lunes, 18 de diciembre de 2017

Eleanor Marx- Aveling Carlos Marx (notas dispersas). Como era Carlos Marx, Visto por quienes lo conocieron (Selección de textos)



Escrito: Originalmente en inglés.

Fuente digital de la versión al español: En 
Como era Carlos Marx, Visto por quienes lo conocieron (Seleccion de textos), compilacion publicada digitalmente, sin fecha, con el sello editorial de Omegalfa.es.
Conversión a HTML: Rodrigo Cisterna, 2014



Como era Carlos Marx, Visto por quienes lo conocieron (Selección de textos)



Mis amigos austríacos me piden que les envíe algunos recuerdos de mi padre. No podían haberme pedido nada más difícil. Pero los hombres y mujeres de Austria están realizando una lucha tan espléndida por la causa en favor de la cual vivió y trabajó Karl Marx, que no es posible negarse. Y por eso trataré de enviarles algunas notas dispersas y desorganizadas acerca de mi padre.

Muchas historias se han contado sobre Karl Marx, sobre sus "millones" (en libras esterlinas, por supuesto, ya que no podía ser moneda de menor denominación), hasta una subvención pagada por Bismarck, al que supuestamente visitaba constantemente en Berlín en los días de la Internacional (¡). Pero, después de todo, para los que conocieron a Karl Marx ninguna leyenda es más divertida que esa muy difundida que lo pinta como un hombre moroso, amargado, inflexible, inabordable, una especie de Júpiter Tonante, lanzando siempre truenos, incapaz de una sonrisa, aposentado indiferente y solitario en el Olimpo. Este retrato del ser más alegre y jubiloso que haya existido, de un hombre rebosante de buen humor, cuya cálida risa era contagiosa e irresistible, del más bondadoso, gentil, generoso de los compañeros es algo que no deja de sorprender -y divertir- a quienes lo conocieron.

En su vida hogareña, lo mismo que en las relaciones con sus amigos e inclusive con los simples conocidos, creo que podría afirmarse que las principales características de Karl Marx fueron su perdurable buen humor y su generosidad sin límites. Su bondad y paciencia eran realmente sublimes. Un hombre de temperamento menos amable se hubiera desesperado ante las interrupciones constantes, las exigencias continuas que recibía de toda clase de personas. Que un refugiado de la Comuna -un viejo terriblemente monótono, por cierto- que había retenido a Marx durante tres horas mortales, cuando se le dijo por fin que el tiempo urgía y que todavía había mucho trabajo por hacer, le respondiera: "Mon cher Marx, je vous excuse" es característico de la cortesía y la gentileza de Marx.


Lo mismo que con aquel aburrido señor, con cualquier hombre o mujer al que creyera honesto (y prestaba su precioso tiempo a muchos que abusaban lamentablemente de su generosidad), Marx fue siempre el más amistoso y bondadoso de los hombres. Su facultad para "atraer" a la gente, para hacerles sentir que estaba interesado en ellos era maravillosa.

He oído hablar, a hombres de las más diversas ideas y posiciones, de su capacidad peculiar para comprenderlos y para comprender sus posturas. Cuando creía que alguien era realmente honesto su paciencia era ilimitada. Ninguna pregunta le parecía demasiado trivial y ningún argumento demasiado infantil para una discusión seria. Su tiempo y sus vastos conocimientos estaban siempre al servicio de cualquier hombre o mujer que se mostrara ansioso de aprender.

Pero era en su relación con los niños donde Marx era quizás más encantador. No ha habido compañero de juegos más agradable para los niños. El recuerdo más antiguo que tengo de él data de mis tres años de edad, y "Mohr" (tengo que usar el viejo apodo familiar) me llevaba cargada sobre sus hombros alrededor de nuestro pequeño jardín en Grafton Terrace poniéndome flores en mis cabellos castaños.

