miércoles, 6 de abril de 2016

Escritos de Andreu Nin y Joaquín Maurín durante la II República. ¿Revolución democrático-burguesa o revolución democrático-socialista?




La Nueva Era (2ª época), núm. 4, mayo de 1936


Los comunistas stalinistas -prácticamente ex comunistas- afirman que nuestra revolución es de tipo democratico-burgués. Esto tiene consecuencias políticas extraordinariamente graves. Significa colocar al proletariado en un segundo plano desempeñando el papel de espolique, de auxiliar de la burguesía.


Los socialistas siguen navegando en medio de un mar de confusionismos y de falta completa de horizontes teóricos. En el fondo, creen también -y actúan en consecuencia- que la revolución es democrático-burguesa.


Esta posición doctrinal, y táctica como consecuencia, de comunistas (?) y socialistas es la causa principal de la lentitud del proceso revolucionario.


Frente a socialistas y comunistas, hay un sector marxista, el nuestro, que parte del supuesto de que estamos en presencia, no de una revolución democrático-burguesa, sino democrático-socialista o para mayor precisión, socialista.


La burguesía, clase reaccionaria


La burguesía fue una clase revolucionaria desde que empezó a manifestarse en el curso de la Edad Media y sobre todo durante los siglos XVI, XVII y XVIII, y luchaba contra el feudalismo y contra la Iglesia.


La burguesía, tras una serie de combates seculares que algunas veces adquirieron un esplendor épico –Revolución inglesa y Revolución francesa-, conquistó el poder político en un gran número de países. La burguesía organizó un sistema económico: el capitalismo. Ahora bien, de la misma manera que de los flancos del viejo feudalismo nació una clase social nueva -la burguesía- que debía acabar con él, de los flancos del capitalismo surgió el proletariado, cuya misión histórica era ser el heredero, continuador y destructor a la vez de la burguesía.


La burguesía, de clase revolucionaria con relación al feudalismo, se ha transformado en conservadora y reaccionaria con respecto al proletariado.


Esta transformación de la burguesía empieza a manifestarse a medida que el feudalismo cae hecho trizas y, en cambio, la clase trabajadora se desarrolla al calor de la fábrica y de la gran empresa. Es en la revolución de 1848 que se nota experimentalmente este cambio, adquiriendo en 1871, en la Commune francesa, proporciones gigantescas.
Esta evolución de la burguesía en sentido retrógrado, en oposición al crecimiento y al desarrollo revolucionario del proletariado, se acentúa más y más durante el siglo xx, época de imperialismos.


La primera revolución que surge en el siglo xx es la de Rusia, en 1905. Aun cuando en Rusia había que liquidar el feudalismo, se demostró palpablemente que la burguesía ya no era una fuerza revolucionaria y que la única clase verdaderamente progresiva era el proletariado. Solamente la clase trabajadora podía llevar la revolución adelante. La falta de un verdadero partido revolucionario que desempeñara las funciones de eje del proletariado y supiera buscar aliados, al campesino principalmente, determinó el fracaso de la revolución. La burguesía, después de algunas fluctuaciones, acabó por ligarse con el zarismo feudal contra la clase trabajadora.


En 1917 vuelve a plantearse el problema como en 1905. Pero el movimiento obrero tiene ante sí la experiencia de doce años atrás. Mientras que el socialismo reformista, el menchevismo, pretende que la revolución rusa es una revolución democrático-burguesa, el marxismo revolucionario, representado por Lenin y Trotski, opina que el proletariado debe ir a la conquista del poder político para llevar a cabo la revolución burguesa, que la burguesía es incapaz de hacer, e iniciar la revolución socialista.


No hay necesidad de que nos extendamos en consideraciones para demostrar que la posición bolchevique era justa frente al menchevismo. Lo asombroso, aparentemente, es que quienes se dicen continuadores del bolchevismo, cuando en España tea un problema parecido al de Rusia en posiciones que en aquella época defendían los Dan, Tsereteli, Kerenski, etc. Digo aparentemente porque, analizada la cosa a fondo, no hay por qué extrañarse. El comunismo de la época stalinista -y esto me propongo demostrarlo en un próximo artículo- es menchevismo de la peor especie, no teniendo nada, absolutamente nada que ver con el bolchevismo clásico.


La Revolución rusa, o mejor dicho, las tres revoluciones rusas, la de 1905 y las dos de 1917, son para la revolución proletaria lo que para las revoluciones burguesas fue la Gran Revolución francesa de fines del siglo XVIII: el guión ejemplar.


En Italia, en Alemania, en Austria, la socialdemocracia se empeñó en estabilizar la revolución sobre el flanco democrático-burgués. Quiso quedarse en el 1905 ruso sin llegar al Octubre de 1917. El fracaso no ha podido ser más contundente. Los trabajadores de dichos países y el propio proletariado internacional sufren ahora las consecuencias de las faltas del socialismo reformista, obstaculizando el triunfo de la revolución socialista.


El fascismo no es solamente la denegación política de la burguesía. Es también un castigo, un azote devastador, que la historia inflige a la clase trabajadora por su falta de audacia revolucionaria, por sus pecados reformistas.


