domingo, 16 de julio de 2017

Julián Gorkin .Cómo contribuí a salvar a Valentín González (El Campesino)




Este texto reproduce el prólogo a la edición mejicana de 1953 de Comunista en España y antiestalinista en la URSS (Editorial Guarania). Dicho prólogo titulado originalmente “Como contribuí a salvar a El campesino y por qué colaboro con él” fue reproducido en la edición española de esta obra (Ediciones Júcar, 1959). Ha sido incluido también en la recopilación Contra el estalinismo 






[Libro] Julián Gorkin. Contra el estalinismo. Editorial Laertes. Primera edición 2001

Índice

Presentación de la edición (Fundación Andreu Nin)     

Julián Gorkin, la vida de un luchador (Marc Ferri Ramírez)                                    

Experiencia y pensamiento anti-totalitario en Julián Gorkin (Juan Manuel Vera)

Capítulo 1. Testimonios de un hombre de acción

Mi ruptura con Moscú      
                                                                                 


La muerte en México de Víctor Serge                                                                        

Como contribuí a salvar a El Campesino                                                                 

Capítulo 2. Los comunistas contra la revolución española

España, primer ensayo de democracia popular..                                                             

Los métodos de Stalin en España y las jornadas de Mayo                                        

El sacrificio de Andrés Nin                                                                                          

Evasión tras la caída de Cataluña                                                                       

Capítulo 3. Por un nuevo socialismo


Conclusiones generales sobre los problemas del socialismo                                 

Por un reagrupamiento socialista: algunos enunciados programáticos               

La revolución y la contrarrevolución de nuestro tiempo

BIBLIOGRAFIA DE JULIÁN GORKIN




Un muerto que vuelve entre los vivos

En el mes de abril de 1949 me enteré en París, en las oficinas de la Organización Internacional de Refugiados (IRQ), creada por acuerdo de la ONU, que las autoridades del Irán solicitaban por su intermedio un visado francés a nombre de Valentín González. Ese nombre me decía algo. Estuve dándole vueltas en la cabeza durante toda una tarde; por fin caí en la cuenta de que correspondía al famoso general comunista de la guerra civil española, universalmente conocido por El Campesino. Pero ¿quería ello decir que vivía y que había logrado evadirse de esa espantosa prisión totalitaria que es la Unión Soviética? Me negaba a creerlo. Noticias sobre El Campesino las había tenido por diversos conductos. Había leído tres testimonios recientes sobre la URSS, dos debidos a las plumas de ex embajadores sudamericanos en Moscú y el tercero de un ex agregado de Prensa de la Embajada de Cuba en la misma capital, y sabía por ellos que, tras las más extrañas y sugestivas aventuras, el famoso guerrillero había sido deportado a los campos de concentración de las regiones polares. ¿Acaso es posible salir vivo de allí? Por uno de los escasos pilotos aviadores españoles que lograron salir de la Unión Soviética al final de la guerra y llegar a México, tenía informes y detalles casi novelescos sobre la vida de El Campesino en el país de Stalin. Por lo visto, el que había sido primer comandante comunista y la figura quizá más pintoresca de nuestra guerra civil resultaba ser también la figura más sugestiva de cuantas llegaron a la URSS. Sólo ese extremeño, hijo de anarquista y anarquista en el fondo él mismo, había podido desafiar al dictador topoderoso del Kremlin ya su terrible NKVD. Sólo él, que había desafiado constantemente a la muerte en España y que había recibido once heridas en el curso de la guerra, podía desafiarla también en la Rusia de Stalin y de Beria evadiéndose por vez primera en 1944. Sobre esta casi milagrosa evasión a Teherán y sobre su detención ulterior por la NKVD tenía noticia detallada por el joven piloto aviador a que me he referido más arriba. Conocía también por él algo que me conmovió hondamente: tras la invasión de la URSS por la tropas hitlerianas, en el desbarajuste de las primeras y fulminantes derrotas soviéticas, los niños españoles concentrados en un local escolar, no lejos de donde se encontraba entonces El Campesino, habían quedado en el mayor abandono y pasaban hambre. Valentín vio un gran camión cargado de comestibles con destino a la tropa; sin pararse a pensar en el grave castigo que podía sobrevenirle, en un impulso muy español y muy anarquista subióse sobre el camión, empuñó el volante y les llevó los comestibles a sus pequeños compatriotas. Recuerdo que encontrándome en Roma con la veterana del socialismo europeo Angélica Balabanoff, la primera presidente de la Internacional Comunista y la primera también en romper con el comunismo de Lenin y Trotski, la ex colaboradora de Mussolini cuando era éste socialista y su más sañuda acusadora cuando traicionó, dimos en hablar sobre la bondad y la maldad de los seres humanos. “Todos, en mayor o menor grado, son buenos y malos al mismo tiempo”, me dijo esa pura y venerable anciana, por la que siento amor de hijo. “Cierto -asentí-. Ahí tiene usted el ejemplo de uno de los militares comunistas más brutales y sanguinarios de la guerra española”. Y le referí algunas de sus hazañas en la URSS y, sobre todo, lo del camión de comestibles. ¿Quién iba a decirme que, unas semanas más tarde, tendría ocasión de conocer a fondo a ese hombre, uno de mis peores enemigos en España?