Mohr era, en opinión de todos nosotros, un espléndido caballo. Antes -yo no recuerdo aquellos días pero me lo han contado- mis hermanas y mi hermanito -cuya muerte poco después de mi nacimiento fue una pena de toda la vida para mis padres- "arreaban" a Mohr, atado a unas sillas sobre las que se "montaban" y que él tenía que arrastrar… Personalmente -quizás porque no tenía hermanas de mi edad- prefería a Mohr como caballo de montar. Sentada sobre sus hombros, agarrada a su gran crin de pelo, negro por aquella época, apenas con un poco de gris, me dio magníficos paseos por nuestro pequeño jardín y por los terrenos -ahora construidos- que rodeaban nuestra casa de Grafton Terrace. Debo decir algo sobre el nombre de "Mohr". En la casa todos teníamos apodos. (Los lectores de El capital saben lo hábil que era Marx para poner nombres.) "Mohr" era el nombre habitual, casi oficial, por el que Marx era llamado, no sólo por nosotros, sino por todos los amigos más íntimos. Pero también era nuestro "Challey" (supongo que se trataba, originalmente, de una corrupción de Charley) y nuestro "Old Nick". Mi madre era siempre nuestra "Mohme". Nuestra vieja amiga Héléne Demuth -amiga de toda la vida de mis padres- se convirtió, después de pasar por una serie de nombres, en "Nym". Engels, después de 1870, era nuestro "General". Una amiga muy íntima -Lina Scholer- nuestra "Old Mole". Mi hermana Jenny era "Qui Qui, Emperador de la China" y "Di". Mi hermana Laura (la esposa de Lafargue) era "el Hotentote" y "Kakadou". Yo era "Tussy" -apodo que he conservado- y "Quo Quo, Sucesor del Emperador de la China" y, durante mucho tiempo, fui también "Getwerg Alberich" (de los Niebelungen Lied).


Pero si Mohr era un excelente caballo, tenía otra cualidad superior. Era un narrador único, sin rival. He oído decir a mis tías que, cuando era niño, era un terrible tirano con sus hermanas a las que "guiaba" por el Markusberg en Treveris a gran velocidad, sirviéndole de caballos y, lo que era peor, insistía en que comieran los "pasteles" que hacía con una sucia masa y con manos más sucias todavía. Pero ellas soportaban el "paseo" y comían los "pasteles" sin un murmullo, para escuchar las historias que Karl les contaba como premio por sus virtudes. Y así, muchos años después, Marx les contaba historias a sus hijas. A mis hermanas -yo era entonces demasiado pequeña- les contaba cuentos cuando iban de paseo, y aquellos cuentos se medían por millas no por capítulos.


"Cuéntanos otra milla", era la petición de las dos niñas. Por mi parte, de los muchos cuentos maravillosos que Mohr me contó, el más delicioso era "Hans Röckle". Duró meses y meses; era toda una serie de cuentos. ¡Lástima que nadie pudo escribir aquellos cuentos tan llenos de poesía, de ingenio, de humor! Hans Röckle era un mago al estilo de Hoffmann, que tenía una tienda de juguetes y que siempre estaba "a la cuarta pregunta". Su tienda estaba llena de las cosas más maravillosas -hombres y mujeres de madera, gigantes y enanos, reyes y reinas, trabajadores y señores, animales y pájaros tan numerosos como los del Arca de Noé, mesas y sillas, carruajes, cajas de todas especies y tamaños.


Y, aunque era un mago, Hans no podía cumplir nunca con sus obligaciones ni con el diablo ni con el carnicero y por eso -muy en contra de su voluntad- se veía obligado siempre a vender sus juguetes al diablo. Éstos atravesaban entonces por maravillosas aventuras -que terminaban siempre en el regreso a la tienda de Hans Rockle. Algunas de estas aventuras eran tan tristes y terribles como cualquiera de las de Hoffmann; algunas eran cómicas; todas narradas con inagotable inspiración, ingenio y humor.


Y Mohr también les leía a sus hijas. A mí, y a mis hermanas antes, me leyó todo Homero, todos los Niebelungen Lied, Gudrun, Don Quijote, Las mil y una noches, etcétera. Shakespeare era la Biblia de nuestra casa, siempre en boca de alguien y en manos de todos. Cuando cumplí seis años me sabía de memoria todas las escenas de Shakespeare.


Al cumplir los seis años, Mohr me regaló mi primera novela: la inmortal Peter Simple. A ésta siguió toda una serie de Marryat y Cooper. Y mi padre leía cada uno de los cuentos al mismo tiempo que yo y los discutía seriamente con su hijita. Y cuando esa niñita, entusiasmada por los relatos marinos de Marryat, declaró que sería "Post-Captain" (fuera lo que fuera lo que esto significara) y consultó a su papá si no podría "vestirse como niño" y "marcharse para unirse a un guerrero" le aseguró que muy bien podría hacerse, sólo que no había que decir nada de ello a nadie mientras los planes no hubieran sido bien madurados. Pero antes de madurar aquellos planes surgió una nueva manía, la de Scott, y la niñita se enteró para su horror que ella misma pertenecía, en parte, al detestado clan de los Campbell. Entonces empezaron los proyectos para levantar a los Highlands y revivir a los "cuarenta y cinco". Debo añadir que Scott era un autor al que Marx volvía una y otra vez, al que admiraba y conocía tan bien como a Balzac y a Fielding. Y mientras hablaba de éstos y otros muchos libros mostraba a su hijita, aunque ella no se daba plena cuenta de esto, cómo buscar lo mejor de cada obra, enseñándole -aunque ella nunca pensó que le estaban enseñando, porque se habría opuesto a ello- a tratar de pensar, a tratar de entender por sí misma.


