martes, 14 de noviembre de 2017

Algunos recuerdos sobre el POUM de los años sesenta



Pepe Gutiérrez-Álvarez:  POUM

      Allá por la segunda mitad de los años sesenta, cuando el autor de estas líneas rondaba los veinte años, el franquismo parecía algo interminable. 


      Entre los mayores los había qué, después de tantos años de “trágala”,  hasta dudaban que a Franco le llegara su día. Con su régimen no se podían hacer bromas, sino ahí estaba, y todo el mundo lo sabía, el reciente fusilamiento de
Julián Grimau. No menos seguro parecía el capitalismo que al que entonces se le añadía el prefijo neo, y al que se le atribuía toda clase de “milagros”, el más famoso de todo era el alemán, pero también se hablaba del “español” aunque fuese como parte de un chiste, aunque lo cierto es que el desarrollismo estaba allí. Luego, cuando “te metías en política”, y por la vía de las lecturas accedías a los textos de los más inquietos representantes de la izquierda intelectual europea, aprendías que gracias a la fórmula keynesiana del “estado benefactor”, el capitalismo había logrado regular sus crisis cíclicas, y sobre todo, había conseguido “integrar” a la clase trabajadora. 


      Uno de los propagandistas de las glorias de esta “integración” era
Jaume Miratvilles, un antiguo bloquista, luego ministro con ERC, que firmaba unas tribunas con el seudónimo de Espectator. Éste era muy dado a glosar la situación proletaria en los Estados Unidos, a contar como obreros emigrantes que llegaron a la “tierra prometida” sin más capital que sus manos, y que, como culminación de sus esfuerzos, se habían hecho un lugar en la sociedad norteamericana.  No era otra cosa lo que veíamos en muchas películas, y algo de verdad tenía que haber para que los primeros de mayo fueran cualquier cosa menos manifestaciones reivindicativas, para que los sindicatos apoyaran a su gobierno en atrocidades como las perpetradas en Vietnam, y que muchos de ellos abroncaran a los jóvenes pacifistas cuando se manifestaban. Aquí todavía no habíamos llegado a tal extremo, este siempre había sido un país atrasado, nos lo recordaban los mayores con frases consabidas como aquella de que África comenzaba en los Pirineos, pero había trabajo, incluso facilidades de pluriempleo, y muchas familias emigrantes que apenas acababan de instalarse se mostraban ostentosa cambiando en poco tiempo el mobiliario, o comprándose un coche. Los republicanos ya no reconocían a la clase obrera de sus tiempos, cuando cualquier mitin llenaba las plazas de toros, y en los locales del movimiento había que echar a la gente para que dejaran espacios para las reuniones.


      Nuestros papas, a pesar de los agobios, no habían tenido más remedio que ser muy conservadoras. Pero los jóvenes,  a los que según nos decían, no nos había faltado de nada, al menos en comparación con ellos, comenzábamos -paradójicamente- a pensar  en revolucionario. No nos gustaba la sumisión, su cine convencional, su sexualidad reprimida, su creencia de “haber llegado” porque, aunque fuese trabajosamente, a lo mejor habían conseguido su primera vivienda, su primer coche o sus primeras vacaciones. La “política”, que hasta entonces había sido más bien propio de los medios universitarios, se fue extendiendo entre la juventud obrera, hasta entonces mayormente obnubilada por el vano sueño de que siempre fuera domingo con el fútbol o el baile, a lo que más tarde escuché que llamaban discoteca.