Pero en abril de 1949 yo me negaba a creer que hubiera llegado con vida a Teherán. ¿Cómo era posible que un preso de la siniestra NKVD de Stalin y Beria, la más feroz y espantosa policía política jamás conocida, hubiera podido atravesar millares de ki1ómetros en la inmensa URSS y llegar sano y salvo a la capital persa? ¿y ello por segunda vez? Pensé que bien podía tratarse de otro evadido español que, para obtener más fácilmente una ayuda, había suplantado la identidad del famoso comandante de la 4ó División móvil de choque de la guerra española, la del hombre comparado un día al Chapaiev ruso y al Pancho Villa mexicano. El IRO, muy ocupado con millares de demandas y ya en proceso de liquidación, no parecía decidido a ocuparse de la solicitud de visado. ¿Por qué iba a intervenir yo?
Pero ¿y si se trataba efectivamente de él? Por su resistencia física y su audacia temeraria, ¿no había sido comparado también ese extremeño a sus antiguos coterráneos Hernán Cortés y Francisco Pizarro? Para salir de dudas tomé la resolución de pedir que me mandaran de Teherán, con el mayor secreto, seis fotografías reciente del llamado Valentín González. Las pedí utilizando mis buenas relaciones con los medios gubernamentales franceses. Ocho días después obraban en mi poder. Durante la guerra española El Campesino usaba barba, una barba que se hizo legendaria; el hombre de las fotografías aparecía completamente rasurado. Era el suyo un rostro terriblemente enflaquecido, demacrado, con un fondo al mismo tiempo de susto y de ferocidad; llevaba impresas en él las huellas de un prolongado e intenso sufrimiento, de una persecución constante, del hambre crónica; sus ropas y su traza toda más bien lo hacían parecerse a un bandido de película americana que a un mártir. ¡Pero era él! Lo reconocí principalmente por los ojos, unos ojos árabes, brillantes, acerados, voluntariosos, con destellos de orgullo y de desafío.¡Eran sus ojos! El Campesino había realizado el milagro de evadirse del infierno soviético por segunda vez! Ignoraba yo entonces que había hecho en 1946 otra tentativa frustrada.

¡Era preciso salvarle! ¿Pero podía salvarlo yo, precisamente yo? Durante la guerra española habíamos militado en campos opuestos, si bien en la zona republicana y antifranquistas intransigentes los dos; pero él, comunista fanatizado, bajo la dirección efectiva de los agentes enviados por el Kremlin; yo, con Andrés Nin y otros compañeros, al frente de un partido socialista independiente y, por la mismo, decididamente antistalinista. A los onces meses de guerra civil, y no obstante nuestra acción satisfactoria y revolucionaria sin lugar a equívocos, Moscú nos hizo encarcelar y procesar en pago de una de sus facturas políticas. Nin murió en Madrid (1)  a manos del comandante Orlov, enviado especial de Stalin y jefe de la NKVD en la capital española; yo tenía que morir a manos precisamente de El Campesino. Me salvó uno de los azares de la guerra: el general Queipo de Llano desencadenó una ofensiva en el frente de Extremadura y fue enviado El Campesino, el hombre de las situaciones difíciles y de los golpes duros, a restablecer la situación. El gobierno republicano me hizo trasladar de Madrid a Valencia, con otros compañeros, durante la noche y protegido por un capitán, tres tenientes y cincuenta guardias de asalto.
¿Podía yo ayudar al hombre que había estado a punto de fusilarme, al comandante comunista en torno al cual se había creado una aureola de fanatismo y de sangre Eso era ayer; hoy ese hombre había pasado por espantosos sufrimientos, había tenido la audacia de enfrentarse con Stalin y con su feroz NKVD y, con grave riesgo de su vida, había conquistado su libertad. Podía ser un magnífico testimonio respecto de la URSS y del estalinismo, precisamente porque se había batido y había hecho sacrificios en su favor quizá como nadie.