Y de la misma manera, este hombre "amargo" y "amargado" hablaba de "política" y de "religión" con su pequeña hija. Recuerdo perfectamente que, cuando tenía quizás unos cinco o seis años, al sentir ciertas inquietudes religiosas (habíamos ido a una iglesia católica a oír una bellísima música) se las confié por supuesto a Mohr y entonces él me explicó todo con gran claridad y directamente, de tal modo que desde entonces hasta ahora jamás una duda volvió a cruzar mi mente. Y cómo recuerdo su relato de la historia -no creo que jamás haya sido narrada de esa manera, antes o después- del carpintero a quien mataron los ricos, diciéndome una y otra vez: "Después de todo, podemos perdonar mucho al cristianismo, porque nos enseñó el culto del niño."


Y el mismo Marx pudo haber dicho "Dejad que los niños se acerquen a mí" porque, a dondequiera que iba, aparecían de alguna manera los niños. Si se sentaba en el Heath en Hampstead -un gran espacio abierto en el Norte de Londres, cerca de nuestra antigua casa-, si se sentaba en un banco en algún parque, pronto se veía rodeado de un grupo de niños, que entablaban las más amistosas e íntimas relaciones con aquel hombre corpulento, de largos cabellos y barba, con bondadosos ojos castaños. Niños totalmente desconocidos se le acercaban, lo detenían en la calle... Recuerdo que una vez un pequeño escolar de unos diez años, detuvo sin ninguna ceremonia al temido "jefe de la Internacional" en Maitland Park, pidiéndole que "hicieran cambalache de navajas". Tras una corta y necesaria explicación de que "cambalache" era, en lenguaje escolar, "cambio", los dos sacaron sus navajas y las compararon. La del niño sólo tenía una hoja; la del hombre tenía dos, pero no había duda de que estaban gastadas. Después de larga discusión se llegó a un acuerdo y se intercambiaron las navajas, añadiendo un penique el terrible "jefe de la Internacional", en consideración de lo gastado de sus navajas.


Cómo recuerdo, también, la infinita paciencia y dulzura con que, una vez que la guerra norteamericana y los Blue Books desplazaron por el momento a Marryat y a Scott, respondía a todas las preguntas y nunca se quejaba de una interrupción. Y, sin embargo, no debe haber sido pequeña molestia el tener al lado a una niña conversando mientras él trabajaba en su gran libro. Pero nunca permitió que la niña sintiera que estaba molestando. Recuerdo que, por entonces, me sentía absolutamente convencida de que Abraham Lincoln necesitaba urgentemente de mis consejos respecto de la guerra y le dirigía largas cartas que Mohr, por supuesto, tenía que leer y poner en el correo. Muchos años después me mostró aquellas cartas infantiles, que había conservado porque le habían divertido.

Y así, en los años de mi niñez y mi adolescencia, Mohr fue el amigo ideal. En la casa todos éramos buenos camaradas y él era siempre el más bondadoso y de mejor humor. Aun durante los años de sufrimiento, cuando estaba constantemente enfermo, cuando sufría de carbunclos, aún hasta el final...


He anotado estos recuerdos dispersos, pero estarían incompletos si no añadiera unas palabras acerca de mi madre. No es una exageración decir que Karl Marx no habría sido jamás lo que fue sin Jenny von Westphalen. Jamás las vidas de dos seres -ambos notables- se identificaron tanto, fueron tan complementarias una de otra. De extraordinaria belleza -una belleza que a él le produjo goce y orgullo hasta el final y que había despertado admiración en hombres como Heine y Herwegh y Lasalle-, de una mente y un ingenio tan brillantes como su belleza, Jenny von Wetsphalen era una mujer como sólo se encuentra una en un millón. De niños, Jenny y Karl jugaron juntos; de jóvenes -él de diecisiete años, ella de veintiuno- se comprometieron en matrimonio y, como Jacobo por Raquel, él hizo méritos por ella siete años antes de casarse. Después, a través de los años de tormentas y dificultades, de exilio, tremenda pobreza, calumnias, dura lucha y es- forzada batalla, los dos, con su fiel amiga Héléne Demuth, se enfrenta- ron al mundo, sin titubear, sin retroceder, siempre en el sitio del deber y del peligro. En verdad pudo decir de ella, con las palabras de Browning:

Es, inmortalmente, mi desposada.
Ni la suerte puede variar mi amor
ni el tiempo deteriorarlo.