Socialismo o fascismo


Cuando la Internacional Comunista, en 1935-1936, ha dado por liquidadas todas las perspectivas de revolución socialista mundial y ha puesto como mascarón de proa el «democracia o fascismo», parece que damos un salto hacia atrás de más de cien años. Lo que ahora es el fascismo entonces era la reacción feudal.

Al parecer, para los teorizantes de la Internacional Comunista -muchos de ellos antiguos mencheviques- en el mundo no ha pasado nada durante los últimos treinta años.


Demuestran, en primer lugar, una incomprensión total, absoluta, de lo que es el fascismo. El hecho de oponer dos términos abstractos, «democracia» y «fascismo», evidencia su situación fuera del marxismo.


La burguesía, cuando ha conquistado el Poder en lucha implacable contra el feudalismo, se ha sentido dictatorial. La dictadura burguesa era entonces progresiva. Cromwell, Robespierre simbolizan este estadio histórico.


A medida que el proletariado crece, formula demandas. Quiere tener un lugar bajo el sol. Pide pan y para garantizarlo organiza sus sindicatos. Necesita libertad que hay que arrancar a dentelladas al Estado capitalista. y para eso constituye sus partidos políticos.


La lucha de la clase trabajadora contra la burguesía, en una época en que el proletariado no ha alcanzado todavía su mayoría de edad, cristaliza adquiriendo formas democráticas. La burguesía, guardando los resortes del poder político y económico, se ve obligada a hacer, sin embargo, concesiones en ambos dominios, ya que no le es posible prescindir de la clase trabajadora.


El verdadero generador de la democracia no lo es la burguesía, sino la clase trabajadora. Solamente aquella clase social que es la mayoría de la población puede ser un defensor consecuente de la democracia hasta las últimas consecuencias. La burguesía ha puesto siempre dificultades a las conquistas democráticas después de vencido el feudalismo. La lucha por el sufragio universal, por la libertad de asociación, reunión y expresión es el barómetro que ha medido la gran presión del movimiento obrero, efectuada a veces a través de los partidos liberales de la burguesía, con vistas a la conquista de posiciones democráticas.


Ahora bien, hemos entrado en la fase de la decadencia capitalista. La burguesía comprende que el proletariado ha alcanzado la madurez y se prepara para llevar a cabo la sustitución. Una situación de democracia, naturalmente, favorece al movimiento obrero para prepararse con objeto de librar la batalla final.


Y ante esa situación, la burguesía, que ha sido democrática a regañadientes cuando la democracia favorecía a la clase trabajadora, marcha atropelladamente hacia la liquidación de todo vestigio democrático. Es la evolución hacia el fascismo.


El fascismo es una nueva forma de dominación de la burguesía que consiste en entregar el poder político a un puñado de “condottieris” y aventureros sin escrúpulos, regimentados, que lo ejercen despóticamente destruyendo toda organización obrera y todas las formas democráticas ganadas por la clase trabajadora. De este modo la burguesía, cuya capacidad de dirección política se ha agotado, se siente segura en el orden económico y hace esfuerzos por mantener con dificultades un régimen social que está en oposición con los intereses de la mayoría de la población, en contradicción con las necesidades del conjunto de la Humanidad.


¿Cómo es posible, pues, oponer democracia a fascismo?


La democracia, por lo que respecta a la burguesía, corresponde a un período superado. La burguesía no encarna ya la democracia, sino la dictadura de tipo fascista o fascistizante. La democracia está hoy vinculada al movimiento obrero, al triunfo del proletariado. Plantear el problema de la democracia -que es adjetivo y no sustantivo- significa abordar la cuestión de la toma del Poder por la clase trabajadora. Hablar de democracia al margen del socialismo es como creer que la luna puede ser atraída a la tierra utilizando una lente gigantesca. La óptica no se transforma en mecánica, sino en fantasía.


Pretender mantener la cuestión histórica en la estrechez de «democracia o fascismo» es un crimen imperdonable, ya que no será la burguesía la que picará en el anzuelo, sino que una tal concepción, a modo de valla, detendrá el movimiento revolucionario de la clase trabajadora en los momentos en que las circunstancias le son más favorables, dando así tiempo a la contrarrevolución fascista para prepararse. En una palabra, se repetiría lo que los mencheviques deseaban en Rusia en 1917 y lo que triunfó en Italia, Alemania y Austria, esto es, esforzarse en mantener la revolución dentro de los cuadros de la burguesía mientras que la burguesía evoluciona a marchas forzadas hacia el fascismo.


Una revolución burguesa


La fase histórica de las revoluciones burguesas corresponde a los siglos XVIII y XIX.


En esa época la burguesía española no supo hacer su propia revolución. y no la hizo porque el poder del feudalismo, por una serie de razones que no hemos de estudiar ahora, era tan abrumador y el peso de la burguesía tan débil relativamente, que no fue posible la victoria de la revolución burguesa como en otros países.

Los residuos feudales se agruparon alrededor de la monarquía. El combate contra la monarquía sintetizaba la primera etapa de la revolución libertadora.