No vacilé un minuto más: abandoné mis trabajos literarios y mis tareas políticas europeístas y puse a disposición de El Campesino no sólo mi pluma, sino todos los recursos que ésta me había proporcionado. Puse asimismo en juego todas mis influencias para sacarle de Teherán, donde podía correr ciertos peligros, y trasladarle discretamente a la Europa occidental. Gran sorpresa se llevó viendo que era la mía la primera mano española que se le tendía. Siete u ocho veces afirmó la radio de Moscú que les debía a los norteamericanos su salvación, que había sido trasladado a los Estados Unidos y que se había convertido en un agente bien estipendiado de Washington. ¡Lo de siempre! Mientras tanto, viviendo con la mayor modestia en los alrededores de París -nadie sospechará nunca hasta qué extremos hubo de llegar esa modestia-, preparamos juntos, sobre la base de su relato y de su rica documentación, el libro La vida y la muerte en la URSS, publicado hoy en más de sesenta periódicos del mundo entero y editado repetidamente en varios países. (Consignaré entre paréntesis que en México se ha publicado una edición pirata, pésimamente retraducida del francés, que, naturalmente, no reconocemos) (2). 


 
Cuando se supo que El Campesino había conquistado su libertad, los comunistas españoles empezaron a decir que se trataba de una mistificación mía, que había muerto en la Unión Soviética y que, si era necesario, presentarían el certificado de defunción. Repliqué que, a su debido tiempo, yo presentaría su cuerpo. Y así fue: se presentó en el proceso hecho en París en torno al trabajo forzado en la URSS y su testimonio fue el más sensacional. Confieso que a mí mismo me parece a veces como un muerto salido de su tumba y que ha vuelto entre los vivos. 

 
El Campesino plantea un caso político 

 
Mi actitud para con El Campesino obedeció, ante todo, a un sentimiento político. El escritor yugoslavo Ciliga, ex militante comunista que residió durante varios años en la URSS, la ha definido como el país de la gran mentira o de la mentira desconcertante. Es el país de la cortina de hierro, detrás de la cual un Estado totalitario y policíaco ha reducido a la peor de las esclavitudes a un grupo de pueblos. Esa cortina de hierro divide, por otra parte, al mundo ya la humanidad en dos mitades y las condenas a un estado de guerra permanente, en espera de la más espantosa y catastrófica de las guerras. Pues ese Estado esclavizador y que amenaza la paz mundial, por un milagro de la propaganda y de la explotación del mito revolucionario, cuenta con fanatizadas quintas columnas en el mundo entero y sigue siendo popular ante importantes masas de población. Todo lo que contribuye a esclarecer la verdad ya debilitar al Kremlin y a sus quintas columnas favorece la causa de la humanidad y de la paz y debe ser aprovechado. La temeraria evasión de El Campesino y sus sensacionales revelaciones han encontrado eco universal. Desde este punto de vista es inmensa mi satisfacción, sobre todo porque semejante resultado ha sido alcanzado por la conjugación de nuestras solas fuerzas.

Pero son muchos los elementos, sobre todo en los medios de la emigración española, que condenan en su fuero interno -y algunos incluso públicamente- mi colaboración con El Campesino. Recuerdan su pasado. Yo tampoco lo olvido. ¿Cómo voy a olvidarlo, si estuve a punto de ser víctima de él? En una especie de confesión, que yo creo absolutamente sincera, él mismo explica su caso, su actitud en España y en la URSS: en España fue un comunista fanático, de tipo casi religioso como lo son millares y millares de comunistas quizá sin darse cuenta; en la URSS se hizo antiestalinista y tuvo el valor de proclamarlo y de afrontar las terribles consecuencias. ¿Su actitud en la URSS le rescataba de su actitud anterior en España? Léase su confesión -o su explicación- en los capítulos segundo y tercero de este libro y júzguese. En un banquete que se nos ofreció en La Habana yo dije que el verdadero heroísmo de El Campesino no fue el de España, donde cada obrero y cada campesino fue un héroe; su verdadero heroísmo, su heroísmo temerario y casi loco, fue el de la Unión Soviética. Recibido triunfalmente y admitido en la Academia Superior de Guerra con el grado de general de división de choque, pudo formar parte de la casta privilegiada, dueña de todo y de todos; abandonó, sin embargo, su situación para convertirse en un simple trabajador altamente explotado y, más tarde, en un bandido, pues el bandidaje es casi el único camino que puede seguir el rebelde primario en la Rusia de Stalin,y él fue no só10 un rebelde primario, sino un oposicionista consciente y decidido, cosa que se paga con el tormento inquisitorial de la Lubianka, con la deportación y con la muerte. Compárese la actitud de ese hombre con la de sus ex compañeros los Líster, Modesto, Cordón, fieles servidores del Kremlin; El Campesino no sólo expuso su vida en un supremo  rescate de sí mismo, sino que sigue exponiéndola a diario en su combate por la verdad contra el estalinismo. Yo, que como todos saben la vengo exponiendo por lo mismo desde hace veintidós años, sé lo que eso representa. Y sé que para muchos críticos de café, esa peligrosa lucha representa una especie de espectáculo quijotesco contra otros molinos de viento, cuando de lo que se trata efectivamente es del ser o no ser de la humanidad entera.