Y pienso algunas veces que un lazo casi tan fuerte entre ellos como su devoción a la causa de los trabajadores era su inmenso sentido del humor. No hay duda de que nadie ha gozado más de un buen chiste que ellos dos.
Una y otra vez -especialmente si la ocasión exigía decoro y compostura-, los he visto reír hasta que las lágrimas corrían por sus mejillas y, aun aquellos inclinados a molestarse por tan terrible ligereza, no podían hacer más que reírse con ellos. Y con cuánta frecuencia los he visto sin osar mirarse mutuamente, sabiendo los dos que si intercambiaban una mirada no podrían contener la risa. Ver a los dos con los ojos fijos en cualquier otra cosa, para todo el mundo como dos niños de escuela, sofocados de una risa contenida que por fin, a pesar de todos los esfuerzos, habría de estallar, es un recuerdo que no cambiaría por todos los millones que suele decirse que he heredado. Sí, a pesar de todos los sufrimientos, la lucha, las decepciones, era una alegre pareja y el amargado Júpiter Tonante no pasa de ser una ficción de la imaginación burguesa. Y, si en los años de lucha hubo muchas desilusiones, si tropezaron con una extraña ingratitud, tuvieron lo que pocos poseen: verdaderos amigos. Donde se conoce el nombre de Marx se conoce también el de Frederick Engels. Y los que conocieron a Marx en su hogar recuerdan también el nombre de la más noble mujer que haya existido, el honrado nombre de Héléle Demuth.


Para los que estudian la naturaleza humana no parecerán extraño que este hombre, que era tan gran luchador, fuera al mismo tiempo el más bondadoso y gentil de los hombres. Entenderán que sólo podía odiar tan ferozmente porque era capaz de amar con esa profundidad; que si su afilada pluma podía encerrar a un alma en el infierno como el propio Dante era porque se trataba de un hombre leal y tierno; que si su humor sarcástico podía atacar como un ácido corrosivo, ese mismo humor podía ser un bálsamo para los preocupados y afligidos. Mi madre murió en diciembre de 1881. Quince meses después, él, que nunca se había separado de ella en vida, fue a reunirse con ella en la muerte. Después de la caprichosa fiebre de la vida, los dos reposan. Si ella fue una mujer ideal, él, bueno, él "era un hombre, en todo y por todo, como no espero hallar otro semejante".





ELEANOR MARX NOTA A LA CARTA DE KARL MARX A SU PADRE
Escrito: Probablemente en 1897.
Primera vez publicado: En la Neue Zeit, año 16, núm.1 de 1897, junto a la mencionada carta.
Transcripción/HTML: José Ramón Esquinas Algaba.
Fuente del texto: K. Marx & F. Engels, Obras Fundamentales, t. I. 

Esta carta me fue enviada por mi prima Carolina Smith, quien la encontró entre los papeles de Sofía, su madre, que era la hermana mayor de Carlos Marx. Ignoro cómo llegaría la carta a poder de mi tía. Es probable que ella, a su vez, la descubriera entre los papeles de su madre. En 1.863, cuando murió su madre, Marx se encontraba en Tréveris. Pero lo más probable es que no se acordara ya de la existencia de esta carta para reclamársela a su hermana; afortunadamente, pues de otro modo es muy probable que la hubiera destruido.

He tenido que vencer una gran resistencia para dar a la publicidad una carta como esta, destinada únicamente a su amado padre, para quien había sido escrita. Me proponía utilizarla solamente como material para la biografía de Marx, que espero terminar pronto. Pero, habiendo mostrado la carta a algunos amigos íntimos, éstos me convencieron de la necesidad, más aún, de mí deber de hacer público este extraordinario documento humano. ‘Comprendo perfectamente-me escribió Kautsky- los reparos que opones a la publicación de la carta. Pero no somos nosotros quienes sacamos a la publicidad la vida privada del Moro; ya se han adelantado a hacerlo otros. Y, ya que el carácter y la vida privada de tu padre están públicamente a discusión, nos interesa que no sean las mentiras de los adversarios el único material disponible’. No he tenido, pues, más remedio que ceder, y la carta aparece ahora en las columnas de la Neue Zeit.
Aunque la carta lleva simplemente fecha de 10 de noviembre, sin indicación de año, no es difícil establecer éste. Fue escrita, sin duda alguna, antes de 1838, ya que habla de Bruno Bauer en Berlín, y en 1838 sabemos que estaba en Bonn. La carta fue escrita, por tanto, en 1836 o 1837. Y, aunque al principio me inclinaba por la primera de estas dos fechas, un cotejo cuidadoso de los años me ha llevado al convencimiento de que debe optarse más bien por la segunda.