La burguesía hizo posible la restauración de la monarquía en 1874 y no fue capaz más tarde de derrumbarla. Era ésta una misión que incumbía a la clase trabajadora.


A medida que el movimiento obrero ha ido desarrollándose durante el siglo xx y adquiriendo conciencia de clase, el problema de la revolución ha ido precisándose.


La monarquía, y con ella todo un sistema orgánico semifeudal-burgués, se hundió el 14 de abril de 1931, no simplemente a causa de unas elecciones, sino como resultado de una amplia movilización y de una intensa presión de las masas trabajadoras.


Al caer la monarquía se hundía también, en parte, el régimen capitalista existente en España. Históricamente el 14 de abril significaba el comienzo de la marcha hacia la revolución socialista.


Sin embargo, la socialdemocracia hizo esfuerzos indecibles con objeto de ayudar a la burguesía a llevar a cabo una «decorosa» revolución burguesa.


Mas todo aquello fracasó porque no es posible, ni aún con inyecciones de sangre proletaria, dar vigor revolucionario a una clase social, la burguesía, que ha entrado en su fase de decadencia.


Los problemas fundamentales de la revolución democrática quedaron sin resolver.


Lo que es conocido en nuestra Historia reciente por el «primer bienio» no fue, en resumidas cuentas, más que la demostración contundente de la imposibilidad de que la burguesía realice la revolución burguesa, y la evidenciación simultánea de que no hay manera de establecer una solución de continuidad entre la revolución democrática y la revolución socialista, como se habían propuesto nuestros socialdemócratas.


El 19 de noviembre de 1933 triunfaban en una consulta electoral los representantes de lo que en apariencia había sido vencido el 14 de abril de 1931. En dos años y medio, las fuerzas reaccionarias antes agrupadas alrededor de la monarquía habían conseguido rehacerse, presentar batalla y ganarla.

La prueba no podía ser más convincente. La revolución democrático-burguesa había sido una monstruosa superchería.


La burguesía marchaba a paso de carga hacia posiciones eminentemente fascistas. Seguía el mismo rumbo que la de los otros países.


Octubre de 1934


El proletariado español, aleccionado por lo que había sucedido en Alemania y Austria, se dispuso a librar batalla contra el fascismo en ciernes antes de que éste estuviese bien organizado y en condiciones de poder vencer a la clase trabajadora.


Tuvo lugar la gesta heroica e histórica de Octubre de 1934, culminando en la gloriosa insurrección de Asturias.


El movimiento de Octubre no fue de tipo republicano, democrático-burgués. Fue eminentemente socialista.


Octubre significa una reacción violenta contra la torpe política de reformas de 1931-33 y por el paso audaz a los dominios de la revolución socialista.


Es el proletariado quien lucha en Octubre. y lucha contra la burguesía reaccionaria incorporada a la República. La pequeña burguesía, el republicanismo de izquierda, cuando surge la gran explosión de Octubre, se inhibe atemorizada o hace un gesto de rebeldía para entregarse luego con armas y bagajes, decapitando el movimiento.

Octubre es derrotado, pero no vencido. La clase trabajadora de todo el país ha sido alertada por la acción revolucionaria y,  lejos de sentirse aplastada, trabaja subterráneamente, continuando lo que Octubre esbozó.


Octubre fue el prólogo de la segunda revolución, de la revolución socialista. El movimiento obrero, después de haber escrito con su sangre y con sus esfuerzos ese prefacio, se prepara para pasar a nuevas acciones.


En las elecciones del 16 de febrero queda derrotada la contrarrevolución. La lucha del 16 de febrero es la continuación, en una forma legal, de Octubre de 1934. La disputa se libra en torno a la cuestión de Octubre. La bandera principal es la de  la amnistía y la readmisión de los obreros despedidos. Triunfa Octubre, es decir, el movimiento obrero. Triunfa la idea de la  revolución socialista.


Sin embargo, por una de esas frecuentes paradojas de la Historia, quien ocupa exteriormente un primer lugar, el que aparece
como primer vencedor es la pequeña burguesía, es el movimiento republicano. y son los republicanos los que pasan a ocupar el
poder, apoyándose, eso sí, sobre dos partidos obreros: el socialista y el comunista.


Una vez más, la política española aparece descentrada, manifestándose una contradicción entre lo que es y lo que debiera  ser. La aplastante mayoría del país es socialista -entendiendo por esta palabra el movimiento obrero de tendencias transformadoras-. Los trabajadores de la ciudad, como los campesinos, no aguardan nada de la República  seudo-democrática. Sus esperanzas van más allá. Van hacia perspectivas de una nueva estructuración social.


Pero el poder es usufructuado por partidos ficticios que no representan más que un equívoco. Ni Azaña, ni Martínez Barrio,  ni Companys tienen una fuerza real detrás de sí. La pequeña burguesía no ha tenido nunca en España un considerable peso específico. y la gran burguesía no se encuentra detrás de Azaña, Companys y Martínez Barrio, sino que va situándose abiertamente al lado de la contrarrevolución fascista. Los partidos republicanos que detentan el poder no son otra cosa, de hecho, que el exponente de la falta de voluntad de los partidos obreros -socialista y comunista- para lanzar la clase trabajadora por los senderos que conducen a la toma violenta del poder.