En la Alemania occidental -y concretamente en el angustioso Berlín cercado y martirizado por la NKVD- me plantearon abiertamente el problema. Allí no reviste una forma literaria, de simple especulación intelectual, sino concreta, dramática. En la Alemania soviética son numerosos los militantes comunistas que han cometido no pocas fechorías al servicio del Kremlin y que, por una razón o por otra, parecen dispuestos a pasarse -alguno que otro a pasado ya- a la zona occidental, al mundo libre. ¿Qué se hace con ellos? ¿Se les juzga por su pasado? Eso equivaldría a condenar a los otros a una fidelidad permanente al Kremlin, es decir, a consolidar al estalinismo. ¿No es preferible atraérselos, facilitarles la huida y luego su propio rescate en la lucha contra el totalitarismo estalinista y por la libertad humana? Mi respuesta fue mi presencia en Dusseldorf, en Colonia, en Bonn y en Berlín mismo aliado de El Campesino.


Puedo ampliarla con otros ejemplos. Cuando el proceso y la condena de Rajk en Budapest, el mundo occidental se agitó en un movimiento de solidaridad y de protesta por ese militante estalinista. Había sido un agente, y hasta ejecutor, de la NKVD; sin embargo, esa agitación fue políticamente justa, pues contribuyó a desenmascarar los métodos tenebrosos del estalinismo y a revelar la trágica realidad de las mal llamadas democracias populares. Lo  mismo puede decirse del caso de Kostov en Bulgaria y del  de Gomulka en Polonia. Hace unos meses se habló mucho en la prensa mundial de la eventual fuga de Clementis de  Checoslovaquia. Clementis fue el sucesor de Masarik en el ministerio de Negocios Extranjeros, quizá uno de los principales responsables de su muerte. Su fuga hubiera constituido un duro golpe para el estalinismo; yo lamento políticamente que fracasara y que cayera en manos de la NKVD, dando lugar a una terrible purga en los propios medios  comunistas checoslovacos, cada vez más descontentos de la servidumbre totalitaria y colonial que les impone el Kremlin.


Pero el caso más elocuente y fundamental es el de Tito. Su pasado es el de un agente típico del estalinismo, el de un satélite; hubo un momento en que se creyó la criatura número uno del Kremlin en los países dominados. Para suerte suya, Yugoslavia no fue liberada por las tropas soviéticas ni ocupada por ellas. La ruptura de Tito con el Kremlin ha constituido y constituye, como todo el mundo sabe, el factor de descomposición más positivo y valioso del bloque soviético de los registrados hasta ahora. Yo no soy titista y declaro, además, que el actual régimen yugoslavo no me da plena satisfacción, si bien reconozco que de un par de años a esta parte se ha registrado en él una cierta evolución democrática que no podrá detenerse ahí. Tito necesita la garantía y la ayuda de las potencias democráticas y un acercamiento -hasta llegar a la integración- con el socialismo democrático occidental que aspira a la unificación y a la defensa de Europa. Nada de eso debe faltarle. La Yugoslavia actual es y debe ser una de las 0trincheras más positivas del antiestalinismo. Todo el mundo en los países occidentales parece reconocer hoy esa verdad. ¿Para quién constituye un obstáculo el pasado de Tito? Pero ¿se establece un distingo entre Tito yEl Campesino porque el primero es hoy mariscal y jefe de Estado y el segundo no es más que un pobre refugiado al que le pueden pegar cinco balazos en la primera esquina? Contra semejante injusticia me levanto yo enérgicamente.

Se quiere la descomposición de los países satélites del Kremlin y de los partidos comunistas a través del mundo. Para ello hay que saber atraerse a sus elementos más sanos, más inquietos, más rebeldes e independientes. Hay que atraérselos y hay que ayudarles a hacer su experiencia, a independizarse del todo, a convertirse en los peores enemigos del Kremlin. Lo sé por experiencia -y lo sabe también Moscú-: los que son capaces de romper, sincera y decididamente, con el estalinismo se convierten en sus enemigos más peligrosos. Entre mis mejores amigos y compañeros de la Europa occidental hay no pocos ex militantes comunistas responsables que pidieron o desearon mi fusilamiento. Nuestra colaboración hoy me prueba que tenía yo razón ayer. Más no se trata de una pequeña satisfacción personal. Se trata de salvar al mundo de los tremendos peligros que lo amenazan. ¿Tenemos derecho a sacrificar el presente y el porvenir en nombre del pasado? 

 
Retrato de El Campesino 

 
Su retrato tísico y -a grandes rasgos- biográfico ya he tratado de hacerlo en la introducción a La vida y la muerte en la URSS. Trataré de hacer ahora, en unas breves líneas, su retrato moral y político. No es muy complicado. Puede decirse que durante los dos años y medio últimos apenas nos hemos separado y creo, por tanto, conocerlo bien.