No cabe duda de que Marx escribió esta carta poco después de comprometerse con Jenny von Westphalen. Cuando se hizo novio de ella, Carlos era todavía un muchacho de diecisiete años. Y, como suele ocurrir, tampoco en este caso fue liso y llano el camino del verdadero amor. Se comprende fácilmente que sus padres no vieran con buenos ojos el compromiso matrimonial de un joven de tan pocos años, y las expresiones de disgusto que se contienen en la carta y el calor con que el autor de ella trata de convencer a su padre de la fuerza de su amor a pesar de toda la oposición con que tropezaba tienen su explicación en las escenas bastante violentas que este asunto había provocado. Mi padre solía decir, hablando de esto, que era, por aquellos años, una especie de rolando furioso. Pero pronto se arreglaron las cosas y, poco antes o después de cumplir los dieciocho años, se ‘formalizaron’ las relaciones. Siete años duró el noviazgo entre los dos enamorados, que a Carlos ‘le parecieron siete días; tan grande era su amor por ella’.

Se casaron el 19 de junio de 1843, y aquellos dos seres se habían conocido y jugado juntos de niños y se habían enamorado y comprometido cuando todavía eran unos muchachos, se lanzaron ahora, unidos, como hombre y mujer, a la dura lucha de la vida.

Una lucha, en verdad, muy dura. Años de privaciones y de miseria y, lo que es aún pero, de brutales enconos, infames calumnias y fría indiferencia. Pero, en medio de todo ello, en la desgracia y en la fortuna, estos dos seres unidos para toda la vida por la amistad y el amor, jamás llegaron a vacilar en sus sentimientos, fieles hasta la muerte. Ni siquiera la muerte ha podido separarlos.

Durante su vida entera, Marx estuvo apasionadamente enamorado de la que era su mujer, con inextinguible amor juvenil. Tengo ante mí una carta amorosa que parece escrita por un muchacho de dieciocho años y que mi padre dirigió a su esposa en 1856, cuando ya ésta le había dado seis hijos. Y cuando, en 1863, le llamó a Tréveris la muerte de su madre, le escribió desde allí a su mujer que iba ‘diariamente’ en peregrinación a la vieja casa de los Westphalen (en la calle de los Romanos), más interesante para mí que todas las ruinas romanas, porque me recuerda mi juventud feliz y porque guardaba el mejor de mis tesoros. Además, todos los días y en todas partes me preguntan por la que en aquellos años era ‘la muchacha más linda de Tréveris! Y ‘la reina de los bailes’ ¡Qué tremendamente agradable es para un hombre ver que su mujer sigue viviendo en la fantasía de toda una ciudad como una especie de ‘princesa encantada’!.


Suponiendo que la carta que aquí publicamos fuera escrita solamente cinco o seis meses después de que se formalizara su noviazgo, habría que optar por la fecha de noviembre de 1836, como yo me inclinaba a creer al principio. Pero Marx habla en ella de los ‘tres primeros tomos de poesías’, escritos por él poco tiempo antes. Y en mi poder se encuentran, en efecto, tres cuadernos de poesías, que sin duda son estos de que aquí se habla. Están fechados en ‘Berlín, a fines del otoño de 1836’, ‘Berlín, noviembre de 1836’, ‘Berlín, 1836’. Se trata de tres legajos bastante gruesos y escritos en letra muy limpia. Los dos primeros llevan por título ‘Libro de Amor, primera y segunda parte’, el segundo aparece marcado así ‘K.H.Marx’, y el tercero: ‘Karl Marx’. Los tres aparecen dedicados ‘A mi querida, eternamente amada Jenny von Westphalen’. La carta aquí publicada lleva la fecha de 10 de noviembre, y, aunque no pueda descartarse la posibilidad de que estos tres cuadernos de poesías fueran escritos y enviaran a su destinataria a fines de octubre y comienzos de noviembre de 1836, no es lo más probable, y el pasaje de la carta que a ello se refiere habla en contra de esta hipótesis. No creemos, pues, equivocarnos si asignamos a esta carta la fecha de noviembre de 1837, en que Marx tenía diecinueve años.


Unas cuantas aclaraciones más sobre algunas alusiones contenidas en la carta. Lo del ‘amor sin esperanza’ ha quedado ya aclarado. Lo de ‘las nubes que ensombrecen nuestra familia’ se refiere, de una parte, a ciertas pérdidas de dinero y a los consiguientes problemas de que recuerdo haber oído hablar a mi padre y que creo ocurrieron por aquel entonces, y sobre todo, a la grave enfermedad de Eduardo, su hermano menor, al delicado estado de salud de otros tres hermanos, muertos todos en temprana edad, y a los primeros síntomas de la enfermedad del padre, llamada a tener también un desenlace fatal.