        Cuando dabas un paso en la ilegalidad te encontrabas  de pleno con los comunistas que tenían una historia, y con muestras concretas, sabían organizarse, y tenían el apoyo del movimiento comunista internacional. Su impulso se visualizaba claramente en una intelectualidad hastiada del franquismo, hasta el punto que, por decirlo con palabras de Manuel Vázquez Montalbán, dejaba las críticas al estalinismo al Arriba, un ejemplo duro de prensa adicta al régimen. En este ámbito, todo resultaba mucho más claro. pero a pesar de aquella irrupción de las heterodoxias, lo cierto era que cuando apuntabas contra la burocracia y el estalinismo, podías suscitar reacciones airadas, primero entre los “del partido”, naturalmente también –y a veces, incluso más- entre los maoístas que criticaban el “revisionismo” en nombre de la ortodoxia estalinista más o menos reinterpretada, e incluso entre muchos republicanos de buena fe que se tiraban de los pelos ante las críticas a
Juan Negrín porque eso podía dividirnos más todavía de lo que estábamos. Había lo que podemos llamar un optimismo prosoviético. La URSS, con el sonriente Jruschev al frente, se planteaba nada menos que “adelantar” económicamente al imperialismo, y para ellos necesitaban afianzar la “coexistencia pacífica”, un planteamiento que aquí tenía su correlato con la “reconciliación nacional”. Más allá, la socialdemocracia carecía de temple para organizarse clandestinamente, y además se encontraba demasiado ligada al “mundo libre”, hasta líderes como Willy Brandt (tan ligado por cierto a la historia del POUM), apoyaban la guerra contra el pueblo del Vietnam. Mis conocidos “músicos” (MSC), avergonzados de cosas así, tomaban el referente italiano de Pietro Nenni, el socialista más prosoviético de aquellos años.  

  
       Así pues, el escenario estaba ocupado por el PCE-PSUC, pieza importante del movimiento comunista internacional, era el reconocido por Cuba, por los países socialistas, y si éstos tenían problemas con la China popular, esto no era cosa nuestra, ante todo porque al dividirnos obstaculizábamos, aunque fuese involuntariamente, la lucha por las libertades. “El partido” ofrecía el prestigio de sus héroes, unas estructuras de participación amplia, escuelas de formación con intelectuales de renombre, la garantía de una solidaridad “si caías”, una explicación sobre nuestra guerra y una alternativa al régimen que pasaba por la unión entre las fuerzas del trabajo y la cultura, de todos los demócratas. Se trataba pues –así me lo explicó Jordi Solé Tura en clave de amonestación- de sumar, no de dividir. Su potencial era tal que ejercían una atracción indiscutible sobre el resto del antifranquismo, de manera que muchos católicos se convirtieron, al decir del emblemático Alfonso Carlos Comín en su obra Cristianos en el partido, y marxistas en la iglesia, y algo por el estilo ocurrió  con un amplio sector del “felipe”, pero también aquí  los disconformes teníamos más reticencias críticas.


        Sin embargo, a pesar de todo este entramado de poder, lo cierto es que el movimiento comunista sufrió su propio tropiezo con la marcha de la historia, y las polémicas estallaban por doquier. Estaba el FLP que era crítico, también la memoria cenetista. Ciertamente, la revolución cubana había tenido que pactar con la URSS por necesidades obvias, pero siguió apoyando las propuestas insurrectas por encima de las parlamentarias, y el ejemplo de Ernesto “Che” Guevara iba en este sentido, y sus textos también ofrecía una crítica abierta a la falta de solidaridad con el Vietnam, y  de la burocratización “socialista”, incluyendo la que se estaba gestando en Cuba. La llamada “revolución cultural” china, tan mítica y lejana, aparecía como un llamamiento a la juventud para cambiar el mundo en oposición al modelo “gerentocrático” de la URSS que estaba aceptando métodos mercantiles ajenos al socialismo. Por otro lado, el PC francés era sospechoso de no haber combatido el colonialismo francés en Argelia, y ahora aparecía como la última barricada del sistema durante los acontecimientos de mayo del 68. Así es que, desde entonces no se podía hablar del movimiento comunista internacional sin emplear la palabra “crisis”, y en el centro de dicha crisis había una palabra maldita que la sintetizaba; estalinismo.  El estalinismo cada vez tenía más mala prensa. Para mí esta idea estaba asociada a la imagen más emblemática de la revolución de los consejos obreros en Hungría en 1956, con la cabeza de una odiosa estatua de Stalin, tirada por tierra y destinada al basurero de la historia, a la leyenda de Trotsky, y al POUM 

