privada y el trabajo. Con el dinero, se establece como algo fortuito para los individuos toda forma de relación y la propia relación. Ya en el dinero va implícito, por tanto, el que toda relación anterior sólo era relación de los individuos en determinadas condiciones, y no de los individuos en cuanto tales individuos. Y estas condiciones se reducen a dos: trabajo acumulado, es decir, propiedad privada, y trabajo real. Al desaparecer estas dos condiciones o una sola de ellas, se paraliza la relación. Los propios economistas modernos, como por ejemplo Sismondi, Cherbuliez, etc., contraponen la association des individus a la asociation des capitaux. De otra parte, los individuos mismos quedan completamente sujetos a la división del trabajo y reducidos, con ello, a la más completa dependencia de los unos con respecto a los otros. La propiedad privada, en la medida en que se enfrenta al trabajo, dentro de éste, se desarrolla partiendo de la necesidad de la acumulación y, aunque en sus comienzos presente cada vez más marcada la forma de la comunidad [Gemeinwesen], va acercándose más y más, en su desarrollo ulterior, a la moderna forma de la propiedad privada. La división del trabajo sienta ya de antemano las premisas para la división de las condiciones de trabajo, las herramientas y los materiales y, con ello, para la diseminación del capital acumulado entre diferentes propietarios y, por consiguiente, también para su disyunción, entre el capital y el trabajo y para las diferentes formas de la misma propiedad. Cuanto más se desarrolle la división del trabajo [65] y crezca la acumulación, más se agudizará también esa disyunción. El trabajo mismo sólo podrá existir bajo el supuesto de ella.
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(Energía personal de los individuos de determinadas naciones —alemanes y americanos— energía lograda ya mediante el cruzamiento de razas — de ahí los alemanes cretinos; en Francia, Inglaterra, etc., transplantación de pueblos extranjeros en el suelo ya desarrollado, en América en un suelo totalmente nuevo, en Alemania la población natural tranquilamente aferrada a su sitio.)
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Nos encontramos, pues, aquí ante dos hechos [xxi]. En primer lugar, vemos que las fuerzas productivas aparecen como fuerzas totalmente independientes y separadas de los individuos, como un mundo propio al lado de éstos, lo que tiene su razón de ser en el hecho de que los individuos, cuyas fuerzas son aquellas, existen diseminados los unos frente a los otros, al paso que estas fuerzas sólo son fuerzas reales y verdaderas en la relación y la interconexión de estos individuos. Por tanto, de una parte, una totalidad de fuerzas productivas que adoptan, en cierto modo, una forma material y que para los mismos individuos no son ya sus propias fuerzas, sino las de la propiedad privada y, por tanto, sólo son las de los individuos en cuanto propietarios privados. En ningún otro período anterior habían llegado las fuerzas productivas a revestir esta forma indiferente para la relación de los individuos como tales individuos, porque su relación era todavía limitada. De otra parte, a estas fuerzas productivas se enfrenta la mayoría de los individuos, de los que estas fuerzas se han desgarrado y que, por tanto, despojados de todo contenido real de vida, se han convertido en individuos abstractos y, por ello mismo, se ven puestos en condiciones de relacionarse los unos con los otros como individuos.


La única relación que aún mantienen los individuos con las fuerzas productivas y con su propia existencia, el trabajo, ha perdido en ellos toda apariencia de actividad propia y sólo conserva [66] su vida empequeñeciéndola. Mientras que en los períodos anteriores la actividad propia y la producción de la vida material aparecían separadas por el hecho de atribuirse a personas distintas, y la producción de la vida material, por la limitación de los individuos mismos, se consideraba como una modalidad subordinada de la actividad propia, ahora estos dos aspectos se desdoblan de tal modo, que la vida material pasa a ser considerada como la meta, y la producción de esta vida material, el trabajo (ahora, la única forma posible, pero forma negativa, como veremos, de la actividad propia), se revela como medio.


[10. La necesidad, las condiciones y los resultados de la supresión de la propiedad privada]


Las cosas, por tanto, han ido tan lejos, que los individuos necesitan apropiarse la totalidad de las fuerzas productivas existentes, no sólo para poder ejercer su propia actividad, sino, en general, para asegurar su propia existencia.