Se repite aquí algo análogo a lo que ocurrió en Italia en 1919 y 1920. «El país era socialista -decía un observador-, pero el socialismo no sabía qué hacer con el país.» En efecto, España, todo el país desea una revolución socialista, pero los que debieran ser los impulsores más decisivos, se mantienen en la actitud estática de la política del Frente Popular, o lo que es lo mismo: se empeñan en que la revolución no desborde la linde que le ha trazado la burguesía.


Aunque es difícil poner vallas al campo, detener un torrente impetuoso, paralizar la marcha de la Historia.


Lo sorprendente e interesante de este momento es que las masas están por encima de sus directivos y de sus partidos. El movimiento de contraofensiva que tuvo lugar en todo el país hasta septiembre de 1934 fue un movimiento intuitivo de las  masas. Octubre fue asimismo una acción de masas sin dirección central coordinadora. La batalla del 16 de febrero de 1936 representa otro triunfo de las masas. La amnistía, arrancada en seguida por imposición de abajo, también. La huelga general del 17 de abril declarada en Madrid en oposición con los organismos directivos, por la presión de las masas, ha sido el último ejemplo, y no el menos importante.


Las masas están bien, admirablemente bien. Pero un marxista no puede creer en una constante capacidad espontánea de las  masas. Las masas necesitan absolutamente un partido revolucionario dirigente dotado de una justa política marxista.


El inevitable fracaso de la situación actual


Azaña, en la presidencia del Gobierno y en la probable presidencia de la República, apoyado por socialistas y ex comunistas, se propone -dice- estabilizar la situación, consolidando la República democrática. ¿Tendrá Azaña y los que le sostienen más fuerza persuasiva, más poder dominador y convincente que la socialdemocracia alemana y austriaca? ¿Lograrán ellos conseguir en España lo que no se ha obtenido en ningún otro lugar? Tan sólo formular la pregunta demuestra lo absurdo de una tal suposición.


Azaña tiene dos caminos ante sí: o convertirse en el centro de convergencia de la burguesía en oposición al movimiento obrero, o quedar triturado entre dos fuegos: el de la burguesía, por un lado, y el del movimiento obrero, por el otro.


La primera posibilidad no es inverosímil, aunque la segunda es la más probable.


La ofensiva de la burguesía ya ha empezado. Se lleva a cabo por todos los medios: atentados, terrorismo, manifestaciones, conspiraciones militares y fascistas, campañas de prensa a pesar de la censura, oposición violenta en el Parlamento, emigración de capitales, disminución de cuentas corrientes, pánico bursátil, cierre de fábricas, sabotaje consciente, desobediencia de ciertas órdenes del Estado, campaña internacional de prensa y financiera, etc.


La situación económica es enormemente grave. Dentro de poco tiempo, si las cosas continúan al ritmo actual, sobrevendrá un colapso financiero como el que tuvo lugar en Francia en 1926, en España en 1930 y en Inglaterra en 1931. Entonces es posible que se lance el grito de «tregua y unión sagrada para salvar a España», lo que no sería otra cosa que el salvamento de la burguesía española.


Azaña, en el Parlamento, en su primer discurso, dijo que cumpliría el pacto del Frente Popular, «sin quitar ni añadir punto ni coma». Esta afirmación es bastante significativa si se tiene en cuenta que el pacto del Frente Popular fue un compromiso de carácter electoral, viéndose los partidos obreros obligados a hacer una serie de concesiones ya presentar demandas minoritarias para hacer posible la coalición obrera-republicana, necesaria dado el estado de cosas existente a comienzos de 1936.


Azaña no quiere rebasar las demandas mínimas de los obreros. ¿Será esto posible? ¿Es que la presión de abajo, de las masas, no romperá los modelos estrechos del pacto del Frente Popular?
Lo ocurrido en Madrid a mediados de abril es altamente sintomático y señala lo que puede ocurrir.


El 14 de abril se celebró el quinto aniversario de la proclamación de la República. Tuvieron lugar una serie de atentados y provocaciones de carácter fascista. El día 16 se llevó a cabo una manifestación militar-fascista. La situación era enormemente grave. El movimiento obrero comprendió lo delicado de la situación, contrastando la debilidad del Gobierno con la procacidad de los contrarrevolucionarios. La situación era propicia para una huelga general que detuviera los avances fascistas y obligara al Gobierno a tomar medidas radicales. La huelga general era necesaria. Pero los partidos y organizaciones que forman parte
del Frente Popular se conformaron con las buenas promesas del señor Azaña, y recomendaron «calma y vigilancia». Mas el movimiento obrero de Madrid, con una comprensión justísima de la importancia del momento, fue a la huelga general pasando por encima de sus directivos ligados al Frente Popular.


Las masas, afortunadamente, van más allá del Frente Popular.