El Campesino posee los grandes defectos y las grandes virtudes del pueblo español. El pueblo español, recio, individualista, pasional, natural y sanamente orgulloso, no puede ser nunca un pueblo de comunistas a la manera rusa. Los comunistas españoles creo que lo han sido y lo son por error. Porque no conocen la realidad soviética. Porque, no obstante reconocerle defectos transitorios, creen aún hoy que el comunismo representa la pasión libertaria de justicia y de emancipación social, cuando no es otra cosa que una monstruosa maquinaria trituradora del individuo y de los pueblos, una tiranía y una injusticia perennes. Las cifras que trae El Campesino de la URSS, y que yo no me canso de repetir, lo dicen todo: de 6.000 comunistas españoles y miembros de las Brigadas Internacionales que llegaron a la URSS, cuando se evadió a fines de 1948 quedaban apenas 1.200 y de éstos puede decirse que podían seguir considerándose comunistas convencidos unos 150 ó 200 a lo sumo. Y aun sobre éstos hace grandes reservas. Para los españoles, sobre todo, la URSS de Stalin es una magnífica escuela de antiestalinismo.

El padre de Valentín González era anarquista. Y eso fue él siempre en realidad: un anarquista nato. Un rebelde, un individualista. Es un temperamento impulsivo, pasional. Posee inmensas energías a las que necesita encontrarles empleo. Es, en suma, una auténtica tuerza de la Naturaleza con una absoluta pasión de justicia en el fondo. Cayó en el comunismo por verdadero error, creyendo que era otra cosa. Estoy seguro de que fue sincero en su error. Tuvo innúmerables conflictos con la dirección del partido comunista español y con los agentes enviados a España por el Kremlin; si no hubiera gozado de tan gran popularidad en la 46 División, que llevaba su nombre y parecía hecha a su imagen y semejanza, es evidente para mí que lo hubieran suprimido. Estuvieron a punto de hacerlo. En Teruel lo dejaron cercado para que lo mataran los franquistas y poder convertir después su cadáver en una bandera. Pero El Campesinoes, según la expresión española, muy duro de pelar.

Era fatal que, comunista por error en España, fuera un antiestalinista en la URSS. Por eso le cerraron toda posible salida legal al extranjero y hubo de pensar, con toda la fuerza de su temperamento, en la fuga. Su única salida era ésta: la evasión o la muerte. Todo menos resignarse al infierno.


Lo afirmo con toda sinceridad y toda honradez: he descubierto que ese hombre, aureolado por la brutalidad y la sangre, es en el fondo un tímido y un buenazo. Claro está que los buenazos y los tímidos en la vida corriente pueden ser terribles cuando se desatan las pasiones y un impulso, que me atrevo a llamar diabólico, lo arrastra todo. Y la España de 1936 a 1939 conoció ese estado pasional y casi diabólico. No quiero disculpar con esto algunas de sus acciones, como no puedo disculpar las de otros muchos, trato de explicarme tan sólo, con la mayor objetividad posible, un caso individual en el marco colectivo. Ya he explicado en otra parte que en determinados momentos y países los hombres llevan la muerte en las manos; éstas se habitúan a matar casi solas y sin intervención de la conciencia. Pues en la vida corriente El Campesino es un hombre fundamentalmente bueno. En España expuso no pocas veces su vida por salvar a sus compañeros. La expuso por rescatar el cadáver de su comisario político, el excelente escritor y periodista cubano Pablo de la Torriente, cuyos restos ha prometido devolver un día a su patria. Ya he explicado el robo del camión de comestibles, hecho que pudo costarle muy caro, para que comieran los niños españoles abandonados. Y en Kokand, en medio del desbarajuste de la guerra, mientras cada cual procuraba para sí, él robó y robó para que no les faltara nada a los viejos refugiados españoles. Ese hombre no vive para sí y le creo capaz en cualquier momento de darle su camisa al que la necesite o de exponer su vida quijotescamente por corregir una injusticia. No pretendo con esto cambiar la opinión de nadie; me limito a proclamar una cosa que sé cierta.


El drama de ese hombre es de los que no pueden expresarse con palabras. En Extremadura, los falangistas colgaron de un árbol a su padre y a su hermana. Su hermano menor fue fusilado al final de la guerra. Su mujer y sus tres hijos han desaparecido en la España franquista (3). El Campesino no es de los que lloran fácilmente; yo lo he sentido llorar por dentro recordando a su compañera y a sus hijos. Todo lo sacrificó por la causa del comunismo. ¡Y luego descubre que el comunismo estalinista no es otra cosa que una inmensa y desconcertante mentira! En lugar del paraíso de los trabajadores ha descubierto el verdadero infierno sobre la tierra. Para evadirse de ese infierno ha tenido que dejar en él a su nueva esposa, rusa e hija de un general y a su hijita nacida en Moscú. Nada ha vuelto a saber de ellas. Se ha quedado solo con su inmenso drama. ¿Solo? Cuenta con muchos y encarnizados enemigos, pero cuenta también con millones de compañeros en el vasto mundo, en ese mundo sobre el que pretende el Kremlin imponer su dominación. 