Esta apropiación se halla condicionada, ante todo, por el objeto que se trata de apropiar, es decir, por las fuerzas productivas, desarrolladas ahora hasta convertirse en una totalidad y que sólo existen dentro de una relación universal. Por tanto, esta apropiación deberá necesariamente tener, ya desde este punto de vista, un carácter universal en consonancia con las fuerzas productivas y la relación. La apropiación de estas fuerzas no es, de suyo, otra cosa que el desarrollo de las capacidades individuales correspondientes a los instrumentos materiales de producción. La apropiación de una totalidad de instrumentos de producción es ya de por sí, consiguientemente, el desarrollo de una totalidad de capacidades en los individuos mismos.


Esta apropiación se halla, además, condicionada por los individuos apropiantes. Sólo los proletarios de la época actual, totalmente excluidos del ejercicio de su propia actividad, se hallan en condiciones de hacer valer su propia actividad, íntegra y no limitada, consistente en la apropiación de una totalidad de fuerzas productivas y en el consiguiente desarrollo de una totalidad de capacidades. Todas las anteriores apropiaciones revolucionarias habían tenido un carácter limitado; individuos cuya propia actividad se veía restringida por un instrumento de producción y un intercambio limitados, se apropiaban este instrumento limitado [67] de producción y, con ello, no hacían más que limitarlo nuevamente. Su instrumento de producción pasaba a ser propiedad suya, pero ellos mismos seguían sujetos a la división del trabajo y a su propio instrumento de producción. En todas las apropiaciones pasadas una masa de individuos quedaba subordinada a algún instrumento de producción; en la apropiación proletaria, la de instrumentos de producción tenía necesariamente que verse subordinada a cada individuo y la propiedad sobre ellos, a todos. El moderno intercambio universal sólo puede verse subordinado a los individuos siempre y cuando que se vea subordinado por todos.


La apropiación se halla, además, condicionada por el modo de llevarse a cabo. En efecto, sólo puede llevarse a cabo mediante una asociación que, dado el carácter del proletariado mismo, no puede ser tampoco más que una asociación universal, y por obra de una revolución en la que, de una parte, se derroque el poder del modo de producción y de relación anterior y la organización social correspondiente y en la que, de otra parte, se desarrollan el carácter universal y la energía de que el proletariado necesita para llevar a cabo la apropiación, a la par que el mismo proletariado, por su parte, se despoja de cuanto pueda quedar en él de la posición que ocupaba en la anterior sociedad.


Solamente al llegar a esta fase coincide la actividad propia con la vida material, lo que corresponde al desarrollo de los individuos como individuos totales y a la superación de cuanto hay en ellos de espontáneo; y a ello corresponde la transformación del trabajo en actividad propia y la relación anterior condicionada en relación entre los individuos en cuanto tales. Con la apropiación de la totalidad de las fuerzas productivas por los individuos asociados termina la propiedad privada. Mientras que en la historia anterior se manifestaba siempre como fortuita una condición especial, ahora pasa a ser fortuito el aislamiento de los individuos mismos, la adquisición privada particular de cada uno.


Los filósofos se han representado como un ideal, al que llaman el «Hombre», a los individuos [68] que no se ven ya subordinados a la división del trabajo, concibiendo todo este proceso que nosotros acabamos de exponer como el proceso de desarrollo del «Hombre», para lo que en lugar de los individuos que hasta ahora hemos visto actuar en cada fase histórica se desliza el concepto del «Hombre», presentándolo como la fuerza propulsora de la historia. De este modo, se concibe todo este proceso como el proceso de autoenajenación del «Hombre» [xxii], y la razón principal de ello está en que constantemente se atribuye por debajo de cuerda el individuo medio de la fase posterior a la anterior y la conciencia posterior a los individuos anteriores. Y esta inversión, que de antemano hace caso omiso de las condiciones reales, es lo que permite convertir toda la historia en un proceso de desarrollo de la conciencia.
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La sociedad civil abarca toda la relación material de los individuos en una determinada fase de desarrollo de las fuerzas productivas. Abarca toda la vida comercial e industrial de una fase y, en este sentido, transciende de los límites del Estado y de la nación, si bien, por otra parte, tiene necesariamente que hacerse valer al exterior como nacionalidad y, vista hacia el interior, como Estado. El término «sociedad civil» [xxiii] apareció en el siglo XVIII, cuando ya las relaciones de propiedad se habían desprendido del marco de la comunidad antigua y medieval [Gemeinwesen]. La sociedad civil en cuanto tal sólo se desarrolla con la burguesía; sin embargo, la organización social que se desarrolla directamente a base de la producción y la relación, y que forma en todas las épocas la base del Estado y de toda otra superestructura idealista [xxiv], se ha designado siempre, invariablemente, con el mismo nombre.