        Pero estas eran referencias que quedaban lejos, y a la hora de la acción política,  los más jóvenes teníamos que aprender improvisando, con una bisoñez que contrastaba con las intensas experiencias de la resistencia republicana. Sin embargo, aunque fuese por la pasión, habían muchas cosas que nos distanciaban. De entrada el reconocimiento de lo inmediato, de los notables cambios que estaba sufriendo el país. Había un sentimiento de que a los mayores era difícil sacarles de las evocaciones sobre porqué se perdió la guerra, tema apasionante, pero que no resolvía la cuestión primordial, a saber cómo avanzar ahora en el antifranquismo. También se daba otra sensibilidad en las conversaciones de crecimiento. Se hablaba de los poetas, de feminismo, de cine, psicología, sexualidad, y de toda clase de herejías. 


      Aunque lo más propio era organizarse siguiendo el camino más seguro, y rehuir los debates que nos podían dividir, pero el que esto escribe era de aquellos que no se conformaban, y quería discutirlo todo. En esta inclinación pesaron diversas influencias, una seguramente fue el regusto por la polémica, forjada en los cine-clubs, y en las ávidas lecturas de los clásicos populares, otra llegó por la relación con Francecs Pedra, un vecino anarcosindicalista de la mejor tradición socrática del librepensamiento y la libre discusión. Pedra se empeñó en que antes de optar por una organización, conociera todas las ideas, todos los pensadores, al tiempo que se ocupó de inocularme la desconfianza en una estancia, el partido, en la que en nombre de un ideal superior tenías que abjurar del libre albedrío.  Fue allá por 1965 y en su casa donde conocí a un pequeño industrial llamado Joan Rocabert, antiguo militante de un partido cuyo nombre sonaba como un disparo Pum o Pun, lo que me resultó extraño. No fue hasta después de algunas discusiones más que supe con precisión que se trataba del partido obrero de unificación marxista, POUM.


      Mi primer poumista no era tan entusiasta y brillante como Pedra. Según éste, Rocabert había montado un pequeño negocio, aunque él creía que seguía firme en sus ideales. Lo caracterizaba como una de aquellas personas a las que podía recurrir para que te facilitara un local, o dinero para los presos. y en esto no era ningún tacaño, todo lo contrario. Luego, cuando comencé a leer sobre el POUM, me venían a la memoria las vicisitudes que Rocabert contaba en aquella minúscula casa de los Pedra en la calle Simancas del barrio de Pubilla Casas, un espacio en el que la discusión era poco menos que inevitable y vociferante, lo cual no dejaba de ser un riesgo ya que el comedor daba a una pasillo, primero de tierra, luego a una escalera, y nunca se sabía quién podía pasar. Es evidente que si bien no consiguió convencerme de nada, si contribuyó a que el POUM comenzara a serme a familiar, y por supuesto a no aceptar lo que el estalinismo acostumbraba a decir, algo que por aquel entonces no tenía por qué ser calumnioso, creo que bastaba la simple constatación de que era un partido de antes y que ahora simplemente no existía. El mero hecho de que alguien lo introdujera en una conversación política, ya sonaba como muy extraño.
      Empero, inmerso en un denso ambiente de discusiones interminables, servidor permanecía abierto a toda clase de aportaciones fuera del régimen, comenzando por la de los católicos progresistas (cada semana leía a Miret Magdalena en el Triunfo, y recibía la revista juventud obrera, de la JOC). También llevaba los grandes dilemas a los encuentros con mis numerosos amigos de las juventudes comunistas y en la entrevista que mantenía con un sastre judío que era una pequeña leyenda comunista,  Moisés Hueso, un veterano cofundador de las JSU que conocía a carrillo, Claudín y todos esos “como te conozco ahora a ti” (me decía). Hueso era muy asequible porque se había instalado su sastrería en el barrio, y ahora estaba más por estas discusiones que por la acción. “has de saber –me decía- que yo, como Stalin, nunca me exilié. Así es que, después de la guerra le tocó la posguerra, que fue mucho peor porque ya no había nada, solo una minoría de camaradas, y la lucha a veces era con las armas en las manos. ¿Qué te has creído?”. 