Marx sentía profunda devoción por su padre. No se cansaba de hablar de él y llevaba siempre consigo una fotografía suya, copia de un viejo daguerrotipo. No le gustaba, sin embargo, enseñársela a los amigos, pues decía que se parecía muy poco al original. Yo encontraba el rostro muy bello y la barbilla más finas; el conjunto de la cara tenía un marcado aire judío, pero de un tipo indiscutiblemente hermoso. Cuando Carlos Marx, después de la muerte de su esposa, emprendió un largo y triste viaje para recuperar la salud perdida –ansioso de dar cima a su obra-, le acompañaron a todas partes esta fotografía de su padre, otra vieja de mi madre, protegida por un cristal (dentro de su forro), y una de mi hermana Jenny; cuando murió, las encontramos en el bolsillo interior de su chaqueta y Engels las puso en su ataúd.


No cabe duda de que la carta que aquí se publica es asombrosa, si se tiene en cuenta que fue escrita por un joven de diecinueve años. Vemos en ella al joven Marx en proceso de desarrollo, al muchach0o que anuncia ya al hombre del mañana. La carta nos revela aquella capacidad casi sobrehumana de trabajo y aquella laboriosidad que caracterizaron a Marx a lo largo de su vida entera; ningún trabajo, por demasiado duro que fuera, le metía miedo, y no encontramos en sus obras ni un solo instante de pereza o desaliento. Se revela aquí ante nosotros un joven capaz de acometer en unos cuantos meses trabajos que asustarían a un hombre hecho y derecho; le vemos escribir docenas de pliegos y destruir luego sin la menor vacilación todo lo escrito, preocupado tan solo por ¡ver claro ante sí mismo’, hasta llegar a esclarecer y dominar por completo los problemas que le torturaban; lo vemos criticarse y criticar severamente lo que hace –cosa, a la verdad, verdaderamente extraordinaria en un hombre joven, como él lo era-, todo ello con una gran sencillez, sin la menor pretensión, pero con admirable sagacidad. Vemos cómo brillan ya en esta carta, que es lo más sorprendente para sus años, chispazos de aquel humorismo sardónico y peculiar que más tarde habría de caracterizarlo. Y encontramos, por fin, ya aquí, como más adelante, al lector infatigable que todo lo abarca y todo lo devoraba, sin dar jamás pruebas de estrechez o unilateralidad. Todo, jurisprudencia, filosofía, historia, poesía, arte, era agua buena para su molino; en nada de lo que emprendía se quedaba nunca a medias. Pero esta carta pone, además, de manifiesto una faceta de Marx de la que el mundo, hasta ahora, sabía muy poco o no sabía nada: su apasionada ternura por cuantos estaban cerca de él, su temperamento rebosante de amor y de entrega.

Ha resultado penoso para mí poner al desnudo las intimidades de este corazón. Pero no lo lamento, si de este modo contribuyo a hacer que Carlos Marx sea mejor conocido y, por tanto y con ello, más amado y más respetado.






Archivo  Jenny von Westphalen Marx (1814 - 1881)




Jenny von Westphalen Marx A Joseph Weydemeyer
Redactado: En Londres, el 20 de mayo de 1850.

Querido señor Weydemeyer:

Ha transcurrido casi un año desde que hallé, por parte de usted y de su querida esposa, una acogida tan amistosa y cordial, desde que me sentí tan bien y tan a mis anchas en su casa, y en todo ese prolongado lapso no he dado señal de vida alguna; callé cuando su esposa me escribió una carta tan amable, y permanecí muda cuando recibimos la noticia del nacimiento de su niño. Esa mudez a menudo ha llegado a oprimirme, pero la mayor parte de las veces era incapaz de escribir, y aún hoy me resulta difícil, muy difícil.

Pero la situación me obliga a tomar pluma en mano; le ruego que nos envíe lo más pronto posible el dinero ingresado o por ingresar de la Revue. Lo necesitamos mucho, muchísimo. Seguramente nadie podrá reprocharnos que jamás hayamos dado mucha importancia a cuanto hemos sacrificado y padecido desde hace años; al público se le ha molestado poco o casi nunca con nuestras cuestiones personales, ya que mi marido es sumamente sensible en estos asuntos, y prefiere sacrificar lo último antes de entregarse a la mendicidad democrática, como los grandes hombres oficiales. Pero lo que sí podía esperar de sus amigos, en especial de los de Colonia, era una actividad diligente y enérgica a favor de la Revue. Podía esperar dicha actividad, sobre todo siendo conocidos sus sacrificios por el Rh. Ztg [Rheinische Zeitung]. Pero en cambio, el negocio resultó arruinado en virtud de un manejo descuidado y desordenado, y no se sabe si lo que más daño causó fue la demora del librero o la de los gerentes conocidos en Colonia, o bien toda la conducta de la democracia en general.