[xxiii] El término «bürgerliche Gesellschaft» significa «sociedad civil» y «sociedad burguesa». (N. de la Edit.)

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[11. La actitud del Estado y del derecho hacia la propiedad]


La primera forma de la propiedad es, tanto en el mundo antiguo como en la Edad Media, la propiedad tribal, condicionada entre los romanos, principalmente, por la guerra, y entre los germanos [69], por la ganadería. Entre los pueblos antiguos, teniendo en cuenta que en una misma ciudad convivían diversas tribus, la propiedad tribal aparece como propiedad del Estado y el derecho del individuo a disfrutarla, como simple possessio, la cual, sin embargo, se limita, como la propiedad tribal en todos los casos, a la propiedad sobre la tierra. La verdadera propiedad privada, entre los antiguos, al igual que entre los pueblos modernos, comienza con la propiedad mobiliaria. (La esclavitud y la comunidad [Gemeinwesen]) (el dominium ex jure Quiritum[xxv]. En los pueblos surgidos de la Edad Media, la propiedad tribal se desarrolla pasando por varias etapas —propiedad feudal de la tierra, propiedad mobiliaria corporativa, capital manufacturero— hasta llegar al capital moderno, condicionado por la gran industria y la competencia universal, a la propiedad privada pura, que se ha despojado ya de toda apariencia de comunidad [Gemeinwesen] y ha eliminado toda influencia del Estado sobre el desarrollo de la propiedad. A esta propiedad privada moderna corresponde el Estado moderno, paulatinamente comprado, mediante el sistema de impuestos en rigor, por los propietarios privados, entregado completamente a éstos merced a la deuda pública y cuya existencia, como revela el alza y la baja de los valores del Estado en la Bolsa, depende enteramente del crédito comercial que le concedan los propietarios privados, los burgueses. La burguesía, por ser ya una clase, y no un simple estamento, se halla obligada a organizarse en un plano nacional y no ya solamente en un plano local y a dar a sus intereses comunes una forma general. Mediante la emancipación de la propiedad privada con respecto a la comunidad [Gemeinwesen], el Estado cobra una existencia propia junto a la sociedad civil y al margen de ella; pero no es tampoco más que la forma de organización a que necesariamente se someten los burgueses, tanto en lo interior como en lo exterior, para la mutua garantía de su propiedad y de sus intereses. La independencia del Estado sólo se da, hoy día, en aquellos países en que los estamentos aún no se han desarrollado totalmente hasta convertirse en clases, donde aun desempeñan cierto papel los estamentos, eliminados ya en los países más avanzados, donde existe cierta mezcla y donde, por tanto, ninguna parte de la población puede llegar a dominar sobre las demás. Es esto, en efecto, lo que ocurre en Alemania. El ejemplo más acabado del Estado moderno lo tenemos en Norteamérica [70]. Los modernos escritores franceses, ingleses y norteamericanos se manifiestan todos en el sentido de que el Estado sólo existe en función de la propiedad privada, lo que, a fuerza de repetirse, se ha incorporado ya a la conciencia habitual.

Como el Estado es la forma bajo la que los individuos de la clase dominante hacen valer sus intereses comunes y en la que se condensa toda la sociedad civil de la época, se sigue de aquí que todas las instituciones comunes se objetivan a través del Estado y adquieren a través de él la forma política. De ahí la ilusión de que la ley se basa en la voluntad y, además, en la voluntad desgajada de su base real, en la voluntad libre. Y, del mismo modo, se reduce el derecho, a su vez, a la ley.