El pacto del Frente Popular dice que hay que llevar a cabo la Reforma Agraria, resolver la cuestión del paro forzoso, entre otras cosas.


Limitémonos solamente a estos dos aspectos.


Supongamos que, en efecto, tienen lugar los acontecimientos de que habla frecuentemente el ministro de Agricultura. A los campesinos de determinadas provincias españolas se les dará un trozo de tierra. ¿Pero es que la tierra desnuda podrá satisfacer a esos campesinos famélicos? Los campesinos necesitarán dinero para comprar aperos, simientes, abonos, ganado. ¿De dónde podrán sacar el dinero necesario? Azaña dijo en el Parlamento: «les daremos dinero». ¡Qué optimismo barato! Para dar posibilidades económicas a los campesinos no hay otro remedio que nacionalizar la Banca. ¡Ah! Pero de esto los republicanos del Frente Popular no quieren ni oír hablar.


En el problema del paro forzoso ocurre algo análogo. «No es cuestión de subsidio, sino de dar trabajo», dice Azaña. ¿Cómo? ¿Ensanchar las posibilidades de ocupación cuando la economía está en crisis crónica y cada día se cierran fábricas, minas y empresas? Para sacar la economía del marasmo no hay tampoco otra solución que poner la banca al servicio del interés general.


Es decir, que por dondequiera que el problema sea considerado, se llega fatalmente a la conclusión que para salir del atolladero actual no hay otra perspectiva viable que entrar de lleno en el comienzo de las realizaciones de tipo socialista.


Pero como los republicanos, burguesía liberal, no pueden saltar por encima de su sombra, el fracaso de su actuación será tan inevitable como durante el primer período de su dominación: 1931-1933.


Hacia la toma del poder por la clase trabajadora


Si el proletariado español tuviera un gran partido marxista revolucionario, probablemente ya se hubiese verificado la toma del poder por la clase trabajadora.


Ha sido demostrado y se demostrará de nuevo una vez más que no hay posibilidad alguna de encerrar la revolución en el cerco de la revolución democrático-burguesa. La Historia, el desarrollo de la clase obrera, la conciencia política del proletariado, la incapacidad y las contradicciones de la propia burguesía, las mismas necesidades colectivas llevan a la conclusión final: el paso al socialismo, es decir, la revolución socialista.


La toma del poder por la clase trabajadora entrañará la realización de la revolución democrática que la burguesía no puede hacer -liberación de la tierra, de las nacionalidades, destrucción de la Iglesia, emancipación económica de la mujer, mejoramiento de la situación material y moral de los trabajadores- y al mismo tiempo iniciará la revolución socialista, nacionalizando la tierra, los transportes, minas, gran industria y Banca.


Nuestra revolución es democrática y socialista a la vez, puesto que el proletariado triunfante tiene que hacer una buena parte de la revolución que correspondía a la burguesía y, simultáneamente, ha de empezar la revolución socialista. La trascendencia que la toma del poder por los trabajadores en nuestro país tendrá en todo el mundo es incalculable. Inaugurará un período de grandes conmociones revolucionarias, de hundimiento de regímenes fascistas y de empuje arrollador de los pueblos esclavizados en busca de su emancipación.


Nuestro país, rezagado en la Historia, puede de un salto ponerse a la cabeza de un grandioso movimiento de consecuencias incalculables.


Una serie de circunstancias hacen que la clase trabajadora española sea hoy el centro de esperanza del proletariado mundial. 


Cierto que nuestro movimiento obrero tiene todavía una serie de escollos que sortear y dificultades subjetivas que vencer para llevar a feliz término su misión. Pero de esto hablaremos en otra ocasión. 






Andreu Nin. Después de las elecciones del 16 de febrero de 1936

La Nueva Era, n° 2. febrero 1936


Con la victoria de la coalición obrero-republicana en las elecciones del 16 del actual, se ha logrado el fin que fundamentalmente se perseguía: cortar el paso a la reacción vaticanista, a los siniestros héroes de la represión de Octubre, y la amnistía para los treinta mil combatientes encarcelados.


No seremos ciertamente nosotros los que regateemos la importancia de esa victoria. La magnitud de lo conseguido es considerable, pero faltaríamos a nuestro deber si no pusiéramos en guardia a los trabajadores contra un optimismo irreflexivo, hijo de cándidas ilusiones democráticas, que llevaría indefectiblemente la revolución a la catástrofe.


La primera lección de la victoria


Los republicanos de izquierda se apresuran a atribuirse primordialmente el triunfo. Que no se hagan ilusiones. La victoria ha sido obtenida gracias a la participación entusiasta y activa de las masas obreras del país. Estas masas, alma del movimiento de Octubre, han expresado con su voto su voluntad inquebrantable de que se abran las cárceles y de que la revolución no dé ni un solo paso atrás. Pero la contradicción fundamental entre las aspiraciones históricas del proletariado y los partidos republicanos no tardará en manifestarse. Los dos sectores que han participado en la lucha se proponían contener el avance de la reacción; pero llegará indefectiblemente el momento en que la burguesía republicana se estacionará en un punto determinado, mientras que la clase obrera empujará la revolución hacia adelante.