 
Ya no hay derecho a ignorar la verdad 


 
Hay quienes ponen en tela de juicio no sólo los horrores que sobre el infierno soviético describe El Campesino en su libro La vida y la muerte en la URSS, sino incluso el hecho de su evasión. Un viejo y sesudo periodista cubano, que tras de pasarse la vida cambiando de casaca política ha acabado en un reaccionario recalcitrante jaleado por los estalinistas -tipo mucho más frecuente de lo que se cree en nuestro tiempo-, tras de administrarle a Valentín los más altisonantes epítetos, llega a la peregrina conclusión de que bien puede haber montado su evasión el propio Kremlin para que le sirva mejor de agente y de espía tras un disfraz antiestalinista, no sólo porque con antelación a su fuga se habían hecho públicos los testimonios de que hablo al comienzo sobre su ruptura con el estalinismo y las largas y terribles persecuciones que ello le valió, sino porque toda persona de mediano juicio debe saber que el Kremlin dispone de espías a través del mundo mucho más eficientes, sin necesidad de pagar el alto precio que supone una campaña antiestalinista de resonancias internacionales como la que viene realizando El Campesino.


Si su testimonio sobre ese infierno hubiera sido el primero o el único de esta postguerra, no hubiera parecido sorprendente el escepticismo de ciertas gentes. El gran jurista judío polaco Jules Margolin, ex simpatizante comunista que, sin conocer la causa, hubo de pasarse cinco años en los campos de concentración de las regiones polares -los mismos que ha conocido El Campesino-, dice al final de su magnífico libro La condición inhumana que lo verdaderamente hiriente y doloroso para él fue la incredulidad de sus antiguos compañeros de ideas al escuchar su relato. Creyeron en un caso de alucinación. ¡Y es que son cosas tan monstruosas y tan inverosímiles! El mismo Valentín reconoce sinceramente al final de su libro que si en lugar de vivirlas se las hubieran contado, por muy antiestalinista que hubiera sido quizá se hubiera negado a creerlas. Durante su primera evasión a Teherán ya había roto todo lazo orgánico y político con el estalinismo; sin embargo acusaba de fascista a su compañero de fuga porque había comprendido cosas que él estaba aún lejos de comprender. Y ya en manos de la NKVD y de paso para la Lubianka de Moscú, acusó indignado de fascistas a los presos de Tiflis por los horrores que iban relatándole. No se lo perdona ahora. No se perdona el haber acusado a su compañero Lorente, el joven y valeroso piloto español que, por culpa de su incredulidad, pudre tierra en una de las múltiples e inmensas tosas comunes de la Unión Soviética. Ni a los mártires de la prisión de Tiflis, probablemente muertos todos ya.


Pero hoy el escepticismo de ciertas gentes resulta ya una complicidad y un crimen. En efecto, existe ya una abundantísima literatura autobiográfica sobre la infernal realidad soviética y los testimonios siguen multiplicándose casi hasta la saciedad. Los procesos intentados en París por Víctor Kravchenko y por el escritor francés David Rousset, así como la ulterior reunión en Bruselas de la comisión de encuesta internacional en torno al trabajo forzado, han permitido escuchar a más de cien testigos; todos coincidieron en lo esencial, todos vinieron a vaciar públicamente sus bien repletos sacos de horrores hasta formar  un horror eterno y universal. Y los tristes juriconsultos al servicio del Kremlin no podían oponer otra cosa que torpes dicterios, insultos groseros, conceptos manidos y vacíos de contenido. ¡Pero ni una sola contraprueba! En los tiempos que aún me atrevo a llamar heroicos del comunismo, eran sus militantes -yo entre ellos- quienes congregaban muchedumbres o provocaban procesos para denunciar a la faz del mundo los crímenes de las dictaduras negras; ahora es la opinión liberal y progresiva del mundo quien tiene que provocarlos contra los verdugos totalitarios del Kremlin y son los estalinistas los que quieren condenar a los protestatarios al silencio. ¿Por qué no permiten Stalin, Molotov, Beria y Malenkov que la comisión de encuesta internacional, en la que tienen cabida los propios comunistas, investigue la verdad o el infundio de las acusaciones? Con las debidas garantías, El Campesino se ha ofrecido oficialmente a acompañar a esa comisión y a indicar las inmensas extensiones cubiertas de campos de trabajo forzado y de vastísimas huesas apenas tapadas de tierra endurecida por la nieve. ¿Y por qué la cortina de hierro, comunistas y equívocos compañeros de ruta del comunismo? ¿Qué se quiere ocultar tras ella a los ojos del mundo civilizado? ¿Acaso el paraíso sobre la tierra, un régimen superior a los otros regímenes conocidos, la obra de creación de unos inmensos pueblos libres y en marcha hacia el ideal de redención humana? Si todo eso fuera cierto, ¿qué interés habría en ocultarlo y en sustituir su visión directa por los artículos exaltadores y los fotomontajes paradisíacos de una propaganda tan costosa casi como los armamentos soviéticos? Se quiere ocultar la verdad, esa infernal y peligrosa verdad que ha convertido al fanático estalinista que era El Campesino en el acérrimo enemigo del estalinismo que es.