Mi marido casi fue aplastado aquí por las más mezquinas preocupaciones de la vida cotidiana, y ello en una forma tan indignante que fueron necesarias toda la energía, toda la seguridad calma, clara y silenciosa en sí mismo de que es capaz, para mantener en pie en estas luchas de todos los días y todas las horas. Usted sabe, querido señor Weydemeyer, qué sacrificios realizó mi marido en esa época; invirtió miles de efectivo, se hizo cargo de la propiedad del periódico, persuadido por los honestos demócratas, quienes de otro modo hubiesen debido responder personalmente por las deudas, en una época en la cual quedaban ya pocas probabilidades de llevar la tarea a cabo. A fin de salvar el honor político del periódico, el honor civil de los conocidos de Colonia, dejó que cayesen sobre sus hombros todas las cargas, entregó su máquina, entregó todos los ingresos, y hasta al partir prestó 300 táleros, para abonar el alquiler del local recién arrendado, los honorarios atrasados de redactores, etc… y se le expulsó violentamente

Usted sabe que no nos hemos quedado con nada de todo ello; viajé a Francfort para empeñar mi platería, lo último que nos quedaba; en Colonia hice vender mis muebles, porque corría peligro de ver embargada la ropa y todo lo demás. Al iniciarse la infausta época de la contrarrevolución, mi marido viajó a París, y yo le seguí con mis tres hijos. Apenas aclimatado en París, fue expulsado, y a mí misma y a mis hijos se nos negó una permanencia más prolongada. Volví a seguirle allende el mar. Un mes más tarde nació nuestro cuarto hijo. Usted debería conocer Londres y las condiciones en que se vive aquí, para saber qué significa tener tres hijos y el nacimiento de un cuarto. Solamente, en concepto de alquiler, debíamos pagar 42 táleros mensuales. Estábamos en condiciones de solucionar todo ello con nuestro propio peculio. Pero nuestros pequeños recursos se agotaron cuando apareció la Revue. A pesar de lo convenido, el dinero no llegaba, y cuando lo hizo fueron sólo pequeñas sumas aisladas, de modo que caíamos aquí en las situaciones más terribles.

Le relataré solamente un día de esta vida, tal como fue, y usted verá que acaso pocos refugiados hayan pasado por situaciones similares. Puesto que las amas de leche son prohibitivas aquí, decidí, a pesar de constantes y terribles dolores de pecho y espalda, alimentar yo misma a mi hijo. Pero el pobre angelito mamaba de mi tantas preocupaciones y disgustos silenciosos, que se hallaba constantemente enfermo, padeciendo dolores día y noche. Desde que ha llegado a este mundo, jamás ha dormido aún toda una noche, a lo sumo de dos a tres horas. Últimamente se sumaron aún a ello violentos espasmos, de modo que el niño fluctuaba constantemente entre la muerte y una vida mísera. Presa de esos dolores, mamaba con tal fuerza que mi pecho quedó lastimado y agrietado; a menudo la sangre manaba dentro de su trémula boquita. Así me hallaba yo sentada un día cuando entró de repente nuestra casera -a quien en el curso del invierno habíamos pagado más de 250 táleros y con quien habíamos convenido por contrato que el dinero de fecha posterior le será abonado no a ella, sino a su propietario, quien le había trabado embargo con anterioridad-, negó el contrato, exigió las 5 libras que aún le adeudábamos, y puesto que no disponíamos de las mismas en el acto (la carta de Naut llegó demasiado tarde), entraron dos embargadores en la casa, trabaron embargo sobre todas mis pequeñas pertenencias, las camas, la ropa, los vestidos, todo, hasta las cuna de mi pobre niño, los mejores juguetes de las niñas, quienes se hallaban arrasadas en ardientes lágrimas. Amenazaron con llevárselo todo en un plazo de dos horas; yo yacía en el suelo, con mis hijos ateridos de frío y mi pecho dolorido. Schram, nuestro amigo, acudió de prisa a la ciudad para procurarnos auxilio. Ascendió a un cabriolé, cuyos caballos se desbocaron; él salto del coche, y nos lo trajeron sangrante a nuestra casa, donde yo gemía con mis pobres niños temblorosos.
Al día siguiente debimos abandonar la casa; el día era frío, lluvioso y encapotado, mi marido buscaba una casa para nosotros, pero nadie quería aceptarnos cuando hablaba de los 4 niños. Finalmente nos ayudó un amigo; pagamos, y yo vendí rápidamente todas mis camas para pagar el boticario, el panadero, al carnicero y al lechero, quienes habían comenzado a temer a causa del escándalo del embargo, y que súbitamente se abalanzaron sobre mí con sus cuentas. Las camas vendidas fueron llevadas ante la puerta y cargadas en un carro, y ¿qué sucedió entonces? Ya había pasado mucho tiempo después de la caída del sol, y la ley inglesa prohíbe eso: apareció el casero con agentes de policía, afirmando que también podrían haber objetos suyos entre ellos, y que nosotros querríamos fugarnos a algún país extranjero. En menos de cinco minutos había más de dos o tres centenares de personas observando atentamente frente a nuestra puerta, toda la chusma de Chelsea. Las camas volvieron, y se nos dijo que sólo a la mañana siguiente, después de la salida del sol, podrían serles entregadas al comprador; cuando de este modo, mediante la venta de todas nuestras pertenencias, estuvimos en condiciones de pagar hasta el último céntimo, me mudé con mis pequeños amores a nuestras actuales pequeñas dos habitaciones del Hotel Alemán, 1 Leicester Street, Leicester Square, donde, por 5,5 libras semanales, hallamos una acogida humanitaria.