La representación obtenida por los partidos obreros es indudablemente inferior a su fuerza real. En cambio, nadie pondrá en duda que, por lo que se refiere a los republicanos, esta representación es superior al volumen de opinión y a los efectivos con que cuentan en el país. Si después de los acontecimientos de Octubre, el Partido Socialista, que es el que ejerce la hegemonía en el movimiento obrero, hubiera sido un partido revolucionario homogéneo, la lucha se habría planteado en términos completamente distintos, y la hegemonía de la lucha contra la reacción no la habrían ejercido los partidos republicanos, sino el proletariado.


Pero el movimiento tiene su lógica. A pesar de la ausencia de un verdadero partido socialista revolucionario, la clase obrera ha sido el factor determinante de la victoria, y esta circunstancia ha de pesar de una manera decisiva en el desenvolvimiento ulterior de la revolución, sobre todo si se tiene en cuenta que nuestro proletariado ha vivido durante estos últimos tiempos una experiencia extraordinariamente rica en enseñanzas.


La primera lección, pues, que hay que sacar de la victoria del 16 de febrero es la siguiente: el factor decisivo de la revolución es la clase obrera; la fuerza de los partidos republicanos es simplemente una fuerza de reflejo.


Eficacia de la insurrección de Octubre


Los apologistas de la democracia burguesa no dejarán de señalar el resultado de las elecciones de febrero como una prueba de la eficacia y la superioridad de los procedimientos democráticos, respecto a la lucha directa de las masas. Nada sería más erróneo que dejarse llevar por esta ilusión sembrada ya profusamente en 1931, con motivo de la proclamación pacifica de la República, como consecuencia inmediata de la victoria electoral del 12 de abril.


De la misma manera que la caída de la monarquía fue en definitiva el resultado de las grandes luchas de la clase obrera durante largos años, de un tenaz y prolongado combate, que tuvo sus etapas más características en el levantamiento de Cataluña de 1909, la huelga revolucionaria de agosto de 1917, las intensas agitaciones obreras y campesinas de 1930 y la sublevación de Jaca, la victoria electoral reciente ha sido el resultado inmediato de la insurrección de Octubre.


El argumento de los demócratas burgueses se vuelve Contra ellos mismos. Es indiscutible que si en Octubre de 1934 Cataluña y Asturias no se hubieran insurreccionado contra los poderes constituidos, es decir, si se hubiera actuado de acuerdo con la legalidad en virtud de la cual las derechas habían conseguido las mayorías en las elecciones del año anterior, la situación sería hoy completamente distinta: la reacción filofascista de Gil Robles se habría adueñado del poder, habrían desaparecido todas las esperanzas de reconquista de las libertades constitucionales, y Cataluña se habría visto obligada a renunciar a su autonomía. Es aquí donde aparece, con particular evidencia, la falsedad de la posición de aquellos, que en nombre de la defensa de las libertades constitucionales, pretenden relegar a segundo término la lucha emancipadora de la clase obrera, para diluir su acción en un bloque permanente con los partidos de la democracia burguesa. La conquista de las libertades democráticas es siempre un producto accesorio de la lucha del proletariado por la conquista del poder. Con la política de la colaboración permanente con la burguesía, no se defienden las libertades democráticas, sino que éstas son libradas al enemigo. Gracias a la colaboración, la clase obrera olvida sus fines fundamentales, desarma su fuerza combativa y se pone objetivamente al servicio de los intereses de la burguesía.


La nueva etapa democrática


La reacción ha sido aplastada en las urnas, pero la lucha continúa. Las fuerzas derrotadas el 16 de febrero no han desaparecido de la escena. Por el contrario, gracias a la política del primer bienio, que dejó intactos sus privilegios, disfrutan todavía de un enorme poderío en el país. Nuevos y encarnizados combates será preciso sostener con esas fuerzas, y la única garantía de la victoria sobre las mismas radica, no en la acción que puedan realizar los gobiernos burgueses más o menos de izquierda, sino en la lucha directa de la clase trabajadora.


No puede existir ninguna duda sobre el verdadero carácter del gobierno constituido por el señor Azaña. Por si pudiera existir alguna duda sobre el particular, la alocución radiada por el presidente del Consejo el día siguiente de tomar posesión de su cargo, bastaría para desvanecerla. El gobierno Azaña no es, por su espíritu, el gobierno a que instintivamente aspiraban las masas populares que votaron la candidatura de izquierdas, sino un gobierno de tendencia profundamente burguesa y moderada.


Las predicciones hechas por nosotros durante la campaña electoral no tardarán en verse plenamente confirmadas; la gestión de las izquierdas republicanas en el poder defraudará todavía más a las clases trabajadoras que la del primer bienio. Azaña -sus propios discursos preelectorales y especialmente el del campo de Lassarre lo demuestran- aspira a polarizar a su alrededor a todos los sectores de la burguesía, contener la revolución en los límites de una moderada política liberal. Los que esperaban una ofensiva decidida contra los restos de la España monárquica y feudal se verán cruelmente defraudados. Azaña perseguirá como fin gobernar "para todos los españoles", que es lo peor que se puede hacer en un periodo como el actual caracterizado por profundas y agudas contradicciones de clase.