¿Acaso los militantes comunistas y algunos de sus compañeros de ruta ignoran esa verdad? La ignora sin duda la aplastante mayoría de los militantes de la base y la de los cuadros medios; ya se sabe que para ellos el estalinismo ha acabado siendo una religión inconmovible, al punto de que se prohíben a sí mismos, con sacrosanto horror, toda lectura capaz de determinar en ellos una simple duda. Son ya mentes anquilosadas y pétreas, ideológicamente encadenadas, uniformadas por una férrea disciplina. Pero los otros, los militantes de los cuadros superiores y de dirección, esos saben la verdad y se la callan o la niegan con obstinación. Todos o casi todos han estado en la Unión Soviética y la han visto en la andrajosa miseria de los obreros, en sus rostros enflaquecidos, en sus ojos escépticos y desesperados. No han visto los campos de concentración, que constituyen un secreto de Estado; pero conocen su existencia y la justifican como justifica el accionista la explotación de la empresa de la cual vive. Yo mantengo hoy fraternal relación con un buen número de ex militantes comunistas que durante largos años multiplicaron los ataques contra mí por mi ruptura con Moscú en 1929; todos me han confesado que cada viaje a la URSS era para ellos motivo de amarga tristeza, de vergüenza y de tormento interior. Sin embargo el lento trabajar de su conciencia necesitó un choque brutal y decisivo para ver completamente claro: fue el pacto Hitler-Stalin.


¿Y qué decir de los llamados compañeros de ruta? Aquí hay de todo: una variedad como la de la fauna y la flora. Con tal de que suene un poco, los comunistas tratan de meter en su saco cualquier cáscara de nuez o cualquier baratija usada. Abundan los ingenuos y los tontos de capirote, incapaces de ver ni comprender nada y que se dejan pescar siempre con los bellos anzuelos de la propaganda soviética. Cuenta ésta con los más hábiles y diestros pescadores profesionales; mueven sus cañas a maravilla entre poetas y poetastros, escritores y escritorzuelos, artistas y simples artesanuelos con pretensiones artísticas, científicos de auténtica valía y otros de vulgar manual. Aspiran los unos a conquistar laureles y otros simplemente a que les redoren los ya marchitos. ¡Disponen de tales medios de publicidad y de corrupción los comunistas! Se tropiezan éstos de vez en cuando con algún idealista sincero, linterna en mano y en afán de causa; le ponen en seguida en algodón en rama. Uno de esos, buen médico español rayando ya en la chochez, me preguntó en cierta ocasión con ingenuo asombro: “¿Entonces usted cree que no hay libertad de prensa en la URSS?” Aliado de éstos dominan los pillos, toda una picaresca de la política que  no alcanza a situarse y, desde luego, no pocos despechados en postura de ultimátum: “O me dan ustedes la que pido o me hago comunista”. Y así se ha ido juntando, en los establos moscovitas, lo peorcito de cada familia y de cada rama política y profesional; las gacetas comunistas los inciensa y les hace creer que son lo mejorcito. Día llegará en que abandonarán la galera como ratas asustadas; pero hoy por hoy están cubriendo las peores monstruosidades y los peores crímenes. 

 
¿Quién costea nuestros viajes? 

 
Según Moscú y sus secuaces en los diferentes países, El Campesino pudo huir de la URSS y llegar luego a la Europa occidental gracias a los dólares americanos. Él y yo secretamente ya estábamos al servicio de los angloamericanos durante la guerra civil española. ¿Pero no me hicieron entonces un proceso a mí, y querían que me fusilara El Campesino, como agente de Hitler y de Mussolini? ¿Por qué no se ponen de acuerdo a través del tiempo y del espacio? La radio de Moscú afirmaba también, antes de saber que lo tenía guardado yo en los alrededores de París, que residía ya en los Estados Unidos, cuando tenemos la convicción de que si solicitara un simple visado norteamericano se lo negarían. Ya he explicado cómo salió de Teherán y llegó a París. No sólo gasté para ello y para su sostén todo mi dinero, sino que contraje deudas por trescientos cincuenta mil francos. No me dignaría darles estas explicaciones a los servidores del Kremlin; las doy para esa zona que se pretende neutral y que, muchas veces sin darse cuenta, se complace en repetir las miserables calumnias de los estalinistas. Diríase que no conciben que pueda hacerse nada por propio e independiente impulso. No ha sido necesario que nos ayudaran los norteamericanos, pero si lo hubiera sido y nos hubieran brindado su ayuda para salvar al evadido de la URSS, no tengo por qué recatarme en decir que la hubiéramos aceptado. Pero así nuestra acción antiestalinista es más meritoria y tiene mucho más alcance.