Perdóneme usted, querido amigo, el que le haya descrito con tanta amplitud y detalle tan sólo un día de nuestra vida aquí; es inmodesto, lo sé, pero esta noche mi corazón fluía en torrentes hacia mis trémulas manos, y alguna vez debía desnudar mi corazón ante uno de nuestros amigos más antiguos, mejores y más fieles. No crea usted que estas mezquinas penurias me han doblegado; demasiado bien sé que nuestra lucha no es una lucha aislada, y que aún pertenezco, en lo esencial, a los seres escogidos que han sido favorecidos por la fortuna, puesto que mi querido esposo, apoyo de mi vida, aún se halla a mi lado. Pero lo que realmente me aniquila hasta en lo más íntimo, lo que hace sangrar mi corazón, es que mi marido tenga que pasar por tantas mezquindades, que hubiese podido ayudársele con tan poco, y que él, que de buena gana y con alegría ayudó a tantos, haya estado aquí sin que se le prestase ayuda. Pero, como ya le he dicho, no crea usted,, querido señor Weydemeyer, que le reclamamos nada a nadie, y si recibimos adelantos de alguien, mi marido aún se halla en condiciones de reembolsarlos con su fortuna. Lo único que podía reclamarle mi marido a quienes habían recibido de él más de un pensamiento, más de un enaltecimiento, más de un sustento, era que desplegasen mayor energía de afirmar y mayor actividad en su Revue. Tengo el orgullo y la audacia de afirmar de que se le debía ese poco. Tampoco sé si mi marido no ha ganado con toda justicia 10 Sgr. [grischen de plata] con sus trabajos. Creo que con ello no se engañó a nadie. Eso me duele. Pero mi marido piensa de otro modo. Jamás, ni siquiera en los momentos más terribles, ha perdido la seguridad en el futuro, ni siquiera el más alegre humor, y estaba totalmente satisfecho cuando me veía alegre y cuando nuestros encantadores niños rodeaban, sonrientes, a su querida mamaíta. Él no sabe, querido señor Weydemeyer, que yo le he escrito a usted con tanta amplitud acerca de nuestra situación, y por ello no haga usted uso de estas líneas. El sólo sabe que yo le he pedido, en su nombre, que acelere en lo posible la distribución y envío del dinero. Sé que usted sólo dará a estas líneas el uso que le inspirará a usted su amistad, discreta y plena de tacto, por nosotros.


Adiós, querido amigo. Trasmítale a su esposa mis saludos más cordiales, y bese usted a sus angelitos de parte de una madre que ha vertido más de una lágrima sobre su bebé. Si su mujer estuviera dando el pecho, no le comunique usted nada acerca de esta carta. Sé hasta qué punto afectan todos los disgustos, y causan daño a la pequeña criatura. Nuestros tres niños mayores crecen magníficos, a pesar de todo. Las niñas son bonitas, florecientes, alegres y de buen humor, y nuestro gordito es un dechado de humor cómico y de las ocurrencias más graciosas. E l duendecillo canta todo el día canciones cómicas con descomunal pathos y una voz de gigante, y cuando hace retumbar, con voz tremenda, las palabras de la Marsellesa de Freiligrath,
Oh, junio, ven y tráeme acciones,
que nuevas acciones ansía nuestro corazón
resuena toda la casa. Acaso sea el destino histórico de este mes, como el de sus dos desdichados predecesores, el de inaugurar esa lucha titánica en la cual todos habremos de volver a estrecharnos las manos.
Que la vaya a usted bien.
Jenny Marx



Familia Marx: Biografía

Nacido: 1814
Muerto: 1881
Hija de la aristocracia. Esposa de Karl Marx. Madre de siete hijos, a través de su matrimonio con Marx: Jenny Laura , Edgar, Heinrich, Franziska, Eleanor y un último hijo que murió antes de ser nombrado. Solo Jenny, Laura y Eleanor sobrevivieron en la adolescencia.








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