En estas circunstancias, exigir de la clase obrera que renuncie a sus aspiraciones máximas -destrucción del régimen burgués y conquista del poder- en nombre de la necesidad de "consolidar" la República, es un crimen y una traición. Traducida al lenguaje real, la frase "consolidar la República" significa dar la posibilidad a la burguesía de consolidar su dominación de clase bajo la forma republicana. Este y no otro es el sentido de la política de "Frente Popular", con carácter orgánico y permanente, preconizada por el comunismo oficial.


¿Significa esto que la clase trabajadora debe lanzarse a acciones esporádicas, de carácter "putchista", a perturbar por perturbar, sin otro objeto que provocar la inconsistencia de los gobiernos republicanos? De ninguna manera. De lo que se trata es de delimitar claramente la actuación del movimiento obrero con respecto a los partidos burgueses, dándole la indispensable independencia para que pueda continuar, con las mayores garantías de eficacia, la lucha por la realización de los fines que históricamente le están confiados.


El deber del momento


Es evidente que el proceso revolucionario continúa, que la revolución no ha terminado, pero no lo es menos que el problema de la conquista del poder por el proletariado no se plantea de una manera inmediata. Al decir que no se plantea de una manera inmediata no queremos significar que se trata de un objetivo remoto, y que, por lo tanto, la clase obrera debe limitarse a una lucha de carácter meramente reformista. No. La conquista del poder es el fin al que debe subordinar toda su acción el proletariado español. La solución del problema pertenece a un provenir inmediato. Del acierto o desacierto con que este problema sea resuelto, depende que el proceso revolucionario desemboque en la revolución socialista o en el fascismo.


Las condiciones no están maduras para que la clase obrera pueda tomar el poder hoy, pero si para que se prepare debidamente para tomarlo en breve. El deber del momento consiste, pues, en forjar las armas necesarias para la victoria: organismos capaces de agrupar a grandes masas, de realizar la unidad de acción efectiva de la clase obrera y de convertirse en órganos de poder, como lo fueron los soviets en Rusia, y un gran partido revolucionario. Esos organismos son las Alianzas obreras; a las cuales hay que incorporar las fuerzas que permanecen todavía fuera de ellas y coordinarlas en el terreno general, creando un centro directivo para todo el país. El gran partido revolucionario surgirá indefectiblemente como consecuencia del proceso de diferenciación ideológica, que se está operando en el seno del movimiento obrero español.


Pero forjar estas armas indispensables será absolutamente imposible sin una clara política de clase, sin la más completa independencia del movimiento obrero revolucionario con respecto a los partidos burgueses. Queda dicho con ello que la política del Frente Popular no responde a los intereses vitales del proletariado y de la revolución en el momento presente.


Se objetará a esto la necesidad de atraer a la pequeña burguesía. La objeción carece en absoluto de valor. Si como es fatal, los gobiernos de izquierda republicana, en esta segunda etapa, defraudan las esperanzas de las masas populares, dejan sin resolver los grandes problemas que tiene planteados el país y, como consecuencia, la pequeña burguesía sigue debatiéndose con insuperables dificultades económicas, se muestran incapaces de asegurar a ésta unas condiciones de existencia más llevaderas, las masas campesinas y pequeño burguesas, decepcionadas, se echarán en brazos de la reacción. Y en este caso, el fascismo contará con la base social de que hasta ahora había carecido.


Sólo una política clara y decidida es capaz de arrastrar a las grandes masas populares. Esta política no puede realizarla Azaña ni ningún partido político burgués o pequeño burgués, sino la clase trabajadora, que sabe lo que quiere y adónde va, y que no vacilará en atacar a fondo los intereses de las clases privilegiadas, que no gobernará "para todo el país" sino en favor de la mayoría del país y contra la minoría de explotadores.


Independencia, pues, del movimiento obrero frente a los partidos republicanos, organización, unidad sindical, Alianza Obrera, formación rápida del partido revolucionario: he aquí el deber del momento. 






Andreu Nin. Las lecciones de la Insurrección de Octubre. Es necesario un partido revolucionario del proletariado


Escrito: 1934.
Primera vez publicado: L’Estrella Roja, 1 diciembre 1934.
Fuente/Edición digital: La Bataille Socialiste.
Esta edición:
 Marxists Internet Archive, noviembre de 2010




Andrés Nin. Primero de mayo de 1937

Escrito: Mayo de 1937.

Primera vez publicado: En La Batalla, 1 de mayo de 1937.

Digitalización: Martin Fahlgren, 2013.

Esta edición: Marxists Internet Archive, febrero de 2013.

Seis años atrás, la clase trabajadora española celebraba el Primero de Mayo en medio de un gran entusiasmo, el corazón henchido de esperanza. Quince días antes había caído el odiado régimen monárquico. La República del 14 de abril vivía su luna de miel. Y Alcalá Zamora, presidente del gobierno provisional, prometía a la multitud obrera la iniciación de una nueva era, la era de la justicia social.