El derecho privado se desarrolla conjuntamente con la propiedad privada a partir de la desintegración de la comunidad [Gemeinwegen] natural. Entre los romanos, el desarrollo de la propiedad privada y el derecho privado no acarreó más consecuencias industriales y comerciales porque el modo de producción de Roma siguió siendo enteramente el mismo que antes [xxvi]. En los pueblos modernos, donde la comunidad [Gemeinwesen] feudal fue disuelta por la industria y el comercio, el nacimiento de la propiedad privada y el derecho privado abrió una nueva fase, susceptible de un desarrollo ulterior. La primera ciudad que en la Edad Media mantenía un comercio extenso por mar, Amalfi, fue también la primera en que se desarrolló un derecho marítimo [34]. Y tan pronto como, primero en Italia y más tarde en otros países, la industria y el comercio se encargaron de seguir desarrollando la propiedad privada, se acogió de nuevo el derecho romano desarrollado y se le dio autoridad. Y cuando, más tarde, la burguesía era ya lo suficientemente fuerte para que los príncipes tomaran bajo su protección sus intereses, con la mira de derrocar a la nobleza feudal por medio de la burguesía, comenzó en todos los países —como en Francia, en el siglo XVI— el verdadero desarrollo del derecho, que en todos ellos [71], exceptuando a Inglaterra, tomó como base el derecho romano. Pero también en Inglaterra se utilizaron, para el desarrollo ulterior del derecho privado, algunos principios jurídicos romanos (principalmente, en lo tocante a la propiedad mobiliaria).


 (No se olvide que el derecho carece de historia propia, como carece también de ella la religión).

El derecho privado proclama las relacionas de propiedad existentes como el resultado de la voluntad general. El mismo jus utendi et abutendi [xxvii] expresa, de una parte, el hecho de que la propiedad privada ya no depende en absoluto de la comunidad [Gemeinwesen] y, de otra parte, la ilusión de que la misma propiedad privada descansa sobre la mera voluntad privada, como el derecho a disponer arbitrariamente de la cosa. En la práctica, el abuti [xxviii] tropieza con limitaciones económicas muy determinadas y concretas para el propietario privado, si no quiere que su propiedad, y con ella su jus abutendi [xix], pasen a otras manos, puesto que la cosa no es tal cosa simplemente en relación con su voluntad, sino que solamente se convierte en verdadera propiedad en el comercio e independientemente del derecho a una cosa (solamente allí se convierte en una relación, en lo que los filósofos llaman una idea) [xxx]. Esta ilusión jurídica, que reduce el derecho a la mera voluntad, conduce, necesariamente, en el desarrollo ulterior de las relaciones de propiedad, a que una persona puede tener un derecho jurídico a una cosa sin llegar a poseerla realmente. Así, por ejemplo, si la competencia suprime la renta de una finca, el propietario conservará, sin duda alguna el título jurídico de propiedad, y con él el correspondiente jus utendi et abutendi. Pero, nada podrá hacer con ese derecho ni poseerá nada en cuanto propietario de la tierra, a menos que disponga del capital, suficiente para poder cultivar su finca. Y por la misma ilusión de los juristas se explica el que para ellos y para todos los códigos en general sea algo fortuito el que los individuos entablen relaciones entre sí, celebrando, por ejemplo, contratos, considerando estas relaciones como nexos que se pueden o no contraer, según se quiera [72], y cuyo contenido descansa íntegramente sobre el capricho individual de los contratantes.


Tan pronto como el desarrollo de la industria y del comercio hace surgir nuevas formas de intercambio, por ejemplo, las compañías de seguros, etc., el derecho se ve obligado, en cada caso, a dar entrada a estas formas entre los modos de adquirir la propiedad [xxxi].

[12. Formas de conciencia social]


La influencia de la división del trabajo en la ciencia.

El papel de la represión en cuanto al Estado, el derecho, la moral, etc.

En la ley, los burgueses deben darse a sí mismos una expresión general precisamente porque dominan como clase.