      También discutía con los felipes, y los que conocía me parecía de un pensamiento más débil. A través suyo me llegaron los primeros libros de controversias sobre el “socialismo de nuestro tiempo”, todos ellos publicados en la avanzada editorial Nova Terra (Andre Gorz, Jean-Marie Vincent, Pierre Naville, Ernest Mandel, etcétera), así como a las voces del tercermundismo como Frantz Fanon, etc. En este tiempo (1966-1967-1968), fuera de Rocabert, nunca me encontré con nadie que dijera pertenecer al POUM, así es que la  continuidad de mi relación se desenvolvió, ante todo a través de la lecturas de los libros que encontraba sobre la República y la guerra civil, un terreno en el que los comunistas más formados contaban con argumentos de peso. Ellos –repetían- habían defendido la unidad antifascista, la URSS había sido la única potencia que había ayudado a la República. Personas con su capacidad de desafiar el franquismo, me mostraban las virtudes de la disciplina partidaria. Un mérito que oí reconocer  a los propios anarquistas y felipistas, sin duda desalentados por todas aquellas caídas que habían reducido las siglas a una mínima expresión organizativa. 


       Sin embargo, a pesar de que me resultaba muy difícil resistir un influjo tan fuerte y al mismo tiempo tan llano, entre la influencia de Pedra y la suma de lecturas se tuvo que forjar algo sólido para resistir la tentación comunista oficial, reiterar argumentaciones y objeciones, a los que ellos respondían  facilitándome algunas de las historias oficialistas publicadas por ellos en las que el POUM, y en menor grado la CNT, eran tratados de “quinta columnista”. Pero ya entonces podía aplicar mi modesta artillería como un látigo. Mucho más “intelectual”, y Moisés Hueso no tenía más remedio. “Se hacía cargo de mis dudas y confusiones”, y  me prestó o me llevó a adquirir monografías ya clásicas de los historiadores como Hugh Thomas, Grabiel Jackson, o Manuel Tuñón de Lara. Autores que hacían pasar la línea de demarcación entre la legitimidad republicana, y el fascismo. En este escenario principal,  la revolución aparecía si acaso como un hecho sin relevancia, y todo pues conducía a, la única vía organizativa con cara y ojos era la comunista, y llegó un momento en que pareció que iban a ocupar todo el espacio a la izquierda ya que se le adhirieron sectores del FLP, atraídos por la eficacia del entusiasmo acrílico organizado. 


        En uno de mis empleos, concretamente en Fresquerías Pedret (1966-1968, no tuve dificultad en encontrar las huellas humanas de la destrucción de las tentativas de reconstrucción cenetista. Del POUM no había ni eso. Sin embargo, me fueron llegando folletos de Nin y Gorkin, el libro de Maurín Revolución y contrarrevolución en España, así como ejemplares de La Batalla amén de algunos folletos igualmente editados desde el exilio parisino, entre ellos el discurso de Jruschev en el XX Congreso del PCUS con un prólogo de Wilebaldo Solano, y el debate reapareció entre los grupos de jóvenes relacionados pero no integrados en las juventudes comunistas, a cuyos líderes obligamos a definiciones sobre temas que desconocían, y para los que tenían que recurrir a sus mayores que repetían sin titubear viejas leyendas, por ejemplo atribuyendo a Lenin gran parte de lo que había tenido lugar años después, acusaciones contra el POUM en las que la novedad radicaba en la matización “objetivamente”, lo que significaba que “colaboró” con el franquismo al margen de las buenas o malas intenciones de sus componentes, y como coletilla la consideración de que todas estas cosas ya estaban superadas. 