Pero el verdadero carácter de la transformación política que acababa de sufrir España no tardó en manifestarse. La burguesía, con el auxilio directo de los socialistas, se aprovechó del entusiasmo popular para emprender rápida y eficazmente la consolidación de sus posiciones quebrantadas, para afianzar, bajo la máscara democrática, su dominación, puesta en peligro por el movimiento revolucionario de las masas. Inspirada por su certero espíritu de clase, frenó la propia revolución, conservando, esencialmente, las bases económicas de la monarquía y manteniendo incólume el mecanismo estatal del régimen derribado.


El idilio de abril, como era de esperar, fue breve. Contrariamente a lo que pretendía la burguesía, la revolución no sólo no había terminado, sino que entraba en una nueva fase llena de peligros ya la par de grandes posibilidades. ”El periodo que se abre – decíamos por aquel entonces – no es un periodo de paz, sino un periodo de lucha encendida. Y en esta lucha estarán en juego los intereses fundamentales de la clase trabajadora y todo su porvenir. La clase obrera será derrotada si en el momento crítico no dispone de los elementos de combate necesarios; triunfará, si cuenta con estos elementos, si se desprende de todo contacto con la democracia burguesa, practica una política netamente de clase y sabe aprovechar el momento oportuno para dar el asalto al poder”.


En efecto, la lucha de clases recobró todos sus derechos, con más intensidad todavía que durante la monarquía, pues, en régimen democrático los antagonismos de clase se manifiestan en toda su desnudez, y la experiencia de los últimos seis años vino a demostrar que la democracia burguesa, incapaz de resolver los problemas fundamentales del país, preparaba el terreno al fascismo, y que la única salida de la situación era la revolución proletaria.



En la sublevación militar del 19 de julio, y la guerra civil y la revolución subsiguientes, se ha condensado, por decirlo así, toda esta experiencia. Y es en este momento crucial de nuestra historia “en que están en juego los intereses fundamentales de la clase trabajadora y todo su porvenir”, cuando partidos que pretenden ser obreros y marxistas intentan yugular la revolución, frustrar las inmensas posibilidades que se ofrecen al proletariado español, sacrificando sus intereses superiores – que coinciden con los de la humanidad civilizada – a la República democrática parlamentaria, es decir, a la burguesía y a su régimen de explotación.


El Primero de Mayo de este año coincide con la fase más crítica de este momento histórico. La burguesía, atemorizada en los primeros meses de la revolución, levanta la cabeza e intenta consolidar sus posiciones. Especulando con la guerra y sus dificultades, intenta arrebatar – con innegable éxito en algunos aspectos – las conquistas del proletariado. Y, como en todos los periodos revolucionarios, halla su auxiliar más eficaz en el reformismo. Pero la relación de fuerzas, aunque modificada en estos últimos tiempos, sigue siendo favorable al proletariado. Para que esta relación de fuerzas favorable sea decisiva, es preciso que la clase obrera recobre la plena confianza en sí misma, rompa las amarras que la atan a la democracia burguesa y emprenda resueltamente el camino de la conquista del poder. Hoy todavía es tiempo. Mañana será tarde.


Y que no se deje sugestionar por los que so pretexto de subordinarlo todo a las necesidades de la guerra, pretenden establecer una “unión sagrada” a base de concesiones constantes del proletariado a sus enemigos de clase. La guerra tiene una importancia inmensa, pero está indisolublemente ligada a la revolución. La burguesía preferirá la derrota militar al triunfo de la clase trabajadora, para cuyo aplastamiento no vacilará, si las circunstancias lo exigen, en aliarse con sus enemigos de hoy. Sólo un gobierno obrero y campesino es capaz de organizar la victoria, de montar una potente industria bélica, de llevar la guerra hasta el fin, de crear una auténtica moral de guerra en la retaguardia, de sacrificar todos los intereses particulares al interés general.


Sólo un gobierno obrero y campesino, que rompa todo contacto con la burguesía nacional y con el imperialismo extranjero, e imprima un vigoroso impulso a la revolución internacional, puede aplastar definitivamente al fascismo, tanto en la retaguardia, como en el frente.
La consigna que arrastró a las masas populares al Primero de Mayo de 1913? ( 1931), fue: ¡Viva la República del 14 de abril! La consigna de las masas trabajadoras de España, en este Primero de Mayo trágico y glorioso, debe ser: ¡Viva la revolución social! ¡Viva el gobierno obrero y campesino! Sólo con el triunfo de esta consigna no habrá resultado estéril el generoso sacrificio del proletariado español ni su magnífico heroísmo, sin precedentes en la Historia.



Joaquín Maurín. El 14 de abril
Capítulo V de La Revolución española, 1931


Hacia la segunda revolución, de Joaquín Maurin


La Cosecha Anticapitalista edita la principal obra de Maurín: Revolución y contrarrevolución en España y bibliografía complementaria
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Aquí está
Joaquín Maurin.  Revolución y contrarrevolución en España


El origen del concepto de Frente Popular o Frente interclasista




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