Las ciencias naturales y la historia.

No existe historia de la política, el derecho, la ciencia, etc., el arte, la religión, etc. [xxxii]
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Por qué los ideólogos ponen todo cabeza abajo.

Predicadores de la religión, juristas, políticos.

Juristas, políticos (estadistas en general), moralistas, predicadores de la religión.
En cuanto a esta subdivisión ideológica dentro de una misma clase: 1) La profesión adquiere una existencia propia en virtud de la división del trabajo. Cada cual estima que su oficio es el verdadero. Respecto de la conexión entre su oficio y la realidad se crean aún más ineludiblemente ilusiones de que ello viene condicionado ya por la propia naturaleza del oficio. Las relaciones se convierten en conceptos en la jurisprudencia, la política, etc., en la conciencia; puesto que no se sobresalen entre estas relaciones, los conceptos referentes a las mismas se convierten en su cabeza en conceptos fijos; por ejemplo, el juez aplica un código, por eso estima que la legislación es la auténtica fuerza propulsora. El respeto por la mercancía de uno, ya que su profesión tiene que tratar materias generales.

Idea de la justicia. Idea de Estado. En la conciencia común las cosas están puestas cabeza abajo.

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La religión es desde el comienzo una conciencia de lo transcendental proveniente de la necesidad real.
Expresarlo de modo más popular.
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La tradición en el dominio del derecho, la religión, etc.
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[73] [xxxiii] Los individuos siempre han partido, siempre parten de sí mismos. Sus relaciones son relaciones de su vida efectiva. ¿Cómo resulta que sus relaciones adquieren una existencia independiente, que les es opuesta, y que las fuerzas de su propia vida se convierten en fuerzas que los dominan?
En breves palabras: la división del trabajo, cuyo grado depende del desarrollo de las fuerzas productivas en cada época concreta.

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La propiedad de la tierra. La propiedad comunal. La feudal. La moderna.
La propiedad estamental. La propiedad de la manufactura. El capital industrial.



NOTAS
[i] Aquí faltan cuatro páginas del manuscrito. (N. de la Edit.).
[ii] El manuscrito está deteriorado. (N. de la Edit.)
[iii] Glosa marginal de Marx: «y la pintura en cristal en la Edad Media». (N. de la Edit.)
[iv] El manuscrito está deteriorado. (N. de la Edit.)
[v] Glosa marginal de Marx: «Pequeña burguesía, estado medio, gran burguesía». (N. de la Edit.)
[vi] El comercio es la manía del siglo. (N. de la Edit.)
[vii] Desde hace algún tiempo, sólo se habla de comercio, de navegación y de marina. (N. de la Edit.)
[viii] El manuscrito está deteriorado. (N. de la Edit.)
[ix] El manuscrito está deteriorado. (N. de la Edit.)
[x] Más o menos. (N. de la Edit.)
[xi] Glosa marginal de Marx: «Preexistencia de las clases en las obras de los filósofos». (N. de la Edit.)
[xii] Glosa marginal de Marx: «Absorbe primero las ramas de trabajo pertenecientes directamente al Estado y, luego, ± [más o menos] todos los estamentos ideológicos». (N. de la Edit.)
[xiii] Para entender lo que significan aquí las palabras «supresión del trabajo» (Aufhebung der Arbeit) véase el presente tomo, págs. 37-38, 66-67, 73-76. (N. de la Edit.)
[xiv] Glosa marginal de Engels: «(Feuerbach: ser y esencia)». Cfr. el presente tomo, págs. 43-44 (N. de la Edit.)
[xv] minúsculas porciones de tierra. (N. de la Edit.)
[xvi] Más o menos. (N. de la Edit.)
[xvii] Contra el hombre. (N. de la Edit.)
[xviii] A pesar de ellos. (N. de la Edit.)
[xix] Glosa marginal de Marx: «Producción de la forma misma de relación». (N. de la Edit.)
[xx] A su vez. (N. de la Edit.)
[xxi] Glosa marginal de Engels: «Sismondi». (N. de la Edit.)
[xxii] Glosa marginal de Marx: «Autoenajenación». (N. de la Edit.)
[xxiii] El término «bürgerliche Gesellschaft» significa «sociedad civil» y «sociedad burguesa». (N. de la Edit.)
[xxiv] es decir, ideal, ideológica. (N. de la Edit.)
[xxv] Propiedad de derecho quiritario, o sea, la propiedad del ciudadano romano. (N. de la Edit.)
[xxvi] Glosa marginal de Engels: «(¡Usura!)». (N. de la Edit.)
[xxvii] derecho de usar y de abusar, o sea, disponer de una cosa al arbitrio de uno. (N. de la Edit.)
[xxviii] abusar. (N. de la Edit.)
[xxix] derecho de abusar. (N. de la Edit.)
[xxx] Glosa marginal de Marx: «La relación, para los filósolos, significa idea. No conocen más que la relación del «Hombre» consigo mismo, por cuya razón todas las relaciones reales se truecan, para ellos, en ideas». (N. de la Edit.)
[xxxi] Más adelante, al final del manuscrito, siguen unas notas de Marx para ser elaboradas ulteriormente. (N. de la Edit.)
[xxxii] Glosa marginal de Marx: «A la comunidad [dem Gemeinweisen] en la forma en que se manifiesta en el Estado antiguo, en el régimen feudal y la monarquía absoluta, a esa conexión le corresponden sobre todo las ideas-religiosas». (N. de la Edit.)
[xxxiii] Esta última página del manuscrito no lleva número. Contiene notas referentes al comienzo de la exposición de la concepción materialista de la historia. Las ideas anotadas aquí se desarrollan luego en la parte I del capítulo, en el § 3. (N. de la Edit.)