        Un paso más allá, entre los camaradas leídos, resurgían las viejas acusaciones de “trotskismo” se le habían añadido otras nuevas relacionadas con las actividades anticomunistas de los abanderados de aquel “mundo libre” que tan buenas relaciones tenía con Franco, y que negaba otra libertad que no fuera la suya. se citaban diversos nombres de antiguos trotskistas como James Burham o de exbujarinistas como Jay Lovestone o Bertram D. Wolfe, pero entre los de ahora y aquí sonaba  Jaume Miratvilles, y poumistas como Julián Gorkín, acusado de haber tomado parte en unos de los “tinglados” culturales de la CIA. El mismo baremo se empleó contra expoumistas como Enrique Adroher Gironella, y contra Victor Alba que no tardaría en publicar dos revolucionarios: Maurín y Nin. Por entonces llegó la famosa elocución de Fidel Castro contra el trotskismo (más concretamente contra j. posadas que lo acusó de ser el Stalin del “Che”), y de paso contra el POUM, con acusaciones facilitadas por los sectores más estalinistas del viejo PC cubano. El de la CIA era obviamente un juego perverso que no dudaba en utilizar cualquier vía, y en este sentido recuerdo haber escuchado una conversación entre antiguos exiliados confederales que admitían que la Compañía se había podido “infiltrar” en el grupo libertario de Cuba, revistiendo su descalificación de la revolución con referencias a la pureza del ideal ácrata. En la propia prensa conservadora no era ya entonces de extrañar encontrar tribunalistas especializados en utilizar contra el “comunismo” toda clase de argumentaciones combinadas, incluyendo las trotskistas y las anarquistas, incluso había una revista índice cuya orientación era de todos contra el PCE.


      Semejante acusaciones no dejaron de preocupar al grupo de afines entre los que me contaba, sobre todo considerando que éramos apenas unos muchachos “enterados”, y a la hora de las polémicas  teníamos delante comunistas con terribles pasajes por los infiernos de las cárceles de Franco, donde –como pudieron comprobar los felipes encarcelados- los de “el partido” eran peor tratados que los demás presos políticos. 

      Pero a pesar de las dudas y del respeto por aquellos militantes abnegados nos provocaban, el colectivo al que pertenecía se había ido afirmando en el reconocimiento de la existencia de otra gente de estirpe no inferior, de una profunda revolución social en la crisis española de los años treinta, culminación de un largo proceso de lucha de clases cuyos hitos más importantes habían sido la frustración liberal en que desembocó la guerra de guerrillas contra Napoleón, la primera república, la semana trágica de 1909, y la huelga general de agosto de 1917, episodios nacionales de luchas de clases sobre los que habíamos aprendido algunas cuestiones fundamentales en diversas monografías. En ellas  se apuntaba en la siguiente dirección: mientras que el pueblo, y sobre todo la clase obrera había estado en su lugar, la burguesía liberal había acabado traicionando sus propios dioses, sellando un “compromiso histórico” con el Antiguo Régimen y sus castas, y éste fue el huevo donde creció la serpiente militar-fascista. 


        Veíamos todo esto claro cuando Pedra nos narraba como las mimas autoridades republicanas que no había dudado en reprimir a los trabajadores y a la CNT, se habían mostrado ridículas a la hora de castigar a la “sanjurjada” ante la cual el pueblo trabajador de Sevilla respondió con tanta energía, y en atajar la telaraña golpista, y como en las jornadas de julio, esas mismas autoridades republicanas se habían negado a armar a los trabajadores. La guerra contra franco la habían llevado, sobre todo los trabajadores y los campesinos mientras daban vida a una revolución.   


        Eran criterios que venían favorecidos por una nueva serie de monografías sobre la guerra civil en las que la revolución cobraba su carácter de explicación fundamental, algunas con la  potencia literaria  de Orwell, del que Homenaje a Cataluña había aparecido en buenos aires y era muy asequible, otros eran obras concienzudas, producto de historiadores de altura tal como Pierre Broué-Emile Témine, José Peirats, Burnett Bolloten, o Carlos M” Rama, que establecieron las bases de unas nuevas coordenadas que, a su vez, daban sentido a los escritos de nuestros clásicos socialistas que comenzaban a aparecer como hongos, a las que habría que añadir las pródigas aportaciones libertarias o de signo trotskista,  con lo que la diversidad se ampliaba en varias controversias más, las propias entre anarquistas y marxistas y la desarrollada entre poumistas y los partidarios de León Trotsky  