Pero ¿quién sufraga nuestros gastos de viaje? Los actos celebrados en Francia han sido organizados por las formaciones políticas y sindicales obreras y no nos han reportado un solo céntimo. A Alemania fuimos invitados por nuestro editor, por dos importantes empresas de radio de Berlín y por las organizaciones obreras y de resistencia al estalinismo. Se limitaron a cubrir nuestros gastos. Guardamos un recuerdo emocionante de ese viaje, sobre todo del espíritu que observamos en Berlín. Algo semejante al Madrid de nuestra guerra civil.

A Cuba hemos ido invitados por la magnífica Confederación de Trabajadores. Se nos ha dispensado una recepción extraordinaria en toda la isla. Los estalinistas y alguno que otro alquilón suyo nos han atacado sañudamente; todos los sectores y todos los periódicos democráticos se han puesto a nuestro lado. Nos recibió cordial y campechano el doctor Carlos Prío Socarrás, entonces Presidente de la República. Pero nuestra sorpresa mayor la constituyeron la CTC y su estupendo equipo dirigente: su dinámico y talentudo secretario general, el senador Eusebio Mujal; Suri Castillo, muerto trágicamente mientras estábamos allí; Cofiño, Irigoyen, Jesús Artigas, Buenaventura López, Abelardo Iglesias... En tiempos del Presidente Batista, los comunistas imponían una verdadera dictadura en la isla gracias al monopolio de la CTC; la combatividad y la clarividencia del equipo que rodea a Mujal, hombre enérgico y como tallado en piedra, ha permitido el rescate de esa potente organización, columna inconmovible de la cubanidad independiente y democrática.

A México no ha sido posible traer a El Campesino por el momento. Los estalinistas, representados principalmente por los pintores Alfaro Siqueiros y Diego Rivera, se han entregado al más repugnante chantaje matonista. Siqueiros conquistó en la retaguardia española el título de Coronelazo mientras Valentín González cosechaba en el frente once heridas; después doró el primero sus laureles de combatiente esforzado figurando, disfrazado de militar -siempre ha tenido que disfrazarse para ser algo-, en el primer asalto a la casa de León Trotski, mientras El Campesino rescataba dignamente su pasado abandonando sus privilegios y manteniendo una resistencia heroica de diez años. ¿Y ahora se ha valido Siqueiros de cobardes artimañas para impedir que se oiga en México la voz acusadora de El Campesino? ¿y le acompaña en tan triste empresa el veleidoso Diego Rivera, ayer babeante de admiración ante Trotski y hoy amigo y servidor de sus asesinos? Lo único que lamento es que un funcionario de origen español, pero hostil no se sabe por qué a los refugiados españoles, les haya prestado oídos. Todo esto no modifica en lo más mínimo, claro está, mi firme y arraigado amor hacia un México. que, felizmente, no representan esos hombres.
París, diciembre de 1952.

Notas del autor
 
(1) Sobre la base de numerosos testimonios, en el curso de los dieciocho meses que hube de pasar de checa en checa y de las cárceles oficiales, en Barcelona, Madrid y Valencia, y ulteriormente gracias a la revelaciones que me hicieron en
México Jesús Hemández, ministro de Educación Nacional, y Enrique Castro Delgado, organizador español del Quinto Regimiento, Andrés Nin, secuestrado en un pabellón de Alcalá de Henares, fue conducido a El Pardo y allí torturado y finalmente asesinado por los principales agentes de la NKVD (hoy KGB). Véase mi libro El proceso de Moscú en Barcelona (El sacrificio de Andrés Nin).
(2) Y otra edición pirata en Madrid, en noviembre de 1953, con el título Yo escogí la esclavitud, escandalosamente anunciada en los periódicos sometidos al franquismo.
(3) En el curso de 1977, en su primer viaje a España, descubrió que vivían y ha regularizado su situación familiar con ellos.
 
  
Edición digital de la Fundación Andreu Nin, septiembre 2002










Valentín González



Vida y muerte de Valentín González


Valentín González "El Campesino" (1/5)



Valentín González "El Campesino" (2/5)


Valentín González "El Campesino" (3/5)


Valentín González "El Campesino" (4/5)


Valentín González "El Campesino" (5/5



La vida y la muerte en la URSS




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