[25]  "La liga contra las leyes cerealistas": organización de la burguesía industrial inglesa, fundada en 1838 por los fabricantes Cobden y Bright. Las denominadas leyes cerealistas, promulgadas para limitar o prohibir la importación de trigo del extranjero, se implantaron en Inglaterra en beneficio de los grandes terratenientes. Al exigir la libertad completa de comercio, la Liga pretendía abolir dichas leyes con el fin de disminuir los salarios de los obreros y debilitar las posiciones económicas y políticas de la aristocracia terrateniente. El resultado de esta lucha fue que en 1846 se derogaron dichas leyes, lo cual significaba un triunfo de la burguesía industrial sobre la aristocracia agraria.-
[26] "La Unión" ("Verein"), según Stirner, agrupación voluntaria de egoístas.
[27]  J. Aikin. "A Description of the Country from thirty to forty Miles round Manchester". London, 1795 (J. Aikin. "Descripción de los alrededores de Manchester en un radio de treinta a cuarenta millas". Londres, 1795).
[28] La cita es de la "Lettre sur la Jalousie du Commerce" ("Carta sobre la competencia en el comercio"), del libro de J. Pinto "Traité de la Circulation et du Crédit". Amsterdam, 1771 ("Tratado de la circulación y el crédito". Amsterdam, 1771), págs. 234, 283.
[29]  A. Smith. "An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations". London, 1776 (A. Smith. "Encuesta sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de los pueblos". Londres, 1776).
[30] Véase el libro de J. J. Rousseau "Du Contract social; ou, Principes du droit politique" ("Sobre el contrato social, o principios del Derecho político") aparecido en Amsterdam en 1762.
[31] Se alude a los razonamientos que M. Stirner hace en su artículo "Los reseñadores de Stirner", publicado en el tercer tomo de la revista "Wigand's Vierteljahrsschrift" de 1845, pág. 187.
[32]  Inglaterra fue conquistada por los normandos en 1066; Nápoles, en 1130.
[33] Imperio Romano de Oriente, Estado que se separó en el año 395 del Imperio romano esclavista con centro en Constantinopla; posteriormente se denominó Bizancio; existió hasta 1453, en que fue conquistado por Turquía.
[34]  La ciudad italiana de Amalfi fue un próspero centro comercial en los siglos X y XI. El derecho marítimo de la ciudad ("Tabula Amalphitana") tenía vigencia en toda Italia y estaba muy extendido en los países mediterráneos.






















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