         Esta visión crítica y alternativa sería ulteriormente ampliada con trabajos sobre las colectivizaciones, los acontecimientos de mayo del 37, el asesinato de Andreu Nin, y un largo etcétera, motivos que fueron cobrando cada vez mayor resonancia en los años siguientes como pruebas fehacientes de que entre nosotros existió otro comunismo, una disidencia antiestalinista que en la posguerra se ampliaría con resistentes que en un momento u otro habían colisionado con la dirección del partido, comunistas como Quiñones, Monzón, Trilla, el propio Joan Comorera que se había distinguido en la campaña contra el POUM. La última disidencia la protagonizaron Jorge Semprún y Fernando Claudín, en un principio por la derecha, aunque éste, animado por el ambiente de radicalización, acabó ofreciendo su propio testimonio de la crisis comunista y de las miserias del estalinismo en el PCE-PSUC en una obra importante: La crisis del movimiento comunista internacional. 1. Desde el KOMINTERN al Kominform, aparecido en la mítica editorial Ruedo Ibérico, cuya sede parisina (5 rue Aubriot) era colindante con la del POUM, aunque durante la semana, nunca encontrabas a nadie en ninguna de las dos.  Ruedo publicaría a Andreu Nin, Joaquín Maurín, Ignacio Iglesias, y una serie de obras de León Trotsky, un proyecto en el que contribuyeron Claudín, Juan Andrade y el historiador José Álvarez Junco.




       Así es que, al menos desde la segunda mitad de los años sesenta, aún sin contar con una presencia organizada en el interior, la sombra del POUM se mostraba alargada en el proceso de reconstrucción de la izquierda contra el franquismo, y proyectaba sus cartas de dolencias sobre  la historia comunista, y desde el ángulo del debate, sobre el trotskismo. Esto explica que, mientras que sobre el conjunto de la izquierda radical, no llegaría a publicarse ni un solo libro (y todavía tardarían mucho en llegar), sobre el POUM pronto se forjó una imponente bibliografía, muy destacada en la segunda mitad de los años setenta en los catálogos de editoriales como Júcar (en particular en la colección Crónica General de España), y Fontamara. Su espacio sería ocupado años más tarde, ya en los ochenta,  por Laertes, sobre todo a través del incansable Víctor Alba.

      En medio de apogeo de una restauración conservadora cuya marcha triunfal cada día aparece más agrietada, los ecos de la historia del POUM sufrieron como era propio, una drástica reducción en la que había que inscribir excepciones como relacionada con la obra de Orwell (aunque la idea primordial era llevar a este al terreno del anticomunismo). Como es sabido, décadas después llegaron aportaciones tan populares como el soberbio documental Operación Nikolai, y sobre todo Tierra y libertad, de Ken Loach que, al margen de sus defectos o virtudes, tuvo una repercusión extrafílmica extraordinaria, muestra evidente de que ofrecía una imagen de la guerra y la revolución que llamó la atención a personas de todas las edades.  En cierta coherencia, Loach la podía dado un título orwelliano como homenaje al POUM, no de otra manera fue sentido por la mayoría, incluso por los que, aunque ligados a las tradiciones oficialistas, se vieron obligados a hablar de ella, por lo general tratando de quitarle hierro a sus lecciones, por ejemplo, un antiguo estalinista, Antonio Elorza llegó a escribir que Loach describía una Disneylandia revolucionaria


        Por entonces, un nuevo meridiano historiográfico estaba intentado borrar otra vez la revolución de un nuevo enfoque, el determinado por las exigencias de una nueva historia oficial que tenía como centro la “razón del Estado” emergente, de la monarquía constitucional afincada historiográficamente con el llamado “pacto entre caballeros”, constituido por un punto medio en el que los extremos -el fascismo y la revolución- aparecían como culpables de una historia que no había que dejar en manos de la gente y de los “amateurs”, sino de los especialistas debidamente homologados, y en este punto nos encontrábamos cuando el ciclo conservador iniciado a finales de los años setenta comenzó a entrar en crisis. A finales de los años noventa emergía una nueva “contestación”, que se expresaba principalmente en las manifestaciones “monstruos”, pero que, entre otras cosas, está auspiciando una recuperación de la iniciativa social, un rearme crítico poderoso, y también reanimando nuevos debates sobre el drama revolucionario del siglo XX y la cuestión comunista, y en los cuales la historia de este pequeño partido, viene a ser como un relámpago que alumbra la noche oscura, y que representa el mayor desafío al estalinismo que desde posiciones marxistas haya conocido el mundo en su tiempo.
     

  Edición digital de la Fundación Andreu Nin, diciembre 2005





Notas de lectura del libro (El POUM: Revolución en la Guerra Civil Española) de Wilebaldo Solano


ALGUNAS ENSEÑANZAS

“A través de películas de investigación, como la Operación Nikolai, mencionado por Solano (desafortunadamente pasado desapercibido por Arte), uno entiende, en gran detalle, lo que muchos ya habían revelado parcialmente. Ahora sabemos los nombres de los verdugos enviados por Stalin. Sus métodos no tenían nada que envidiar a la mafia: "De 1936 a 1939 se libraron dos guerras a la muerte, dos guerras civiles, en España. Uno se opuso a las fuerzas nacionalistas de Francisco Franco, asistidas por Hitler, a los republicanos españoles, ayudados por los comunistas; el otro se opuso a los comunistas el uno al otro. Stalin, en la Unión Soviética, y Trotsky desde las profundidades de su exilio, esperaban respectivamente representar la salvación para los republicanos españoles a quienes apoyaban a ambos; buscaban convertirse en el único abanderado de la revolución comunista mundial. Hemos contratado a nuestros jóvenes agentes de inteligencia que todavía no tienen experiencia, así como a nuestros gerentes mejor preparados. España fue una especie de nuestro "jardín de infantes" [...] Las iniciativas que hemos tomado posteriormente... todo se originó en los contactos que hemos establecido en España y las lecciones que aprendimos de la Guerra Civil Española. [13] Ahora sabemos que fue el diputado de Pavel Soudoplatov, Leonide Eitingon, quien envió a Lev Lazarevich Feldbine (también conocido como Alexander Orlov) [14] para ejecutar estas sombrías misiones. Fue este individuo quien fue acusado de torturar, asesinar a Andreu Nin y quitarle el cuerpo. Son estos mismos bribones quienes reclutarán a Ramón Marcader, el asesino de León Trotsky en Coyoacán. Decorado por sus maestros,Mercader incluso, en su tiempo libre, asesor político de...Fidel Castro. Uno también puede preguntarse cómo Mercader, alias Mornard, alias Jacson, cruzó tan fácilmente la frontera de los EE. UU. En México con documentos falsos. El hecho de que "Orlov" ha encontrado tan fácilmente refugio en los Estados Unidos y de nuevo nunca se ha molestado por los servicios secretos soviéticos tendería a sugerir que el asesinato de Trotsky habría sido llevado a cabo con la ayuda de los servicios secretos norteamericanos. En ese momento, el líder del FBI no era otro que Edgar J. Hoover. Se sabe que este individuo no tenía más escrúpulos sobre la liquidación de los trabajadores militantes que sus contrapartes en Lubyanka. Hace algunos años, Pierre Broué ya lo había sugerido. [15] tan fácilmente cruzó la frontera de los Estados Unidos a México con documentos falsos. El hecho de que "Orlov" ha encontrado tan fácilmente refugio en los Estados Unidos y de nuevo nunca se ha molestado por los servicios secretos soviéticos tendería a sugerir que el asesinato de Trotsky habría sido llevado a cabo con la ayuda de los servicios secretos norteamericanos. 




Introducción del [libro] España Traicionada (Stalin y la guerra civil) Ronald Radosh, Mary R. Haberck (eds)



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